Jose Antonio del Valle escribe la bitácora Vidas Ajenas y ha colaborado en www.Stardustcf.com y www.Bibliopolis.org. Los anales perdidos se publica el día 22 de cada mes y trata de ser una mirada a personajes e historias medio olvidadas por el tiempo.
Pensando en ese evidente divorcio entre gobernantes y gobernados me vino a la memoria algo que había leído hace tiempo en el magnífico “Los señores del horizonte” de Jasón Goodwin, una historia del Imperio Otomano. Hablo de lo que los turcos denominaron la jaula de oro o el Kafes.
Los forjadores del Imperio Otomano fueron jinetes turcos de las estepas que lo llevaron en unos pocos siglos hasta su máximo esplendor en la época de Solimán el Magnífico (1494-1566). Más o menos a partir de 1590, como señala Goodwin, empezamos a ver que desparecen los sultanes apodados el Magnífico, el Conquistador, el Grande y son sustituidos por otros llamados el Loco, el Borracho o el Maldito. El cambio no es casual, hacia 1590 empieza la larga decadencia que convertirá al imperio en “el enfermo de Europa” a decir del Zar Nicolás I de Rusia, y acabará con él tras la Primera Guerra Mundial. Más de trescientos años cuesta abajo en un largo proceso que tiene su origen en el mismo asentamiento de los turcos otomanos y su paulatina transformación en una de las naciones más civilizadas del mundo a partir de los jinetes esteparios y bárbaros que vimos al principio.
Una de las causas de esta decadencia la podemos encontrar en la supresión de la vieja ley del fratricidio en el reinado del sultán Ahmed I (1590-1617). Hasta la época de su padre y antecesor, Mehmed III (1566-1603), cada vez que un sultán moría, su sucesor mandaba eliminar inmediatamente a todos sus hermanos y a cualquier miembro de la familia real que le pudiera hacer sombra o llegar a conspirar contra él. Previamente, todos los príncipes habían servido como gobernadores de provincias y oficiales de los ejércitos, lo que capacitaba al superviviente para dirigir los asuntos del imperio. Mehmed III eliminó a 19 príncipes a su subida al trono en 1595 mediante el método que también venía especificado en la ley ancestral: estrangulamiento con una cinta de seda. Además se dice que eliminó también a 7 concubinas embarazadas de los ejecutados por el expeditivo método de arrojarlas al Bósforo. La vieja norma, no muy distinta a las de otras naciones de la época o a lo que acababa siendo una sucesión de la época en otros rincones del mundo aunque no lo marcara ninguna ley, pese a ser bárbara hasta los extremos que hemos explicado, produjo un imperio próspero y que gozaba de buena salud, aunque la dinastía al cargo estaba siempre a un suspiro de acabarse por falta de candidatos al trono en las contadas ocasiones en las que el Sultán no tenía una descendencia numerosa.
Murad IV habría podido volver a la antigua ley, pero también tenía un hermano al que adoraba por ser un tanto… diferente. Este hermano subiría al trono en 1640 para ser llamado Ibrahim I el Loco (1615-1648) pese a que a última hora Murad se arrepintió y mandó que le dieran muerte. Gracias a la intervención de la madre de ambos los cortesanos decidieron salvar su vida, aunque cuando fueron a por él se encontraron con que no había forma de sacarle del Kafes. Asustado por el destino que había sufrido su tío, y pensando que a él le aguardaba el mismo, costó Dios y ayuda convencerlo para que aceptara ser izado por la cuerda que era el único medio de comunicación de la jaula dorada. Ibrahim es probablemente uno de los personajes más curiosos de la historia. Durante la mayor parte de su reinado dejó el gobierno en manos de su madre, y él se recluyó en el harén rodeado de lujo, sirvientes, vino y mujeres de todas las razas y tamaños. Con el tiempo adquirió una querencia por las concubinas más obesas que le hizo mandar ojeadores por todo el imperio en busca de la dama más gorda que habitara en él. La encontraron en Armenia, pesaba 300 libras y atendía al bonito nombre de Dulce Terrón de Azúcar. Ibrahim vivió con ella encantado de la vida hasta que decidió asumir él mismo la dirección del imperio y fue asesinado sin mucha demora en 1648.
Después de Ibrahim I, la jaula dorada y el hecho de que el heredero al trono fuera el hermano mayor del sultán finado se consolidaron como tradiciones. Con el tiempo la forma de la jaula de oro cambió, dado que la mayoría de los sultanes tenían a muchos parientes a los que recluir en ella: hermanos, sobrinos, nietos. En vez de una sola habitación, se les recluyó en muchas de las 400 que tenía el harén del palacio de Topkapi. Hubo épocas en las que nadie sabía el número exacto de inquilinos de la jaula de oro; en los reinados más benignos incluso se les permitió a sus ocupantes tener sus propias concubinas estériles y hasta algunos lograron acompañar alguna vez al sultán de turno en sus viajes por el extranjero, mientras que en los más opresivos podían perfectamente permanecer años emparedados en un cuchitril sin una mala ventana para ver el sol. Vivían además los ocupantes del Kafes en una constante incertidumbre sobre su futuro puesto que, según se iba descomponiendo el imperio, cada vez eran más frecuentes las revueltas palaciegas en las que jenízaros y cortesanos irrumpían en el harén aplicándole la cinta de seda a todo el que encontraban salvo al elegido para ser el nuevo sultán. Semejante estado de terror continuo no debía ser demasiado bueno para la salud mental, llegando algunos incluso al suicidio.
Mientras, en el exterior, el Imperio Otomano, ya sin su empuje inicial, empezaba a ser atacado desde todos los puntos cardinales por rusos, austriacos y persas, que le irían arrancando poco a poco su inmenso territorio hasta dejarlo reducido a lo que hoy es la moderna Turquía.
Cuando finalmente el imperio acabó muriendo tras la Primera Guerra Mundial tenía en sus anales a monarcas que habían vivido en el Kafes 50 años como Osman III (1699-1757), o 56 como Mehmed VI (1861-1926) el último de los sultanes. Era una cultura casi totalmente opuesta a la de los pastores nómadas que invadieron la península de Anatolia en la época de los primeros miembros de la dinastía, que dificilmente habrían concebido la vida sin un caballo y grandes espacios para recorrer con el viento golpeando sus rostros, y habrían muerto seguramente solo de pensar en una perpetua reclusión por muy lujosa que esta fuera. Podemos decir que uno de los primeros síntomas de la decadencia fue la adopción de un sistema calcado de las antiguas monarquías orientales que separaba totalmente al sultán de todos los demás, convirtiéndole primero en un gobernante completamente ajeno a la realidad diaria de sus súbditos y luego en mera marioneta de sus ministros y cortesanos. En este proceso la institución de la jaula de oro no fue un factor menor.
Volviendo a la actualidad, uno no puede sino ver la analogía entre esa jaula de oro y nuestros políticos actuales. Entre el paulatino distanciamiento de los dirigentes turcos y los de muchos otros imperios que cayeron antes que el otomano para con sus súbditos y lo que hoy vivimos no solo a nivel nacional, sino yo diría que en todo el mundo. Y resalto que de lo que hablo es de un panorama de decadencia política y moral que nos puede llevar a una lenta descomposición como en el caso de los otomanos si no levantamos cabeza y nos oponemos a él. Aunque últimamente es más frecuente la sensación de que ya nos encontramos al final de algo, de que algo va a cambiar pronto. Esperemos que sea para bien.
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ALGUNAS FUENTES