Jose Antonio del Valle escribe la bitácora Vidas Ajenas y ha colaborado en www.Stardustcf.com y www.Bibliopolis.org. Los anales perdidos se publica el día 22 de cada mes y trata de ser una mirada a personajes e historias medio olvidadas por el tiempo.
Recuerdo que el 23 de febrero de 1981 lo seguí íntegramente por radio y televisión junto a mi padre por que ambos estábamos enfermos y no salimos de casa, pero no supe hasta mucho después la razón por la que ese día había sido tan especial, así que aquello no debió entrar en mi particular mitología sobre el rey hasta mucho más tarde. Para mí el rey era un señor al que veíamos todos los días porque había un retrato suyo en todas las aulas, y también alguien que se lo debía pasar muy bien porque, si te quedabas hasta la hora en la que se acababa la televisión, antes de que quedara sintonizada en un canal muerto que diría Gibson, aparecía este señor vestido de militar pilotando un helicóptero, pasando revista a una fila de tanques o qué sé yo. Luego también salía siempre en Nochebuena, aunque nadie le hacía mucho caso en medio de los preparativos de la cena; si acaso mi padre, que siempre le llamó “el tonto del Pardo”, lo cual al principio he de reconocer que me molestaba bastante, nos hacía notar que era incapaz de decir más de tres palabras seguidas sin leer su papelito.
Con el tiempo, claro, uno se entera de cosas. Pasa como en las familias. Tu tío Paco que era una maravillosa persona que quería mucho a su mujer en tu mente de niño, resulta que se casó por no quedarse solo y el matrimonio siempre se llevó fatal porque él lo que anhelaba secretamente era ser vedette en el Folies Bergère. El rey por su parte, había heredado su reino de ese señor bajito que a veces salía también en televisión y que a mi padre le hacía torcer el gesto. Por lo demás, los medios nos decían que nos había traído la democracia y que la había defendido en 1981. Nos lo mostraban como aquel tipo dinámico de los helicópteros, siempre pilotaba él cuando iba de viaje, del que también se contaba que, a veces, hastiado de sus obligaciones, se escapaba con su moto a dar un paseo. Si eras vecino de los alrededores de Madrid era posible incluso que alguna vez te ayudara a cambiar una rueda pinchada. En televisión lo sacaban mucho en momentos clave de su reinado, y siempre decían que había prometido ser rey de todos los españoles, lo que para un niño era algo un poco extraño, ¿de quién iba a ser rey si no?
Luego estaba su familia: las infantas, no sé si ya eran de naranja y de limón para el gracejo popular, aunque sobre la mayor siempre había murmullos que se callaban inmediatamente cuando te acercabas al grupo de adultos. Aún no se me había ocurrido que era raro que no fuera la heredera habiendo nacido primero. También estaba el príncipe, aquel niño tan guapo al que luego vimos navegando en el Juan Sebastián Elcano, estudiando en Canadá o en las academias militares. Era casi tan dinámico y tenía tanta suerte como su padre con las cosas que le dejaban hacer, qué envidia. Y la reina, bueno, la reina era una señora un poco seca que hablaba con acento y a la que rara vez de le escapaba una sonrisa que no fuera de circunstancias, salvo en los videos sobre su juventud que nos mostraban de vez en cuando, en los que se la veía completamente feliz.
Durante la adolescencia, a la monarquía le fue bastante mejor que a la religión por lo que a mí respecta. También hay que tener en cuenta el impresionante despliegue de medios utilizado a tal fin. A veces corrían rumores de que al rey le habían pillado en pelotas en el yate de algún amigo y te indignabas por lo viles que podían llegar a ser los periodistas extranjeros, pero no te creías casi nada. Por mucho que tus lecturas dejaran claro que la inmensa mayoría de sus antepasados, empezando por el abuelo, habían sido como mínimo “buenas piezas”, lo máximo que se te ocurría pensar era que hay que ver la suerte que teníamos de que el nuestro hubiera salido mejor. Tiempo de vino y rosas trufado de portadas y reportajes no aptos para diabéticos en “¡Hola!” antes de la llegada de la pérfida internet. Incluso cuando cierta cabaretera casada con un domador salía en televisión explicando que tenía unas cintas en su poder que podían hacer mucho daño a un personaje muy poderoso, no caías en quién podía ser y te negabas a creerlo cuando te lo insinuaban tus compañeros en el instituto. Mi padre, claro, seguía con sus comentarios sarcásticos respecto al personaje y mis pensamientos se hacían cada vez más republicanos salvo por… bueno, tampoco estamos tan mal con este rey.
Y es que he de reconocer que lo que pienso actualmente de la monarquía se debe en gran parte a lo que he ido aprendiendo de la historia de este país y de la vida oculta del piloto de helicópteros en cuestión, pero probablemente nunca habría llegado al punto en el que estoy si la decrepitud del monarca y la pérdida de sentido de la institución no se hubieran ido mostrando ante mis mismos ojos en todo su esplendor. Y gran culpa de eso lo tiene la red de redes.
La primera vez que me di de narices con un libro que explicaba muchas de las cosas que nunca nos contaron los medios habituales fue precisamente en ella. Se trataba de “Un rey golpe a golpe”, firmado con el seudónimo Patricia Sverlo y que no dejaba títere con cabeza. Por aquel entonces uno estaba ya bastante cansado de Juegos Olímpicos, hay que ver lo difícil que es tener un hijo olímpico, y lo fácil que se hace si eres rey, romances y, sobre todo, bodas de infantas, Jaimes Peñafieles, y toda la fauna y flora que el tema producía, de manera que me fue mucho más fácil iniciar su lectura desde un punto de vista menos crédulo. El resultado: negocios turbios, gente yendo a la cárcel para que no se hicieran muchas preguntas, amantes, sospechas sobre un posible “autogolpe” el 23-F, reyes de teocracias medievales prestando dinero a fondo perdido a cambio de cualquiera sabe qué contraprestaciones, la magnífica y legendaria transición convertida en una pesadilla lampedusiana. En resumidas cuentas, todo lo que uno venía escuchando en tertulias y conversaciones durante años, pero puesto en negro sobre blanco, aunque fuera en formato PDF. ¿Creíble? Yo no sabía hasta qué punto, aunque por aquel entonces mis convicciones republicanas estaban bastante más arraigadas y estaba más dispuesto a creer ese tipo de cosas. Cosas que no han hecho sino irse confirmando en otros medios con el paso de los años. Pese a todo en aquel momento todavía estaba dispuesto al acto de fe, seguía pensando que nos había dado mucho más de lo que nos había quitado, la institución era más o menos sólida y, como dije en el caso de la religión, es duro deshacerte mediante la razón del poso de pensamiento mágico inculcado de pequeñito. Quizás la república pudiese esperar, o quizás simplemente estaba equivocado en creerla lo mejor para el país.
De esta manera llegamos a los tiempos que corren, más o menos. Cualquiera que dude de la decrepitud del monarca no tiene más que mirar una moneda de un euro. Hay vejeces bien llevadas y otras no tanto. Está José Luis Sampedro y luego está Juan Carlos I Rey. Aunque lo que vivimos no es solo debido al mal envejecer de una persona; a la institución no le ha ido mucho mejor. Independientemente de que uno pueda pensar que la monarquía es una institución medieval, que lo pienso, lo que está claro es que lo que debe ser es una institución ejemplar. No sirve el cuento de todos los trabajos y sudores que conlleva su ejercicio como contrapartida a sus privilegios si luego estamos viendo a diario que no se conforman con esos privilegios y además no cumplen con sus obligaciones. Ya no vale el hacer lo que me de la gana mientras no me pillen, porque con los actuales medios de comunicación te pillan. Cuando a toda una familia se le da barra libre frente a las leyes que rigen a los demás, se hace para otros fines diferentes a que hagan uso de esa barra libre.
Así hemos entrado en la era de los eufemismos inútiles porque no engañan a nadie: las infantas no se separan, “cesan temporalmente la convivencia con sus parejas”, o sea, lo mismo pero en fino. Vemos a los jueces sudar tinta china para no imputar a un miembro de la familia junto a su cónyuge, que se ha aprovechado de pertenecer a ella, aunque la alternativa sea dudar de su nivel intelectual y, lo peor, vemos maniobras para no acabar condenando a alguien con pruebas abrumadoras, para no ensuciar más la institución. Pero eso es imposible, la institución ya no levanta cabeza. Al final va a tener razón Peñafiel cuando decía que si querían vivir como personas normales, lo justo es que renunciaran a sus privilegios y, en la actual sociedad de la información, a la larga no creo que les vaya a quedar otra salida.
Como decía cierto columnista hace pocos días, lo último que un rey debería pedir a los ciudadanos es que dejen de perseguir quimeras. Las quimeras se están convirtiendo en lo poco que no nos pueden quitar en la situación actual. Una situación, no lo olvidemos, creada por unos pocos y sufrida por la gran mayoría. Si aquel gran rey que veíamos de niños se ha convertido en un viejo incapaz de ponerse del lado del pueblo más preocupado por su disfrute personal que por el bien del Estado, que se vaya, y deje paso a la siguiente generación, y si tampoco la institución puede hacer frente a los retos que le impone el siglo XXI sin perder la dignidad, lo mejor que puede hacer es dejar que los ciudadanos sigan libremente en pos de sus quimeras.