En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Aunque la comunicación era fluida no logré que la familia de recolectores me explicase qué eran exactamente los hongos lunares. El vocabulario que utilizaron para referirse a ellos tenía connotaciones religiosas, palabras que parecían significar al mismo tiempo templo y alimento, aunque no alimento para ellos mismos. Partí con el patriarca de la familia, un hombre alto y recio con un parche en el ojo izquierdo, y uno de sus hijos hacia las colinas de los hongos. Llevaba cada uno un par de cerdos rastreadores y los soltaban de tanto en tanto. Los seguían con la mirada hasta que los cerdos se ponían a escarbar y entonces con un sacho y una lezna sacaban el hongo, blanco y esférico como una luna, y lo guardaban en sus zurrones o en las alforjas de mi acémila. Esa noche comimos tajadas de esos hongos hechas al fuego. Un alimento peculiar con un sabor extraño. No del todo como los hongos de nuestro mundo. Al echarme a dormir, en el silencio sepulcral de las colinas, me pareció escuchar algo, una vibración, un zumbido o más bien varios, una armonía de distintos zumbidos, monótonos como letanías, justo en el umbral de mi percepción auditiva. Le pregunté a los recolectores de hongos si lo escuchaban pero ellos se limitaron a mirarme con severidad y a decir que la noche estaba llena de peligros y que no debía alejarme del fuego. Insistí con mis preguntas sobre la naturaleza del ruido y ellos volvieron a utilizar esas palabras de significado confuso, templo, alimento, y no quisieron decir más.
Al día siguiente continuamos el camino y la recolección de hongos. No tardé mucho en sentirme hastiado, pues el trabajo era repetitivo y carente de interés. Los cerdos hozaban, los hombres cavaban, los hongos eran siempre los mismos, con o sin motas oscuras, blancos o plateados. Les pregunté si llegaríamos a ver la meseta de Leng y ellos dijeron que no con gran vehemencia e hicieron gestos contra el mal de ojo. En ese momento les comuniqué mi intención de separarme de ellos y seguir viajando hasta Leng. La noticia les alarmó y entristeció pero no intentaron hacerme desistir de mi propósito. El patriarca me pidió que viajase con ellos unas horas más, puesto que lo que tenía que enseñarme era de gran importancia. ¿Los hongos lunares?, pregunté. Él asintió y repitió aquella palabra sagrada.
No fue hasta el crepúsculo que llegamos al lugar indicado. Quizá sea uno de los paisajes más impresionantes que veré en mi vida. El cielo rojo y el gran valle negro con los hongos lunares… Oh, qué espectáculo. Altos y enhiestos como menhires y dispuestos de forma natural en círculos concéntricos, superpuestos, en complicados diseños que en nuestro mundo sólo se han visto en ciertos monumentos megalíticos del pasado más remoto. Pero aquellos eran organismos vivos, magnificentes, algunos de tres veces la altura de un hombre, cientos de ellos… Quise detenerme donde estábamos para abocetar en mi cuaderno los diseños, que evocaban algo en mi mente que no podía definir, pero los recolectores se negaron. Estaban nerviosos, algo alterados. Bajamos al valle desde la colina en la que estábamos y utilizaron unos machetes para raspar las excrecencias de los hongos lunares más impresionantes. Pensé que podía ser algún tipo de poda ritual, una especie de jardinería religiosa, pero su comportamiento era demasiado furtivo. Llevaban cubiertas las manos por guantes de piel de cerdo y me prohibieron terminantemente tocar los hongos.
Cuando llenaron los zurrones y las alforjas salimos del valle, casi corriendo por la colina. Estaban muy asustados. Repetían que la noche era muy peligrosa. Cuando por fin nos detuvimos para hacer campamento conseguí que me hablaran con más libertad. Entendí que practicaban una rudimentaria religión, quizá elaborada por ellos mismos, en la que veneraban los hongos, que decían venidos del espacio, caídos de la luna. Lo que acababan de hacer, la respetuosa poda de los hongos, era una especie de tabú. Ahora me consideraban cómplice de su pecado. ¿Por qué lo habéis hecho?, les pregunté. Dudaron un momento y luego respondieron que los hombres viajaban desde muy lejos para comprar las excrecencias de los hongos lunares. ¿Qué hombres?, pregunté. Los brujos, dijo el patriarca, los hechiceros, los alquimistas. ¿Y para qué los utilizan?, pregunté. Para crear hombres, dijo. La respuesta me horrorizó, por supuesto, y me habría horrorizado más de no saber a buen seguro que es imposible crear hombres artificiales, homúnculos.
Devries se miró la mano blanca y gomosa, lisa, sin marcas. Aunque ahora, tengo que reconocerlo, no sé qué pensar de ello, dijo.