En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Devries prosiguió su narración: Fue un complicado viaje hasta Leng. Volví al pueblo en el que me había alojado la primera vez, bajo la mirada de los gigantes de piedra. Los sacerdotes del templo guardaban un buen recuerdo de mí y del sacrificio que ofrecí, así que les entregué de nuevo mi montura para un rito de sangre. Era una cabra negra que me hubiera venido muy bien en el escarpado y rocoso territorio en el que iba adentrarme, pero preferí mantener mis buenas relaciones con los poderes locales. Tras unos días partí de nuevo, con una acémila y provisiones para el viaje. Carne seca, queso, galletas, varias calabazas llenas de agua y el licor de la región, la fermentación de las bayas blancas que nacen en el bosque y que llaman vino lunar, así como un revólver para defenderme de las amenazas más, digamos, terrenales. Para el otro tipo de amenaza al que podía enfrentarme también llevaba defensas, pero eran más etéreas.
La gente del pueblo intentó disuadirme del viaje. Tras ver que no lo lograban me indicaron que había dos maneras de superar la cordillera volcánica de los rostros esculpidos. Al parecer las montañas eran prácticamente huecas, un coladero de grutas y túneles naturales, llenas de cavernas en las que cabrían ciudades. Este camino podría ser el más rápido, pues muchas de las rutas seguras estaban marcadas con mojones y marcas diversas, por lo que era posible no extraviarse, pero ya no sabían qué podía habitar esos túneles. Un hombre muy anciano me dijo que siendo joven había recorrido ese camino para vender pieles a los recolectores de hongos del otro lado, y que había visto a miembros de una raza de hombres peludos con patas hendidas como los cerdos y cara de araña. Nadie dio credibilidad a sus palabras y le acusaron de estar senil, pero me aconsejaron el otro camino, un paso entre los dos mayores picos de la cordillera, cuyos nombres dijeron y eran impronunciables y un tanto obscenos. Decidí hacerles caso.
Durante un día viajé bajo la mirada de los gigantes. Sus rostros adustos, sombríos pues el sol surgía a sus espaldas, miraban al malpaís, al mundo quizá, con una callada desaprobación, vigilantes y terribles. Inspiraban en mí un terror atávico, sus ojos negros en realidad tan inexpresivos, tan muertos, tan despiadados. El rostro de los dioses, decían algunos, también llamados los Primeros Hombres, los habitantes de Hiperbórea. Según la leyenda, antes de Su Caída, habían tallado esos bustos para no olvidarse a sí mismos, cuando ya todo estaba perdido y no quedaba esperanza. Como una admonición también para sus herederos.
Fue un alivio alcanzar el paso entre los picos y escapar de su mirada. Hube de viajar aún unos días para superar la cordillera. El terreno era agreste y la roca negra. Había caza y arroyos en los que conseguir agua potable. Me permití pensar que quizá las leyendas eran exageradas o que el mal de la meseta de Leng hacía ya tiempo que se había extinguido, como se extingue cualquier fuego.
Por fin crucé la cordillera y llegué a la tierra de los recolectores de hongos. Era una gente peculiar, de piel pálida, casi gris, siempre ataviada de negro, con calados sombreros parecidos a bombines. Las mujeres, envueltas en rebozos u hopalandas negras, eran iguales a las siervas de las Damas Negras, las devotas de la Noche Fría, pero no logré discernir qué religión profesaban o a qué dioses adoraban. La población estaba bastante dispersa, granjas aquí y allá, en profundos valles y sierras oscuras, sin más vegetación que raquíticos arbustos y los omnipresentes hongos, hongos de toda clase, nacidos de la misma piedra, siempre blancos o grises, hongos que alimentaban y hongos que causaban locura. Criaban cerdos para recolectar las variedades más preciadas, unos animales pequeños y velludos, ágiles como perros, con colmillos espatulados y romos para remover la tierra. Las hembras eran lanudas y más grandes y tenían que ponerles bozal porque acostumbraban a comerse a sus crías. Llevaban la locura en la sangre, decían.
De alguna manera intuí que sería interesante permanecer con los recolectores de hongos durante un tiempo. No me equivocaba. Tardaron poco en sugerirme que les acompañara para conocer los hongos lunares. Esto sería el comienzo de mi maldición.