En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Los hangares de la Brigada de Ornitópteros y Dirigibles llevaban mucho tiempo abandonados tras su momento de gloria en los años cuarenta y cincuenta. Como el resto de las últimas plantas del Edificio Telefónica, vacías, fosilizadas, oficinas en las que todavía se podían encontrar periódicos amarillos de varias décadas de antigüedad, teléfonos de baquelita, enmohecidas tiras de papel secante. Me reuní con Avendaño en una de esas oficinas. El inspector tenía el aspecto de haber dormido poco. Alguien le había traído un café en un vaso de plástico y lo sostenía sin probarlo. No había tanto revuelo como esperaba, apenas una media docena de agentes uniformados entre el aburrimiento y la excitación.
Avendaño me saludó con un gesto de la cabeza. Se apoyó en el borde de la mesa. Bien, dijo. Así está el asunto. Hemos recibido la llamada. No podemos mover un dedo. Los cazadores de monstruos vienen de camino. Miró su reloj de muñeca y añadió: Dentro de una hora estarán aquí, con, cito, el equipo adecuado para hacer frente a la amenaza. Palabras de tu amiga.
¿Está arriba?
¿El pájaro? Sí. Llegó hace veinte minutos con un gato en el pico. Parece que esa parte es bastante cierta. No se ha movido desde entonces.
Negué con la cabeza. ¿Por qué me has llamado?, dije.
Avendaño se encogió de hombros. Eres parte del caso.
No hay nada que pueda hacer aquí.
Avendaño se rascó la barba. Dio un sorbo al café. ¿Qué crees que hará con ella?
Me encogí de hombros. Espero que le haga un volandero bonito en alguna parte.
Esta tarde un juez ha firmado una orden de revocación completa de humanidad, dijo Avendaño.
Parpadeé. ¿Cómo?
Lo que oyes. Le van a aplicar la Ley Romasanta. Como si fuera un licántropo. Ya no se le considera un ser humano. Su estatus legal es de monstruo.
Dio otro sorbo al café.
Es un disparate, dije.
Lo sé.
Eso significa que pueden hacer cualquier cosa con ella.
Lo sé.
Vivisección.
Como mínimo.
Cerré los puños.
Tu amiga ha conseguido que firmen la orden.
Abrí los puños. Los volví a cerrar.
¿Sabe que estoy implicado en el caso?
Oh, sí. Ayer tuve una conversación muy edificante por teléfono.
¿Me mencionó?
Ni una palabra. Como si estuvieras muerto. Yo me echaría a temblar.
Tragué saliva. Está bien. ¿Qué has pensado?
No he pensado nada, dijo Avendaño. No me pagan por pensar. Me han ordenado directamente que no piense nada en este asunto. Que me siente aquí y espere a tu amiga y sus cazadores de monstruos. Pero se me ocurre que a nadie le extrañaría que subieras al hangar número tres a echar un vistazo. Después de todo eres un activo en este caso, el detective consultor de la policía.
Ajá.
Justo a la entrada del hangar alguien ha dejado un maletín. Dentro del maletín hay un rifle de aire comprimido y unos cuantos dardos tranquilizantes. Si subieras ahí arriba no sería raro que lo llevases.
Como protección.
No para usarlo, por supuesto.
¿Es fuerte el tranquilizante?
Dos dardos de esos matarían a un caballo. Avendaño apuró lo que le quedaba de café de un trago.
Quizá suba a echar un vistazo.
Es una pena que no haya podido advertirte antes de que nos han prohibido semejante cosa.
Hasta luego, inspector.
Ten cuidado, detective.
El hangar número tres parecía un cementerio de elefantes. Enormes estructuras de metal desnudo, cubiertas de óxido, alas de ornitóptero desmanteladas, extendidas como huesos de murciélago. El rifle de aire comprimido se cargaba mediante una palanca y el cargador sólo admitía un proyectil. Tenía otros dos dardos, además del que había cargado, y los guardé en un bolsillo del abrigo.
Hacía frío en el hangar. Una sección de las enormes persianas metálicas que cerraban la vieja pista de despegue ornitópteros y el atracadero de dirigibles se había roto y se colaba un viento helado. Habían devuelto la corriente eléctrica a la planta y se habían encendido algunas luces de emergencia, ambarinas e insuficientes.
Escuché al pájaro nada más entrar en el hangar. Sorteé los montones de escoria, las tuercas tiradas por el suelo, las cabinas vacías en cuyos asientos habían anidado otros pájaros. Estaba dentro del armazón del último dirigible, a medio construir, abandonado treinta años antes como el esqueleto de una ballena. Su nido parecía un fortín, espinoso, hecho con ramas de árbol retorcidas y adornadas con latas, pedazos de metal cromado, espejos de automóviles. Había crecido desde la última vez que la vi. Apenas se distinguían ya rasgos humanos entre el plumaje negro. El pico se había vuelto rojo por completo. No intenté esconderme. Al verme se incorporó dentro de su nido y desplegó las alas, su enorme envergadura, y graznó.
Me eché el rifle al hombro y disparé.