Libro de notas

Edición LdN
El detective del País Borroso por Francisco Serrano

En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.

Harpía: Parte Segunda

¿Ha tomado algo?, dijo el chaval de la ambulancia. ¿Drogas?

Sostenía una gasa contra los puntos que acababa de coserme en la frente. Era muy joven y tenía restos de acné adolescente. El chino me dio una infusión, dije.

¿Una infusión de qué?

Flores chinas.

Ajá, dijo el chaval. Se encogió de hombros y me pidió que sostuviera yo la gasa.

Estábamos sentados dentro de la ambulancia. El inspector Avendaño fumaba un cigarrillo fuera, mirándonos. A su espalda pasaba una camilla con uno de los muertos.

¿Tienes vigente tu licencia de detective consultor?, dijo.

Creo que no. Caducó en enero.

Avendaño asintió. Se mesó la barba canosa. Llevaba gafas y estaba medio calvo. Hijo y nieto de policías. Lo más parecido a un amigo que tenía en la ciudad. Sólo nos tratábamos por asuntos de trabajo.

Un agente de paisano se acercó a Avendaño con una libreta, iba a decir algo cuando el inspector dijo: Rodríguez, tome nota. Desde este momento, por mi autoridad, reestablezco la licencia de detective consultor de este pobre desgraciado, con efecto retroactivo.

Oh, dijo Rodríguez. Anotó deprisa. ¿Puede usted hacer eso?

Claro. Por qué no. Mientras el detective se comprometa a pagar las tasas lo antes posible.

El chaval sustituyó la gasa manchada de desinfectante por otra limpia y adhesiva que me dejó en la frente. Tiene que cambiársela por las noches, dijo.

Gracias, dije. Salí de la ambulancia. Estaba un poco mareado. Avendaño me sostuvo por el hombro un instante. ¿A cuánto subían las tasas?

Avendaño dio una calada. Unos ochenta euros. Creo.

Vaya.

También puedes afrontar todo este asunto como civil. Seguro que te resulta más entretenido.

Prefiero pagar las tasas.

Bien, dijo. Empieza a contarme entonces, detective.

Le conté al inspector y a su ayudante cómo había bajado a tomar algo de desayuno y cómo había visto algo extraño en la relación de los tipos siniestros y los jóvenes alemanes.

Me resultaban simpáticos, no sé. Por su conversación.

¿Hablas alemán?, dijo Rodríguez.

El detective habla cualquier lengua que se proponga, dijo Avendaño.

Negué con la cabeza. Ése era mi abuelo. Xenoglosia avanzada. Aprendía a hablar cualquier lengua como por arte de magia. Es cosa de familia. A mi padre también le pasa.

¿Cuántos idiomas hablas?, dijo Rodríguez.

Yo no soy tan bueno. Tres o cuatro.

Más bien ocho o nueve, dijo Avendaño. Sin contar otra docena de dialectos y variantes. Eso que yo sepa.

Volviendo al caso, dije, pensé que sería un asunto de sexo o drogas. Ambas cosas, lo más probable.

Y decidiste unirte a la fiesta.

Algo así. Les querían hacer daño. Estaba seguro. Pero me equivoqué de víctimas.

Tenías ganas de meterte en un lío.

En realidad no. Tengo una costilla fisurada y algo de fiebre. La infusión del chino me sentó como un tiro y…

Abrevia, detective.

Y bajé al sótano demasiado tarde. Los hombres estaban muertos y el alemán catatónico.

Y ella se había transformado en un pájaro.

Exacto.

Rodríguez levantó la vista de sus notas, desconcertado. ¿En serio?, dijo.

No le prestamos atención. Le planté cara, dije. Me hizo el corte en la frente de un picotazo y luego me enganchó por la chaqueta y me tiró por los aires. Por suerte estaba más asustada que hambrienta y subió por las escaleras en lugar de ensañarse conmigo.

¿El chino también le hizo frente?

No lo sé. En cualquier caso, el pájaro le arrancó la cabeza al salir.

Un momento, dijo Rodríguez. ¿Un pájaro?

Sí, dije. Más o menos igual de alto que tú.

No es más que otra forma de licantropía, Rodríguez, dijo Avendaño. Una aún menos frecuente.

No es exactamente eso, dije. El síndrome Harpía o Hundlebert se descubrió…

Avendaño me pidió silencio. Como experto, ¿te sentirías cómodo catalogando todo este asunto como un caso de licantropía, por lo menos de momento?

Me froté la frente. Oh, dije. Me sentiría muy cómodo y muy conforme.

¿Por qué?, dijo Rodríguez. ¿Qué pasa?

Pasa el CSIC y su División Especial para el Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Los cazadores de monstruos.

Una gente insoportable que se volvería loca por una mujer pájaro.

Pero ya tienen a Romasanta en un expositor. Nunca les ha interesado tener otro hombre lobo.

Rodríguez nos miraba alternativamente. Pero se acabarán enterado, dijo.

Y haciéndose con el caso, dijo Avendaño. La directora de la División Especial es hija del presidente de gobierno, ¿lo sabías? También es muy amiga del detective, una vez intentó pegarle un tiro. Creo recordar.

Rodríguez me miró.

Sucedió en Mauritania, dije. Lo que pasa en Mauritania queda en Mauritania.

De momento no diremos gran cosa a los medios, dijo Avendaño. Si se filtra algo, quiero que sea lo de la licantropía. Tendremos un par de días para ocuparnos del asunto antes de que reclamen al pájaro.

Rodríguez asíntió y fue a hablar con unos agentes uniformados que colocaban cintas de plástico para alejar a los mirones. La prensa hacía fotos y los vecinos grababan con sus teléfonos móviles. Unos paramédicos retiraban el último de los cuerpos en una camilla.

Menudo desastre, dijo Avendaño.

No dije nada.

En cualquier caso me alegra volver a saber de ti. No te había visto desde aquel asunto…

Pasamos detrás de otra ambulancia. El joven alemán estaba dentro, solo, envuelto en una manta, la sangre ajena todavía encostrada en el pecho. Hemos llamado a la embajada para que nos envíen a un traductor y se hagan cargo del muchacho, dijo Avendaño. Quizá le puedas decir algo que le tranquilice.

Asentí, aunque no sabía qué decirle. Entré en la ambulancia. ¿Cómo estás?, dije en alemán. Me miró con los ojos idos. Le temblaba el labio superior.

¿Puedes hablar?

El joven no dijo nada. Tan alto y tan flaco, encogido dentro de la manta.

Quieren que te diga algo tranquilizador, dije.

El joven se llevó una mano a la boca y la apretó. Como si ahogara un grito.

Adapté las inflexiones del acento que le había escuchado antes y dije: Pronto te llevarán a casa.

Giró la cabeza. Había perlitas de sangre secas en su pelo.

Pronto estarás mejor, dije.

Retiró la mano de la boca. Ella siempre dijo que tenía un secreto, dijo. Un secreto de familia.

Ahora sabes a qué se refería.

Ella siempre tenía miedo. Sabía que podía convertirse en… eso. Pero ha sido culpa mía. Yo la forcé, yo la llevé al límite. No sabía lo que iba a pasar pero sabía que iba a pasar algo.

Era imposible saber…

Ojalá me hubiera matado a mí también, dijo, y apartó la mirada.

Esperé unos segundos y salí de la ambulancia.

¿Qué te ha dicho?, dijo Avendaño. Había encendido otro cigarrillo. Marca Gobernador. Los mismos que fumaba mi abuelo.

Que tiene frío. Dile a alguien que le consiga ropa.

Francisco Serrano | 07 de diciembre de 2011

Comentarios

  1. Mila
    2011-12-08 23:41

    Llegué por casualidad a tu blog, y he de decir que me gusta el escrito, mucho. Saludos.


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