En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Los olores de una cafetería cercana se extendían por la calle, un aroma a tostadas, café y mantequilla que distribuía un extractor de humos en el aire frío y mojado. El sol, todavía oculto tras la curvatura del mundo, comenzaba a iluminar de un malva desvaído la panza de las nubes. Los coches pasaban agujereando con los faros una lluvia leve, como suspendida, submarina. Rebeca Dahlmann salió del portal de su edificio y echó a caminar calle arriba, envuelta en su abrigo, el paraguas verde plegado a un costado, todavía demasiado dormida para apercibirse de la lluvia espectral que dominaba la madrugada. Esperé medio oculto tras una esquina, el cuello del abrigo arriba y los ojos guiñados a la luz de la farola que perlaba el paisaje. Le concedí unos diez minutos y luego me posicioné cerca del portal. Tras otros diez minutos un hombre, con la expresión ausente de un sonámbulo, abrió la puerta para salir a trabajar y aproveché para colarme dentro del edificio. El hombre me dedicó una mirada de desconfianza, pero al ver las llaves que llevaba en la mano, como si me hubiera sorprendido justo antes de ir a abrir yo mismo la puerta, y mi sonrisa de buen vecino, se encogió de hombros y siguió a lo suyo, camino del trabajo y de la jornada del lunes.
Subí por las escaleras a oscuras y me detuve frente a la puerta del apartamento de Rebeca. Saqué la linternita de llavero y me la puse en la boca mientras buscaba el estuche de cuero con los juegos de ganzúas y tensores. Una vez introducidas las herramientas en la cerradura podía hacer el trabajo con los ojos cerrados, atento a cada clic, aplicando los movimientos sutiles y automáticos del arte. Las primeras lecciones las había recibido de mi abuelo, antes de cumplir diez años. Manos infantiles toqueteando diversos candados y cerraduras, un muestrario de posibilidades en una mesa de trabajo llena tornos, limas y virutas de hierro, el tacto de la lija y el acero, el olor del acetileno quemado, escuchando con concentración obsesiva, hurgando con la ganzúa, girando el tensor en el momento justo, como si practicase para un futuro número de escapismo. El primer verano que pasé en la casa de los Pirineos, con el hombre alto y de rostro marcado por la garra de un jaguar, al que nunca había visto hasta entonces, ni en fotos, al que sólo se le había mencionado de pasada y con disgusto. Las primeras lecciones de allanamiento, como un juego, y la memorización de ciertos códigos secretos, ciertos pases mistéricos de manos, sólo útiles para reconocerse los iniciados entre la multitud. También fue el comienzo de la lenta renuncia de mi padre, viudo y demolido, en favor de mi abuelo, viudo y furioso.
Clic, clic, clic. Clac. Giré el tensor, que había fabricado la noche anterior con una varilla de limpiaparabrisas, y la cerradura se abrió. Casi en el mismo movimiento me deslicé dentro del apartamento y cerré la puerta a mi espalda. Apagué la linterna. El pasillo oscuro, demasiado oscuro para reconocer ninguna forma, olía a Rebeca. Apagué y encendí la bombilla, un destello rápido para reconocer el camino sin delatarme. Se me erizó el vello del cuerpo mientras me movía en la oscuridad, justo delante de la puerta de la cocina, donde se apareció el fantasma. Destellos en el larguísimo y gélido pasillo. Como flashes fotográficos que me quemaban la retina y dejaban un dibujo de líneas incandescentes y multicolores en la retina. Ni rastro del fantasma. Pero estaba ahí, quizá esperando. Lo notaba en la espalda, en la nuca, en cada una de las vértebras, vibrando, en el cosquilleo eléctrico de la punta de mis dedos, a punto de despertar arcos voltaicos en cualquier superficie.
Tras comprobar que todas las persinas de la casa estaban cerrada y las cortinas echadas dejé encendida la linterna. Inicié un registro sistemático de la casa, por muebles y cajones, en busca de algo cuya existencia sospechaba. Removí papeles, agendas olvidadas y llenas de garabatos y tachones, facturas de gas, de luz, de telefonía móvil, todo encarpetado con pulcritud, y por fin llegué a los papeles que me interesaban, en el último estante de un mueble del salón, bajo un montón de currículos, los que acreditaban su formación, su bachillerato, sus estudios de Comunicación Audiovisual y, por último, el diploma de la Escuela de Cine de Madrid.
López Dubois, dije.
Y de nuevo la misma condensación del frío. La linterna parpadeó y la apagué antes de que se estropease. Incluso en semejante negrura el fantasma era visible, como si se iluminasen sus bordes distorsionados con una luminescencia blanca, un brillo que no alumbra. El espacio desenfocado de la silueta de un hombre. Esta vez, metido dentro del abrigo bien abrochado, me di cuenta de que parte del frío del fantasma, al igual que su voz, se percibía con los huesos, directo en la médula, en el cráneo, en la duramadre. Sin embargo la humedad en mis hombros comenzó a escarcharse con un crujido casi inaudible.
Tenemos que hablar, le dije al fantasma.