En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Dejé que Rebeca durmiera e hiciera como que no recordaba nada al día siguiente. Rechacé un tímido ofrecimiento de desayuno y volví a mi casa, un edificio de tres plantas en la calle Albricia, que había pertenecido a mi abuelo y ahora me pertenecía a mí. En la primera planta, en otros tiempos, había establecido mi oficina y los archivos. Vivía en la segunda planta y allí, además de las habitaciones y la cocina, tenía el laboratorio, las mesas tapadas con sábanas desde hacía meses, insinuando apenas la silueta de los alambiques, matraces y retortas como cosas amortajadas. Puse una tetera al fuego para preparar algo de Red Balk y estuve dándole vueltas a ese nombre, López Dubois, y esa visión del joven heroinómano. Estaba seguro de que eran pistas, quizá involuntarias, que el fantasma me había dejado, ajenas a mí. Sin embargo algo las relacionaba con mi propio pasado. Una vaga reminiscencia de una joven llamada Rita, de la que estuve enamorado a los veinte años, y una visita a París en la que todo había salido mal. Rita era francorrusa y tenía los ojos verdes. Su recuerdo me distraía. Hacía casi cinco años que no pensaba en ella.
Me instalé en el salón, con una taza de té, y me quedé pensando un rato. Por la ventana se podía ver la Torre de los Gorriones, ruinosa y clausurada desde hacía décadas, con una luz matinal que doraba sus aleros, ponía un brillo punzante en sus tejas negras. Después desempolvé el ordenador portátil y tecleé el nombre en Google: López Dubois. Y por fin descubrí quién era. Arturo González López, director de cine, que firmaba como López Dubois desde sus primeros cortometrajes experimentales a finales de la década de los setenta. Había dirigido tres películas, una docena de cortometrajes y un par de episodios para una serie de terror que se emitió a mediados de los ochenta. No supe cómo relacionar todo esto con la imagen del heroinómano, mis recuerdos de París y la propia Rebeca en un principio, pero poco a poco logré recordar un visionado parcial de Las luces, ópera prima de López Dubois, en dicho viaje a París, un visionado en penumbra, en la habitación de un hostal miserable, con baño comunitario y olor a humedad en las mantas, la película ya comenzada y subtitulada en francés, en perfecta sintonía con mi estado de ánimo. El viaje en el que había ido a recuperar a Rita y no había conseguido nada. Las luces se rodó en diferentes formatos, Super 8, vídeo, dieciséis milímetros, y en su precario hinchado a treinta y cinco milímetros había conseguido una textura sucia, granulada, infernal, perfecta para la historia e idéntica a la textura que me rodeaba en la habitación del hostal, la textura de un mundo en el que cada molécula es un escarabajo en movimiento, una cucaracha hambrienta, un punto acorazado con un corazón viscoso y amarillo. Esos recuerdos, hostal, película, mujer de ojos verdes, habían permanecido bloqueados, o quizá sólo sedimentados bajo otras capas de recuerdos, un yacimiento fósil de la memoria que se olvida más por inútil que por doloroso, aunque fue ambas cosas en igual medida.
Puse a descargar la película, serví más té, y seguí investigando. López Dubois había muerto el año anterior. Problemas cardiacos. Se le habían rendido los homenajes tardíos e insuficientes de siempre, aunque yo no recordaba haber visto nada en las noticias. También es cierto que sólo veo el canal internacional. Sus últimos años los había pasado como profesor residente de la Escuela de Cine de Madrid. Algunos blogs y foros de Internet aseguraban que López Dubois se había ganado la vida dirigiendo películas pornográficas bajo seudónimo en los noventa. En un sitio llamado El Focoforo incluían enlaces de descarga para tres películas supuestamente dirigidas por López Dubois con el nombre de Gerard González. Las puse a descargar también.
Descabecé un breve sueño arrellanado en el sofá. La larga noche, el sexo y el encuentro con el fantasma me había dejado exhausto y no había logrado conciliar el sueño después. Al despertar la película estaba descargada. Me serví un poco más de té, ya entibiado, casi frío, y comencé a verla a pantalla completa en el ordenador. La película es hipnótica y enferma. Los dos protagonistas hablan y caminan por un Madrid gris y abandonado, compran droga y se refugian siempre en una casa diferente, cuyos propietarios o legítimos habitantes nunca podemos ver. Los protagonistas, hablan, se pasean semidesnudos, flacos y heridos, se tocan como al descuido, como si ardieran entre ellos cables muy finos, contemplan con los ojos vidriosos una cucharilla chamuscada, el aspecto de la escoria incandescente en el fondo de uno de mis crisoles. Mientras los personajes deambulan como muertos vivientes por ese Madrid de la desolación van encontrando también las víctimas de un asesino, estranguladas o apuñaladas. La película termina de manera abrupta, tras apenas hora y veinte minutos, justo antes de revelar la condición de víctimas o asesinos de los protagonistas. El propio López Dubois aparece en una breve escena, mientras los protagonistas toman café con leche en un bar, sentado al fondo, tan flaco y triste como los protagonistas y con un espantoso corte de pelo.
¿Qué relacionaba a Rebeca Dahlmann y a López Dubois? El fantasma había dicho que eran amantes, pero los fantasmas pueden ser mentirosos o estar muy confundidos. Rebeca mentía, de eso estaba seguro, al decir que no sabía quién era López Dubois. Pero no se me ocurría el motivo y un interrogatorio agresivo sólo serviría para que se cerrase en banda y me expulsara del caso. El día se había oscurecido y más nubes de lluvia se acumulaban en el cielo, bajas, grises, como preñadas, casi rozando la Torre de los Gorriones. Las películas pornográficas se habían descargado también. Aunque convencido de que no podría extraer ninguna pista de ellas, comencé a ver una al azar, haciendo uso del avance rápido, y evocando a Rita. Filóloga y traductora de árabe antiguo, otra odiosa genio, otra superdotada, la mejor en su campo a los veinte años. Contratada por mi abuelo para traducir los fragmentos más complicados, que se le resistían incluso a él, del libro de tapas negras, con un tacto peculiar y desagradable, y remaches metálicos que trajimos de Nueva Inglaterra. El libro prohibido entre los libros prohibidos. El verano en la casa de los Pirineos. Rita en el despacho de mi abuelo, rodeada de papelajos y libros de consulta, en una camiseta de tirantes, el sol entrando por una claraboya y encendiendo su pelo desordenado y castaño. Yo esperando un segundo de su atención, con dos tazas de té en las manos. Consiguiendo ese segundo de atención. Consiguiendo un pestañeo, un instante, un mes completo. Mientras, en el ordenador dos agentes secretos, espías ibéricos de pelo engominado y aparatosas gafas de sol, llegaban a Marbella sin otro propósito que recorrer playas y piscinas y follar con mujeres de una en una y de dos en dos y hasta de cinco en cinco en la escena cumbre de la película. Y mientras Rita en la cama con cabecero de madera de nogal, y el colchón que se hundía, y el cobertor que nos echábamos encima porque las noches eran frías, frías y estrelladas, en los Pirineos, abriendo un ojo y preguntando qué hora es, por qué hay tanto sol, y pasaba el día entre dibujos alquímicos y descripciones de demonios, la pequeña genio que traducía árabe encriptado de hace más de mil quinientos años, sin más esfuerzo del que requiere estrechar los ojos y morderse el labio inferior, en un gesto adorable, cómo no enamorarse de ella, cómo no llevar dos tazas de té y esperar un segundo de su atención. Y entonces olvidé a Rita, porque ésta no era su historia, su historia se resolvió mucho antes, como siempre se resuelven estas historias, y porque en la orgía junto a la piscina, sin haber aparecido antes ni estar justificada por la leve armazón argumental de la película, entre una mulata de pelo ensortijado y una rusa de tetas operadas y un pelo rubio casi blanco, apareció Rebeca Dalhmann, desnuda y arrodillada junto a una tumbona, con unas manos morenas en las nalgas y un pene en la boca, los ojos cerrados, el ceño fruncido, y en su rostro el mismo rictus de dolorosa aproximación al éxtasis que había visto unas horas antes en su cama.