Raúl Pérez Cobo es poeta y articulista. Edita la bitácora inculatorias. Colorado post se dejó de actualizar en abril de 2006.
Los planetas del Sistema Solar eran tan amigos hasta que la Tierra, que era bastante vanidosa, decidió hacerse popular entre una especie de criaturas que ella misma inventaría. Les llamó “bacterias unicelulares”. La Tierra les alimentó durante millones de décadas, y les vio convertirse en peces, en anfibios, en lagartos, en dinosaurios…
Los otros planetas la saludaban al pasar y se reían: “pareces un zoo, querida”, le dijo Venus, “no veo que tenga ningún sentido el dejarse abonar por esas criaturas horribles”. Y la Tierra se puso azul de rabia: decidió acabar con sus monstruos y probar con la genética de otras especies a ver qué salía. Engendró al homo erectus, y al homo habilis: estaba encantada con las manulidades de sus hombrecitos, y cuando uno de estos hombres decidió amistarse con un cerdo y una gallina, la Tierra supo al fin que allí tenía al ser inteligente que iba a adorarla como a un Dios.
Los demás planetas se morían de envidia. Aquellos hombres llamaban a la Tierra “madre”, celebraban la lluvia, y el suelo de las cosechas; le ponían su nombre a las divinidades. El Sol, que hasta entonces había sido el jefe del sistema, miraba la roca azul, y oía a los hombres llamarle “esposo de la Tierra”, hasta sonrojarse (él, en realidad amaba a la Luna). Y Neptuno, Plutón y Júpiter conspiraron con todas sus fuerzas gravitatorias para que el Halley se dejase caer en la Tierra; cada vez que vieron un meteorito surcando la galaxia, trataron de convencerle para que visitase la Tierra. Los meteoritos decían: “Lo siento, Señor Júpiter, en el catálogo de la agencia de rutas orbitales me recomendaban un crucero”, y nunca pararon (la Tierra se salvó).
Entretanto, el hombre “evolucionaba”; inventó la lucha, el olimpismo, el poder, la sociedad, la república, y la religión, que no era más que una agencia de viajes con sus touroperadores a Santiago, y a Jerusalém, y ofertas de deportes de riesgo como las Cruzadas. Fue una época feliz para la Tierra, pues el hombre era lo bastante inteligente como para adorarla y henchir su vanidad, pero no lo bastante inteligente para descubrir que no vivía en el origen del Universo, y que en realidad, las estaciones de cosecha las producía el Sol. El hombre era Geocéntrico, la Luna era Geocéntrica, y la Tierra, en aquel tiempo optimista, aún tenía regalos que hacer a aquellos animales que la mimaban con sus hipótesis geocéntricas: les regaló un continente virgen para que apreciaran la gran redondez de su Mundo.
Pero ocurrió que entre estas criaturas, nacería Galileo; se dice que construyó 5 telescopios, pero junto a estos telescopios, construyó también 5 trompetillas, para escuchar a los planetas, que jamás cesaron de quejarse por la falsa admiración que el hombre profesaba a la Tierra. Entonces fue cuando percibió un murmullo, como el silbido de una vía que muere bajo una locomotora: “Quiero que sepas, Galileo, que la Tierra vive alrededor del Sol, es una esclava de su órbita: escucha ahora a tu telescopio de treinta aumentos, porque voy a mostrarte mi camino. Si eres lo bastante inteligente, sabrás que mi camino, es el camino de la Tierra”. (Fue Venus quien delató a la Tierra, aunque los demás también ayudaron). Galileo fue el Mensajero de las Estrellas, pero Belarmino fue el mensajero de la Inquisición: dijo que esta Verdad dolería tanto a Dios, (al que había costado muchos siglos convencer para que cambiase el Cielo por la Tierra), que era preferible tenerle engañado. Dijo: “Galileo, si eres lo bastante inteligente, sabrás que a Dios no le gusta que el Universo cambie a nuestro antojo, cada vez que un planeta descarado se decida a quejarse. Será mejor que te arrodilles, y leas un texto en el que declares no creer en las ideas que has defendido toda tu vida”.