Desde la posición privilegiada del que ve sin ser visto, Rosalía Ramos, filóloga culpable de Las notas de Doxa Grey, desvela con respeto los 4 de cada mes los entresijos de la caja escénica, las esencias de los textos, los engranajes actorales y, en definitiva, la magia que se despliega sobre y en torno a las tablas. Eso que puede lograr que el espectador, frente a un escenario, se olvide hasta de sí mismo. O tome conciencia, en plena catarsis, de quién es y a qué ha venido.
Pude ver, cuando llegó al Circo Price hace poco más de un mes, This is the end, el más que notable montaje con el que los chicos y chicas de la CNAC anuncian el fin de carrera. Porque sí, en Francia, en Canadá y en algún que otro país de idílico y suspirado desarrollo en artes y espectáculos, la disciplina circense es carrera. Dura, exigente y mucho menos agradecida que la mayoría.
Qué harías, preguntan al principio del montaje en una soberbia voz en off, si fueran tus últimos cinco minutos de vida sobre este mundo. Qué harías si te dicen que todo acaba.
Puede que en esos cinco últimos minutos —proponen en la cuenta atrás que vertebra la narrativa en This is the end— te decidas por algo completamente distinto a lo que has hecho en tu vida. Puede que pases revista. Puede que grites. Que saltes. Que celebres que estás vivo en un mundo, o una plataforma, que gira trescientos sesenta grados sobre sí misma.
Es en el carácter irregular y deslavazado de su narrativa donde reside también una magia que se sustenta en una escenografía cambiante, que evoca desde un apartamento hasta la inundación que deja todo sumido en un profundo y extraño silencio, suspendiendo en el aire objetos y cuerpos; o que vacía la escena para que, encaramado a su monociclo entre sus compañeros caídos, el jovencísimo Thomas Vey aparezca como el último superviviente de un mundo devastado.
Es en este crisol heterogéneo de pieles y voces distintas donde se ven las cualidades de los jóvenes artistas, que van destacando a cada número en solitario y en compañía y que dejan ver tanto las relaciones humanas (“si te digo que me he enamorado de ti, ¿qué harías?”) como en los manifiestos vitales (“salta, salta, más, más alto”) que se ejecutan entre risas y con el fondo de Smells like teen spirit. Como si en esa evocación del balancín de la infancia en la que juegan Rémi, Jérome y Amaia no pudiera ser mortal. El fin del mundo nos la trae floja, afirma el dúo de acróbatas con música y lenguaje de signos, entre volteretas y volatines. Lo que a mí me importa es bailar. Saltar o bailar mientras se pueda. Alimentar los sueños que se enuncian en las pantallas y que, de cuando en cuando, bajan el ritmo de un espectáculo tan reflexivo como de vital intuición, que resurge en la diversidad de números: desde mástil chino a malabares, telas aéreas, acrobacia en suelo o un vertiginoso número final de cable con el que Lucas Bergandi encoge el corazón y las entrañas.
El clímax final de la cuenta atrás resuelve todas las las dudas, lima asperezas, acentúa la sonrisa y levanta la piel: la plataforma sigue girando. Estamos vivos.
Queda para otra ocasión la situación de los estudios de circo en España, que desde fuera apenas parece que hayan echado a andar. Los chicos de la CNAC, ellos sí, acaban de demostrar que se han hecho mayores. Que su aprendizaje, duro, exigente, poco agradecido pero vistoso y emocionante, acaba de pasar a otra etapa. Y eso se aplaude, se admira y se celebra. Siempre.