Desde la posición privilegiada del que ve sin ser visto, Rosalía Ramos, filóloga culpable de Las notas de Doxa Grey, desvela con respeto los 4 de cada mes los entresijos de la caja escénica, las esencias de los textos, los engranajes actorales y, en definitiva, la magia que se despliega sobre y en torno a las tablas. Eso que puede lograr que el espectador, frente a un escenario, se olvide hasta de sí mismo. O tome conciencia, en plena catarsis, de quién es y a qué ha venido.
Escribo desde el exilio. Llevo una semana en China, tengo un año entero por delante, y adivinen qué voy a echar de menos. Puedo permitirme vivir sin comer pan todos los días, ver ponerse el sol a las siete de la tarde en verano y a las cinco en invierno y pagar, si acaso, tres euros por un café. No sé cómo estarán las cosas por allá, pero a pesar de la crisis y la subida del IVA aún queda mucho para que un café cueste eso o que una copa de vino malo ronde los cinco euros. No. Voy a echar de menos otra cosa.
No sé cómo transcurrirá todo. Pero cuando me fui de España hace una semana, podía permitirme ir al teatro al menos una o dos veces por mes. A veces, incluso más. Porque todavía, y cruzo los dedos, queda aquello del libre acceso a la cultura. Y eso, creánme, a mí que estoy empezando a hacerme a la idea de estar un año sin ello, es un verdadero regalo.
Y es que si de una cosa me doy cuenta es de la enorme oferta que ha surgido siempre, pese a todo, gracias al esfuerzo de muchos frente a la actitud cerril de unos pocos. Y menos mal. Porque no sé ustedes, pero yo me busco en esas tablas. En lo que veo, en lo que me muestran. Me dejo capturar por unas palabras que en boca de un actor, consiguen dar carne a lo que, a veces sin haberme dado cuenta, pienso y creo. Me dejo atrapar por un ambiente de la escena, por las voces, por las sombras, por los cuerpos casi irreales de los acróbatas de circo, en las contorsiones armónicas de la danza. Es mi forma de creer en algo parecido a Dios.
Hemos visto cómo se han recuperado espacios en Madrid (el Campo de la Cebada, en la Latina). Cómo han surgido otros nuevos. Conocemos Microteatro por Dinero , a dos pasos de la Gran Vía, o el Garaje Lumiére , la Sala Triángulo o la Pradillo , por citar espacios pequeños donde se apuesta por fórmulas alternativas a la teleserie en escenario. Vayan, aunque no sepan qué hay. Por curiosidad. Se van a encontrar, ya se lo digo, a compañías que se dejan la piel por muy poco dinero para poner en pie con cuatro cosas obras que emocionan y conmueven y que tienen la suerte de verse prolongadas. Por citar un caso, Mejorcita de lo mío, en la sala Triángulo. Una actriz, cuatro objetos y un texto que no parece texto sino que parece puro corazón y entraña y risa.
Y hay más, mucho más. La Compañía de Teatro Clásico y su segmento joven, que se atreven con esos en apariencia mamotretos infumables y recuperan su verdadero espíritu: el de divertir, entretener y hechizar con un verso bien hilado y una innegable chispa. Un consejo: búsquenlos. A los de la Joven del Clásico. No sólo están ahí, vestidos con corsés y levitas. Están en otras partes. A alguno le hemos visto en Veraneantes, el bombazo de la última temporada. Otros, en montajes propios, preparados entre ensayo y ensayo, porque sí, porque les gusta, les apetece y probablemente reventarían si no lo hicieran. No les digo más.
Están esas compañías jóvenes. No sé si les suenan los Turlitava . Estrenaron hace dos veranos Los vivos y los míos, el que fue uno de los mayores secretos a voces del corazón de Lavapiés. Un público reducido a quince personas que iban cambiando de espacio para seguir una historia que, créanme, era mucho mejor ir a verla sin saber absolutamente nada. Turlitava y CríaCuervos , presentaron conjuntamente Insumisos, en el Fringe Madrid. Si la vieron, sabrán por qué les menciono. Síganles la pista. Juntos y por separado. Probablemente sepan de ellos en esas salas pequeñas, en los cafés-teatro, en espacios cedidos. Van a hacer grandes cosas.
No pierdan de vista tampoco a los grandes. A esos directores que se han hecho un hueco a fuerza de horas. A esos que conocemos, respetamos y que sabemos son apuesta segura para dos horas de encantamiento que sólo se rompe con el aplauso final.
Busquen por las escuelas. Aunque no aparezcan en las guías ni en los suplementos dominicales. Porque tienen mucha energía, mucha fuerza y sobre todo, muy poco que perder. No saldrán en los periódicos pero les van a hacer olvidar durante un rato quiénes son. Eso no se paga.
Va a ser, intuyo, un año difícil. Desde aquí, para esta temporada, sólo les pido una cosa.
Por lo que más quieran, aunque cueste un poco más, aunque sólo puedan permitírselo una vez al mes. No dejen de ir al teatro.
Quiero que a la vuelta me lo cuenten.