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Torreón de Tramoya por Rosalía Ramos

Desde la posición privilegiada del que ve sin ser visto, Rosalía Ramos, filóloga culpable de Las notas de Doxa Grey, desvela con respeto los 4 de cada mes los entresijos de la caja escénica, las esencias de los textos, los engranajes actorales y, en definitiva, la magia que se despliega sobre y en torno a las tablas. Eso que puede lograr que el espectador, frente a un escenario, se olvide hasta de sí mismo. O tome conciencia, en plena catarsis, de quién es y a qué ha venido.

Como quien somos cumplimos

Este es el primer noviembre que paso sin el don Juan. Porque soy de Alcalá de Henares, esta ciudad pequeña, histórica, tan medieval en apariencia (y también, a veces, en costumbres) que lleva encandilando a hispanistas, historiadores y curiosos desde hace siglos. Ya hace casi treinta años que descubrieron que se podía encadenar la conmemoración del nacimiento de Cervantes con otro acontecimiento medianamente literario o cultural. El ambiente llama a ello. Y el turismo mueve dinero.

El representar, al aire libre, la obra con que Zorrilla actualizaba su propia versión del mito del convidado de piedra, se ha convertido ya en una tradición en Alcalá durante esa época tan del Romanticismo que es el otoño que se vuelve poco a poco invierno.

Si me preguntan, de hecho, diré que Don Juan Tenorio es una obra de noviembre. Porque no es del todo invernal. Tampoco parece pertenecer a ese otoño amable de hojas doradas y crepúsculos melancólicos. Suyos son los vientos, las tormentas y las noches ásperas que lo acercan al Carnaval que lo ambienta. Ese que permite las mascaradas, las bravuconerías y las apuestas más osadas.

Noviembre es un mes romántico. Es la mejor época para mostrar sobre las tablas esa obra del XIX
que siguiendo la terminología actual, podríamos llamar remake. Hoy, incluso, habría quien se atreviera a decir que prefiere la mucho más descafeinada obra de Tirso de Molina, solamente por diferenciarse, como cuando antes de ver una película se defiende a ultranza el libro en que se basa.

Pero lo que no se puede negar es que ha sido ésta, la romántica, la fantasmagórica, la turbadora y la, por qué no decirlo, histriónica y exagerada, la que ha pasado al imaginario popular. La que ha convertido al personaje en mito. Y no concebimos ya a don Juan Tenorio sin que nos venga a la cabeza ese ¡Cuán gritan esos malditos! con que anuncia ya una larga lista de lances y conquistas que irán empedrando su camino hacia el Infierno.

No voy a hablar del argumento de la obra por una sencilla razón: nos lo sabemos todos. Y eso es lo que hace que disfrutemos tanto de ella. Que seamos capaces de soportar, de pie, los mordiscos del frío, mientras doña Brígida le tiende al seductor las llaves con que abrir (en todos los sentidos) el camino a una doña Inés que ya se estremece de deseo, en lo que es y será siempre un drama con sabor antiguo. Una obra que ya en el momento de su estreno se remontaba a algo parecido a una leyenda. Un cuento de fantasmas.

Y vamos a verla por lo mismo por lo que vamos por enésima vez a disfutar de un Shakespeare: porque habrán pasado siglos, pero esas palabras en verso nos siguen hablando directamente a nosotros. Nos envalentonamos con ese primer acto en que don Juan y don Luis comparan sus logros Y con ese “sólo os falta una en justicia” con que don Luis Mejía lanza su reto, nos va anidando ya el escalofrío de lo prohibido, de la transgresión de toda norma, que es lo que define a don Juan y lo que será su perdición. Nos conmueve esa última escena en la que el protagonista se ve rodeado de fantasmas y comprende y (¡ya quisiéramos que muchos, hoy en día, se comportaran así!) se arrepiente finalmente, arrodillado ante el ángel doña Inés.

Precisamente por esa popularidad, y ahora que hago memoria, no recuerdo que ninguno de los renombrados directores que se han hecho cargo del don Juan se haya atrevido en casi treinta años a dar su propia visión de esas escenas. El gusto popular, que protesta cuando se le contraria en un mínimo, y las directrices de la organización han provocado que el vesturario, la escenografía y hasta los movimientos de los actores parezcan sucederse año tras año en una especie de obra continuista, de sabor castizo pero poco a poco carente de alma y de la que, año tras año, solamente cambian las caras, bien seleccionadas, eso sí, entre el panorama de ficción televisiva.

Es una obra tan nuestra que nadie parece atreverse a tocarla un ápice. A cambiarla a tal y como se vería ahora. A interpretar, una vez más, qué puede estar haciéndole don Juan a doña Inés para que ella esté tan callada mientras él le menciona la pureza de la luna.

Por suerte, aunque no en el Palacio Arzobispal de Alcalá sino en el vecino Campo de la Cebada del barrio de la Latina, ya han comenzado a manifestarse los primeros valientes, con pocos medios y muchas ganas. Y sé que no serán los únicos, ni los últimos, en plantarle una moto a don Juan. Que no serán los últimos en repasar, con una mirada nueva, ese maravilloso cuento de fantasmas por el que somos capaces de olvidarnos del frío.

Rosalía Ramos | 04 de noviembre de 2012

Comentarios

  1. César Barló
    2012-11-07 10:31

    Muchas gracias, Rosalía, por esta preciosa nota sobre el don Juan. El público se olvidó del frío para el encanto de un elenco y de un equipo artístico y técnico que han trabajado muchísimos para regalar este espectáculo. Me ha emocionado poder leerte esta mañana. Muchas gracias!!

    C.B.


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