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Torreón de Tramoya por Rosalía Ramos

Desde la posición privilegiada del que ve sin ser visto, Rosalía Ramos, filóloga culpable de Las notas de Doxa Grey, desvela con respeto los 4 de cada mes los entresijos de la caja escénica, las esencias de los textos, los engranajes actorales y, en definitiva, la magia que se despliega sobre y en torno a las tablas. Eso que puede lograr que el espectador, frente a un escenario, se olvide hasta de sí mismo. O tome conciencia, en plena catarsis, de quién es y a qué ha venido.

Algo más que ópera china

Cuando un asiático nos pregunta, ávido y curioso, por, pongamos un ejemplo, algo de flamenco, nos choca. Hasta nos da un poco de pena, aunque no tanta que cuando nos preguntan por las corridas de toros. Ay pobre, nos decimos, antes de explicarle amablemente que es más propio de una sola parte de España, que salvo contadas y valiosas excepciones aquí ni sabemos bailarlo, ni cantarlo, ni casi dar palmas con gracia, y que desde luego no vamos cada fin de semana al tablao por soleares.

Eso sí, si viajamos a China querremos visitar una auténtica casa de té. Querremos conocer lo que es la ópera china, las acrobacias y las máscaras cambiantes de la provincia de Sichuan. Y lo más probable es que acabemos en algo parecido a Laoshe Teahouse, en pleno corazón ese Pekín tan falsamente tradicional en que hasta las papeleras tienen forma de pagoda. Pagaremos alrededor de veinte euros por sorber té y comer pipas y otras chucherías sentados en la penumbra de un edificio restaurado que huele a jugoso negocio. Y entre ceremonia del té y ceremonia del té, veremos desfilar por el escenario acróbatas y actores de ópera de Pekín haciendo cucamonas bajo el título de su número anunciado en inglés en unas pantallas de plasma. Los únicos chinos que se ven entre el público son los acompañantes de empresarios occidentales que ven alimentada, gracias la cortesía de sus huéspedes, esa romántica idea de China que nació con El último emperador y con las películas de Fu-Manchú: la misma idea que podría tener un asiático de España después de una sobredosis de Cuentos de la Alhambra.

La ópera china, con una larga historia a sus espaldas y una mezcla de música, canto, acrobacia y mimo que la hace única y extraña a ojos ajenos, ha pasado su época de esplendor. Tras la Revolución Cultural y sus reformas, ha quedado para que se representen fragmentos en las galas televisivas del Día Nacional y de Año Nuevo, entre decorados de cartón piedra y vestidos de satén brillante.

No voy a extenderme más. Hay innumerables elementos y estilos (uno de ellos, el Yueju de Zhejiang, representado exclusivamente por mujeres); y la primera parte de la magnífica y larguísima Adiós a mi concubina vale más que cualquier clase magistral que pueda darse.

Si preguntamos por un sitio de ópera china, nos van a mirar igual de raro que si hubiéramos propuesto pasar un buen rato vendándonos los pies. Nadie iría ahora a una casa de té a jalear y a gritar ¡hao! como antaño cuando los artistas ejecutan un baile o una acrobacia vistosos porque, para empezar, no existen. Ya no hay más casas de té que aquellas con salida por la tienda de regalos.

Pero hay mucho más que ópera. Y, como todo en China, el teatro contemporáneo también crece. Crece despacio, como crecen aquí el arte y todo lo que no es en principio especialmente lucrativo, y aún tiene que lidiar con una cierta censura en torno a las artes performativas. Pero crece: muestra de ello es la cuarta edición del Shanghai Youth Creative Theater Festival. Y aunque se represente en mandarín, casi todas las salas cuentan con subtítulos en inglés.

No paro de preguntarme cómo será, pero lo sabré muy pronto: ya me han invitado a ir al teatro.

Rosalía Ramos | 04 de octubre de 2012

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