La fotografía no ha muerto, sólo ha cambiado de formato. Sus valores y normas tampoco han desaparecido, sino que se han actualizado y nos obligan a mirar el mundo de otra manera. En Profundidad de Campo, cada día 23 repasaremos su evolución en un intento por demostrar que las dudas que origina son similares tanto cuando hablamos de megapíxeles y Photoshop como cuando hablamos de daguerrotipos y granos de plata, y explicaremos cómo interpretar un arte y oficio que, a su vez, interpreta el mundo para nosotros.
Hace años, en un curso de fotografía, conocí a una chica que se había apuntado con el único propósito de aprender lo necesario para hacer fotografía de bodas. Me sorprendió bastante, porque prácticamente era la única de todos los integrantes de aquel curso que, 1) no se había apuntado en ninguna rimbombante búsqueda personal de cómo desarrollar su lenguaje fotográfico y, 2) tenía muy clarito a qué quería llegar dentro de la fotografía. En ese mismo curso había otro alumno que regentaba un laboratorio fotográfico en un pueblo cercano y en ocasiones fotografiaba alguna boda en el mismo. No tardó en llegar el día en que se debatió sobre el que para muchos parece el estrato más infravalorado del mundillo fotográfico: las bodas, bautizos y comuniones, jocosamente (para alguien) satirizada con el diminutivo de BBC.
Hacer BBC, para esos muchos de los que hablaba, es refugiarse en la zona menos creativa, exigente, variada y divertida de la fotografía. Además cometen el sacrilegio de vender su trabajo por un pastizal, algo que obviamente demuestra la poca consideración artística que merece el asunto. Ganar dinero con la fotografía, puf, vaya cosa.
La semana que viene acudo a la boda de un gran amigo en calidad de invitado y fotógrafo. Es la tercera boda que hago y también es la tercera que la hago para alguien cercano, lo cual añade un plus a la presión: quien crea que fotografiar una boda no es exigente muy probablemente no ha tenido nunca que trabajar para un cliente que pone una fecha límite que sólo permite una sesión de fotos y que además no debe fallar. Si ese cliente además es tu amigo, apaga y vámonos. La primera boda que hice se celebraba en una iglesia que tenía unas terrazas que corrían por todo lo largo del edificio, permitiendo hacer fotos desde arriba, algo que le gustaba a todo el mundo, o eso me dijo la monja que me indicó cómo se llegaba a ellas. En un momento de la ceremonia, anclado en un sitio que empezaba a ser repetitivo y deseando esquivar la mirada de un cura evidentemente nervioso por mi revoloteo constante alrededor de su persona y de los novios, decidí que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para seguir los consejos de la monja. Una vez llegué al punto perfecto para una foto fantástica de la novia y su cola extendiéndose por las escalinatas del altar, escuché al cura anunciar el momento de los anillos: la impresión fue tal que casi se me cae la cámara. Corrí como un poseso de vuelta al altar y llegué justo a tiempo para no perderme ni un segundo de uno de los momentos más importantes de una boda.
Los detractores de la fotografía de bodas suelen confundir la necesidad de seguir estas pautas (la llegada de la novia a la iglesia, las lecturas de los familiares, los anillos, el beso, el largo etcétera de situaciones que deben figurar en todo álbum de boda) con una losa que constriñe la manera de hacer fotos de cada uno. Cuando salimos a hacer fotos o montamos sesiones para nuestros proyectos personales, el ritmo lo imponemos nosotros. Incluso cuando trabajamos para un cliente y discutimos las fechas de entrega buscamos el poder movernos en nuestro elemento. Sin embargo, en una boda el momento es siempre ahora, y si se te ha pasado la has cagado. Toca explicárselo a los novios y lo que es peor, a los padres de los novios (tuve un profesor que decía que las fotos de boda se hacen para los padres y no para los novios: ellos van a ser los verdaderos jueces del asunto). La disciplina es importante, y el control de la situación es importante. Y la creatividad no tiene por qué verse dañada: que haya que fotografiar ciertas cosas porque sí sólo convierte la tarea en algo mecánico y exento de talento si el fotógrafo no quiere complicarse mucho la vida. Pim, pam, pum, todo al álbum y en dos semanas estarás comentando con un amigo lo pocho que es hacer la BBC.
Ante esto se esgrime siempre una razón de peso: la voluntad de los novios (o de sus padres). El compañero del que hablaba antes nos decía que cuando comentaba con los futuros casados cómo iba a ser la fotografía ofrecía dos alternativas, una tradicional y otra mucho más personal que era la que generalmente se rechazaba más. Obviamente, es muy difícil imprimir cierto estilo a unas fotos si los clientes las quieren de una manera muy específica, pero en general (al menos ahora) cada vez es más común el dejar hacer: abunda lo que se ha dado en llamar el fotoperiodismo de boda, variación en la que el fotógrafo se enfrenta a la ceremonia, al posado en los jardines y a la celebración como si de un reportaje fotográfico se tratara. Composiciones atrevidas, detalles, retratos muy espontáneos y un aumento del sentido del humor. En resumen, una manera de hacer la BBC que nos obliga a estar muy atentos y a ser muy creativos.
En mi caso, hacer fotografía de bodas es casi una prueba. Acostumbrado a un ritmo personal, me obligo a adaptarme al de otros: debo ser rápido y preciso; no puedo permitirme volver otro día o pedir que los novios vuelvan a ponerse los anillos. Necesito conocer la técnica, sentirme cómodo con ella y aprovecharla al máximo. Me obligo a decirle a la gente que se ponga aquí o allá, que sonría más o menos, que deje de posar un rato o que se esté quietecito aunque sea un segundo. En suma, me pruebo como fotógrafo y aprendo de mis errores. Quien diga que la fotografía de boda es aburrida, repetitiva y poco gratificante es porque, obviamente, no ha probado a hacerla de verdad.