La fotografía no ha muerto, sólo ha cambiado de formato. Sus valores y normas tampoco han desaparecido, sino que se han actualizado y nos obligan a mirar el mundo de otra manera. En Profundidad de Campo, cada día 23 repasaremos su evolución en un intento por demostrar que las dudas que origina son similares tanto cuando hablamos de megapíxeles y Photoshop como cuando hablamos de daguerrotipos y granos de plata, y explicaremos cómo interpretar un arte y oficio que, a su vez, interpreta el mundo para nosotros.
Llevo tres días atascado con la columna de este mes. Si esto sobrevive a mi bloqueo y es definitivamente publicado, espero sabrán disculparme por el retraso. Ayer fue el Día del Libro y llevo todo este tiempo tratando de explicar lo que siento cada vez que hojeo un libro de fotografía. A ver si ahora me sale.
En 2004 acudí a una exposición fotográfica del trabajo de Óscar Molina Fotografías de un diario, organizada por la Caja San Fernando. La exposición, que se podía ver entera en el espacio de media hora debido sobre todo a lo pequeña que era la sala, me pareció bastante aburrida por lo monótono y aséptico de su disposición. A la salida hojeé el libro que contenía el trabajo completo (o al menos, el trabajo hasta ese momento, dado que parece ser un proyecto sin fecha límite concreta) y no tardé ni dos minutos en comprarlo. Mi acompañante, que se había aburrido tanto o más que yo con la exposición, no salía de su asombro. Pero la verdad es que el libro ofrecía una perspectiva radicalmente distinta sobre lo que habíamos visto expuesto en la sala: las imágenes que colgaban de las paredes tenían todas el mismo tamaño y estaban organizadas a una misma altura y proporción, mientras que en el libro aparecían a distintos tamaños que se alternaban por todo el volumen, creando una sensación mucho más cercana a la idea de diario que planteaba su autor. Pero lo más importante era que no me había dado cuenta percatado de este diario íntimo hasta que no me vi pasando sus páginas.
Por aquel entonces mi manera de sumergirme en la historia de la fotografía era nutriéndome de los saldos que hacía en su día el Vips de mi barrio. Ignoro si sería así en todas las tiendas de la cadena, pero hace unos años en Sevilla encontrabas más y mejor variedad de libros de fotografía allí que en ningún otro lado. Mi casa se vio inundada en muy poco tiempo de monografías, recopilaciones y algún que otro trabajo específico de los grandes y no tan grandes nombres de la fotografía. Un autor me llevaba a otro, por así decirlo.
Un par de años más tarde a la exposición de Óscar Molina empecé un curso de fotografía que oscilaba en torno al desarrollo de un proyecto personal que figuraría en una exposición colectiva como colofón del final del curso. La idea de que se pudiera presentar el trabajo en un libro o una maqueta jamás se presentó. Una vez incluso hicimos una edición en grupo de las fotografías que estábamos presentando y con ellas empapelamos una pared a modo de exposición callejera improvisada. A nadie se le ocurrió hacer algo parecido a un fanzine que entregarle a la gente. Nuestras nociones sobre el libro fotográfico se limitaban al catálogo y a la recopilación, como si fuera un paso posterior al gran momento de la exposición en el que el trabajo se presenta de verdad.
Desde ese momento hasta hoy, parece que las tornas han cambiado. El fotolibro se alza de repente como la mejor manera de dar a conocer tu fotografía. Lo hace, además, en un momento aparentemente adverso, con la irrupción del libro electrónico en el panorama editorial y el auge del digital sobre la copia impresa. Las posibilidades que ofrece internet para la autoedición ayudan mucho, claro. Hoy en día el fotógrafo tiene la oportunidad de maquetar su propio libro y presentar su obra como a él le venga en gana o mejor le parezca para transmitir su discurso, algo que obviamente también es posible en el formato expositivo pero de una manera mucho menos firme: una exposición depende de muchos factores externos que pueden hacer variar en muchos aspectos el sentido de la exposición, desde el tamaño de la sala hasta la calidad de la iluminación. Un libro es un libro aquí y en Pekín.
¿Es el libro la mejor manera de difundir nuestro trabajo como fotógrafos o es una moda que pasará pronto? Como siempre, hay opiniones. Lo cierto es que el formato expositivo juega con ciertos factores que explican la importancia que ha tenido siempre: el exponer obra original, la exclusividad de hacerlo a veces por un tiempo limitado, quizás ampliable por el éxito de la misma; la posibilidad de que algunas salas de otras ciudades pidan que lleves allí tu trabajo; el simple hecho de que la gente tenga que ir a la exposición; o las inevitables conexiones con el mundo de la pintura o la escultura, del Arte con mayúsculas. El libro, mientras tanto, parece jugar en otra liga por su condición de obra reproducida (algo que a muchos sigue pareciendo una manera de devaluar la fotografía) o por parecer demasiado asequible pese a su mejor capacidad de encapsular y difundir el trabajo del fotógrafo.
Hace un par de años empecé otro curso de fotografía, que también se estructuraba en torno al proyecto personal, sólo que esta vez la idea final era la aparición en un anuario impreso y se nos hacía mucho hincapié en la importancia del libro como conclusión del proyecto. Para entonces yo ya coincidía con esta idea, pero no tanto por el evidente cambio de perspectiva del que he hablado sino por pura experiencia personal: me había dado cuenta de que mi forma favorita de ver fotografía era pasando páginas, algo que llevaba haciendo desde que desenterré de un cajón la cámara de fotos de mi padre y empecé a utilizarla. Quizás dentro de unos años la moda cambie y el libro vuelva a verse relegado a la injusta condición de catálogo recopilatorio, pero si algo tengo claro es que cuando mejor me lo he pasado con la fotografía, cuando mejor la he entendido y cuando más he aprendido de ella, ha sido cuando ha estado impresa en un libro.