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Matando terrícolas por La Pequeña Febe

Érase una niña marciana que gustaba de salir con su nave espacial a matar terrícolas con sus amigos. Volaban en formación, atacaban por turnos, controlaban los mandos. Si uno moría, no importaba: tenía otra vida. Arrasaban ciudades, masacraban naciones, devastaban el mundo. Era un juego divertido… La niña se llamaba Febe. También le gustaba escribir. Lo hace cada día 13 en este sitio.

Arterrizaje forzosamente delicado

Es algo circunstancial. Casi diríase trascendente. ¿Ha llegado el momento de cambio? ¿El desvirtuado camino ha terminado? ¿Se han rebelado los ciclos cósmicos en un ejercicio de autoinmune complacencia y finalmente han descrito, escrito, prescrito la continuación de la saga monoverso? O tal vez sea algo puntual, comatoso, suspensivo.

La verdadera pregunta, el sendero de la incógnita, el viajero errabundo, no son solo elementos dramáticos sacados en el acto tercero, sino en el segundo exacto en que deben aparecer en el escenario de la creación artística. Porque puede que a más de uno se le haya olvidado, le haya pasado desapercibido o deliberadamente prefiera ignorarlo, pero es real.

Cuatro años.

Es el tiempo terrestre que llevo escribiendo desde Febe, mi luna de Saturno, dejando asomar mis inquietudes más profundas, mis anhelos más arraigados, mis deseos de desenterramiento. Todo ello para paliar el ansia destructiva, para acallar la desesperación creativa, para alimentar el epílogo antes de la historia completa, mucho menos completada.

En cuatro años hemos compartido expectantes los diferentes rasgos del Arte Octal, hemos viajado de galaxia en galaxia intentando esquivar los genocidios impuros, procurando rozar con las yemas de nuestros impulsos cada instante fútil. El resultado es que va siendo hora, año más bien, de renovar lo nuevo, de envejecer lo antiguo, de ser nosotros otra vez.

Tranquilos, no es una despedida, es otra llegada. Afortunadamente. Para vosotros.

Tengo un cielo entre manos. No es una metáfora. Es real.

Tengo entre mis manos el cielo al que los hombres y las mujeres miran con eternamente autorrenovada esperanza, aquel que sueñan con fervor, rezan con devoción y una fe ciega. Lo miran, completamente ciegos, de tanto mirar y de nada hacer por tocarlo.

Bajo la esfera del desconsuelo, hay otras esferas. Esferas cúbicas, poliédricas, invertidas en las que el diámetro se hace triámetro, poliámetro, en cuanto uno intenta escapar de ellas. Son esferas de descontento, de conformismo, de comparativas y expectativas alejadas de toda realidad. Pero ojo, no son metáforas.

Algunos se quedan con lo que flota boca abajo a ras de la superficie, de manera que la libre interpretación de los hechos queda a un segundo plano más acá de lo cotidiano y la flagrante pantomima que somos todos y cada uno de nuestros seres interiores más vivos. En esencia, hijos, árboles y libros son la misma cosa, digan lo que digan.

Pero de todo este revoltijo de burdas ideas, esta suave amalgama de impensamientos, estos desordenados collares de cuentas sin resto ni producto aprovechable, puede quedar un residuo interesante. Léase, de interés. Mínimo, imperceptible, desgravable. Quedémonos con esa parte pura, con esa mena brillante, con ese espacio profundo restante.

Una criatura se ha estado gestando. Tiene forma. Pronto verá la luz. Todo ocurre para, que no por, alguna razón. Pronto la luz le devolverá también la mirada. Comienzan los juegos, los anillos al fin se tocan, Saturno está contento con el resultado y lo devora satisfecho y con avidez. No hay nada como el amor de un padre a su retoño.

Porque no se permite la intolerancia. No se acepta la desidia. No se admite la falta de ímpetu. Aunque nos sobre. Aunque se alimente de vista cansada. Aunque fagocite nuestra ceguera contempladora de cielos pisoteados por nuestros propios pies. Tenemos algo entre manos y tenemos que mostrarlo, darlo a conocer. Pero con cuidado, puede romperse.

Pueden quebrarse nuestras indiferencias, pueden absorbernos nuestras codicias, pueden poseernos nuestras posesiones. Lamentablemente, el exorcismo es un proceso largo, duro y arduo. Complejo, en algunos casos irreversible. En cualquier caso, siempre deja secuelas. Pueden verse o no, pero están ahí, se deshacen, se muestran, dejan marca de cicatriz.

Quiero pensar que no me pasará a mí, que la honda preocupación por estar tranquilo permanecerá de manera y modo que todo estará bajo control de abstinencia, aunque algunas noches me tome algunos placebos de más. Quiero pensar que podré seguir pensando que no quiero pensar siempre.

En el fondo hay que tomárselo simplemente como lo que es: simple. El archiconocido, pasado, usado, insignificado, vacío, estúpido, cierto, incompleto, vano, cursi, torpe, suficiente, buscado, domado, terrible, huidizo, ansiado “tú, yo y nosotros”. Que no son tres. Son cuatro. Gran número, quizá principio y apocalíptico fin de todas las cosas.

La pecera de tiempo me dice que es hora de cambiarle el agua. Los excrementos de mi otra parte de mí se pasean por el fondo intentando sin éxito encontrar algo que llevarse a la boca. Siempre se acaban encontrando a sí mismos. Es hora de hacer algo. Es hora de tomar una determinación. Es hora de aceptar lo hasta ahora inaceptable. El hecho de ser tan uno mismo que me he negado a serlo desde que todo esto empezó realmente.

No me he descuidado yo. He descuidado quién soy. De dónde vengo. Dónde voy. Las naves surcan los cielos a diario, algunas noches también, recordándome con su zumbido post-atmosférico que estoy dejándome llevar y traer por mareas de tiempo derrumbado, por torres hermanas desestructuradas, por la certeza de no ser nadie. Al menos nadie que quiera ser, se entiende.

Se cierran los ciclos. Se cierran los cielos. Se comparten abismos. No puede seguir tocándose la misma cantinela sonando sin más. El nonato debe por fin romper sus cadenas, abrir sus esclusas, desatar mis excusas para salir del letargo seguro al mundo exterior, para entrar en el otro mundo interior de los hombres, las mujeres, otros neonatos.

Está decidido. Firmado. Grabado. Debo hacerlo. Me llama. No a gritos, con susurros, porque sabe que así la escucho mucho más fuerte. Tengo un virus bondadoso, una sana enfermedad, un dispensario de remedios atestado de síntomas aún por diagnosticar. El bálsamo es una dulce anestesia de la misma psicopatología.

Vamos a hacerlo, no esperemos más. Pero aviso para aquellos navegantes celestiales, que tampoco quiero desilusionarles, prometer sorpresas, sorprender con promesas, deleitar mitologías. El cielo es un lugar no apto para adultos. Pero esto ya lo he dicho más veces.

Es tan curioso cómo debe hacerse público aquello que es privado para llegar a saber que realmente existe. Es tan hipócrita, místico, renacentista, el hecho de que seamos una colección siempre inacabada de imágenes escritas, de composiciones poéticas, de música para los ojos, de código indescifrable, compilación desfragmentada.

No creo que quede mucho más que decir. La decisión, como dije, está tomada. Tanto como ella me toma a mí, posiblemente a diario, probablemente cada noche, imposible y seguramente cada intento fallido de mañana. Es hora de hacer que todo sea un todo. Pero espero no despertar antes de tiempo, sino que me despierten muchísimo después.

Vamos a hacer la prueba. Simplemente vamos a hacerla. Quedaremos suspendidos en el cielo de los cielos, esperando que algún testigo de avistamiento incauto nos quiera recoger, esté dispuesto incluso quién sabe a privarse de su otro yo privado por ese trocito de público que dejaremos ahí colgado, subido, descargable.

El cielo entre manos.
El cielo entre las manos.
El cielo en nuestras manos.
El olvido y la memoria más allá de las nubes…

Cuatro años. Cambios de legislaturas, mundiales deportivos, febreros una luna más largos. Perfectos momentos para dejar atrás una cosa y dar paso a otra. El enigma de cuál es cuál, de qué queda atrás y qué queda delante es el misterio más antiguo del Universo. Cuarto aniversario. Cuánto universario. Cuándo llegará el emisario…

Sea como sea seguís vivos. Autodestruyéndoos, pero vivos. En cuatro años de observación me estáis ahorrando trabajo, tarea y toma de decisiones. Antes de irme, iros, irnos, en ese futuro próximo por pasar, os dejaré un presente que espero os guste. O no, me da igual.

Los años pasan deprisa y el regalado advenimiento llegará antes del próximo.

Estad muy atentos.


“Procurad que delante de vuestros anhelos y de vuestras esperanzas se dilate siempre el infinito. No queráis nunca llegar a los límites, porque desde los límites sólo se puede regresar.”
Jiménez, Juan Ramón

“Una sensación que todos los artistas y escritores conocen… la sensación de que tienes algo muy bueno justo enfrente de ti.”
Moore, Alan

La Pequeña Febe | 13 de septiembre de 2011

Comentarios

  1. Daniel
    2011-09-15 08:44

    cuando vea las estrellas sabré que desde alguna nos sonries con una láser que atravesará el mundo, y se que algun tipo de ojos bilogicamente imposiblesleerán sobre el color que tenia el fuego que nos devoraba

  2. La Pequeña Febe
    2011-09-15 22:45

    Qué puedo decir además de que tienes razón en una cosa, mi querido pequeño terricolita…

    Habrá fuego cayendo del cielo…

  3. Paco
    2011-09-16 20:39

    Uffffff! Febe se nos ha mostrado en toda su poética integridad!

    A ver si aterrizas un día en Vallecas y me cuentas…

  4. Carmela
    2011-09-18 01:03

    “No me he descuidado yo. He descuidado quién soy. De dónde vengo. Dónde voy. Las naves surcan los cielos a diario, algunas noches también, recordándome con su zumbido post-atmosférico que estoy dejándome llevar y traer por mareas de tiempo derrumbado, por torres hermanas desestructuradas, por la certeza de no ser nadie. Al menos nadie que quiera ser, se entiende.”

    Cuanta verdad encierran estas palabras para mi. Es la segunda vez que me he leído.
    Saludos

  5. La Pequeña Febe
    2011-09-18 13:06

    Parece que mis estelares huellas están quedando más impresas que nunca en vuestros carbónicos cuerpos, pero más aún en vuestras etéreas almas.

    Esperad a que llegue el advenimiento…


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