Érase una niña marciana que gustaba de salir con su nave espacial a matar terrícolas con sus amigos. Volaban en formación, atacaban por turnos, controlaban los mandos. Si uno moría, no importaba: tenía otra vida. Arrasaban ciudades, masacraban naciones, devastaban el mundo. Era un juego divertido… La niña se llamaba Febe. También le gustaba escribir. Lo hace cada día 13 en este sitio.
Queridos terrícolas. Hoy cumplo seis años. No marcianos, sino de los vuestros. Tampoco de edad, sino con vosotros. Escribiéndoos, en resumen. Y lo admito, estoy algo cansada.
Cansada de ser niña, cansada de ser marciana, cansada de prometeros que os invadiré algún día desde el espacio y os masacraré tal y como mi cultura dicta que debe hacer una niña como yo. Casi podría decir que estoy aburrida, hastiada, decepcionada.
Conmigo misma por no cumplir las declaraciones de guerra, con vosotros por no mostrar el miedo que me merezco, con el universo entero por ser tan presuntuosamente grande cuando realmente tan solo importa el frasco más pequeño y esencial.
Tranquilos que al menos por el momento no os voy a abandonar, pero aunque me encanta crear expectación y hacerme la interesante, sí es cierto también que empiezo a experimentar cambios en mi gelatinoso cerebro y me temo que pronto llegará la hora de transformarme en el siguiente estadio de mi morfopsicosis natural.
Cuando llegue esa hora, si no os he destruido significa que ya no podré hacerlo, ya que alcanzaré la mayoría de edad y según las leyes marcianas solo a los niños se les permite asolar otros planetas. Esa es la costumbre al menos.
Entonces me despediré de vosotros y os dejaré algún tipo de recuerdo imperecedero que os haga rememorar por siempre quién se apiadó de vosotros e indultó vuestras penosas existencias de una horrible y agónica extinción en pro de algún ideal caprichoso indefinible.
Mientras tanto, seguiré vomitando estas líneas que relajan mis fibrilervios por los que fluyen los sentimientos y pasiones. En este caso toca una muerte. Es necesaria. Sé que cada año me salgo un poco del guión y dejo un tanto apartado el Arte Octal para adoptar otro tono más de bloc de espiral con hojas blancas y bolígrafo de tapa mordida, de esos que sin embargo escriben sin la conciencia remordida.
Este no iba a ser menos, así que voy a ello. Quisiera antes dar un consejo a aquellos de vosotros que tengáis la sensibilidad desgastada de tanto ponerla a prueba: seguid leyendo. Si las peores desgracias, el terror, la visión pesimista de la vida y las ocurrencias más desagradables pueblan vuestras vidas o vuestros corazones, por favor, continuad.
El siguiente texto no pretende animaros ni daros esperanza. Tampoco pretende ofreceros manos, guías, caminos o señal alguna. Ni mucho menos quiere endulzaros positivamente el alma. El texto es simplemente eso, texto. No quiere nada. Es impersonal. Neutro. Nulo.
Quizá la autora en cambio sí que desee algo con ello, pero nunca sabréis lo que es.
Está muerta.
La hija mató al padre. O puede ser que el padre matase a la hija. No se sabe. Aún lo están investigando. El padre también está muerto. Ella se hizo más pequeña y él más grande. Se distanciaron en cualquier caso. Ahora los dos yacen en el suelo de la discordia rodeados de curiosos, mirones y algún que otro camarógrafo de rotativa tecnoimprovisada.
El cielo amenaza por soltar una buena reprimenda a todos los coetáneos impresentables de la sala por no haber sabido apreciar de qué color era. Pronto llegarán las autoridades incompetentes a cubrir el suceso como si de verdad hubiera sucedido algo. Es lo de siempre. Paradójicamente, ese es el problema: que no lo es pero como si sí.
Las tapaderas son buenos instrumentos para tapar cosas. De ahí su nombre. Pero vuelve a darse el caso de que ciertamente no está bien puesto. En realidad son ocultaderas, ya que no resguardan a lo protegido del mundo sino que lo esconden.
Pasa con todo. También en las percepciones de la ilusión, donde el planteamiento de un guión marcado y finamente estudiado no es más que una improvisación desestructurada con unas copas de más, unas locuras de menos o una negación del autorreconocimiento.
Maldita sea. Nos hemos vuelto a pasar de vueltas. Hemos tomado un camino que quizá era el mismo de siempre, quizá era otro, quizá nunca hubo camino. Ya casi parece que no hay esfuerzo porque a cada sobreesfuerzo se vuelve a subir el listón tan alto que ni los planetas mismos llegan a saltarlo.
Es frustante… Como la muerte… Pero aún más lo es la vida.
Se habla de transiciones como si fueran revelaciones y nunca existió tal cosa. No hay cambios ni progresos ni epifánicas serendipias. El continuo devenir se desarrolla del mismo modo que una gramola oxidada de perenne cantinela pegadiza. El compás de cada giro dramático sirve para mantener la poca pero suficiente intropía que llevamos fuera.
Esta es la sola razón. No la sapiente clarividencia de la divinidad suprema sino el simple motivo, la búsqueda de la sencillez, la eliminación de lo superfluo. Por eso está muerta. Por eso la mató o ella mató al padre o como sea qué más da, al padre que tanto tiempo la llevó en su vientre, con cariño la engendró, la cuidó e hizo crecer, la mimó. Mucho.
Así es como surgen los principios básicos de los desenlaces más inconcluyentes. Tomando un hilo que se salía de su tejida matriz de premoniciones y tirando de él hasta que se despoje de toda conexión con el resto. Dicho en palabras más asequibles, reciclaje mutuo.
Hay que darle una oportunidad. Incluso dos o tres. Pero no se puede dar infinitas opciones de reencuentro. Las niñas son niñas porque no crecen. Los padres son padres porque crecieron. La muerte de ambos está justificada. Es más, está ajusticiada, aunque no sea lo mismo dependiendo de la doctrina y los prejuicios que tenga el juez.
Es un bonito espectáculo de lamentaciones y oraciones predicadas cuyos núcleos son siempre verbos en condicional, como la socialmente supeditada libertad de ser uno mismo.
Bajo este tamiz y sobre este escenario, el padre reconoce que tuvo que hacerlo. Dejarse matar por la hija, estamos hablando. Ella asume también su culpa y móvil de los hechos. Dejarse concebir por el padre, estamos diciendo. El parto es doloroso para ambos, mucho más que el parricidio bidireccional, pues siempre hay algo de vástago en el progenitor.
Sabemos pese a todo que la cosa no termina aquí. No mientras quede un hálito de ignorancia, de curiosidad, de constante enfrentamiento con el muro de las indirecciones. Se supone que los ciegos saben mucho de estos temas por aquello de que ven más acá.
Falacias. Todos requieren lo mismo. Reaman lo mismo. Reodian lo mismo. Como el ciclo cósmico, las fases de las lunas o los pasos de cualquier péndulo con motus perpetuus. Lo demostraré con un ejemplo para necios.
Cuando decimos “engendrar” a alguien resulta que es algo maravillosamente hermoso. Equivale a procrear, otorgar la vida, hacer que una parte de nosotros nazca en forma de una nueva criatura. Es lo más sagrado, mágico o divino de todo.
Sin embargo, si decimos que alguien es un “engendro”, estamos hablando de un ser totalmente deleznable y execrable que nunca debió haber nacido. Hay quien lo bautizaría con otros nombres como monstruo, abominación… o criatura.
Ahí está. Esa es la prueba definitiva e irrefutable para que el verdugo la ignore y baje la palanca que llevará mi mente donde verdaderamente quiere estar. El crimen cometido es precioso. El germen extrainterino está gestándose. La semilla crece. Así debe ocurrir, tal como se me ocurrió al desearlo.
Todos se dispersan, convencidos de que la demencia me ha dominado, desplazando a la clemencia hacia una incorregible e incurable patología psiquiátrica aún por denominar. Ojalá estuviesen en lo cierto. Ojalá supiesen lo que dicen y me sacasen ya de una vez por fin de sus estúpidas miradas condescendientes para dejarme ascender a mi refugio íntimo.
La cosa está clara. El oscuro caso queda resuelto. Ella está muerta. Él está muerto.
Ella es la obra. Él, el artista. Y han vuelto a nacer, solo que en mundos distintos.
Muy cansada. Demasiado. Tanto que voy a descansar. Casi me quedo totalmente exhausta tras esta posesión que acabo de sufrir. Sé que no comprendéis nada de lo que digo pero poco me importa.
A los que sí lo entendieron, solo puedo decirles una cosa: seguid suicidándoos. Hay que renacer constantemente, cada año si hace falta, o acabaréis del todo muertos por dentro.
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“Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar enseguida el reloj.”
Benedetti, Mario
“La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes.”
Lennon, John