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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

No hay justicia si hay olvido

Memento illam vixisse (recuerda que ella ha vivido). Roland Barthes, Diario de duelo.



Les escribo en día y hora inhabituales para mí, porque el viernes tres de mayo a las 19:00 estaré en la Plaça de la Verge de València asistiendo a la concentración que organiza, una vez al mes, la Asociación de víctimas del Metro del 3 de Julio. Y no estaré allí por razones políticas o ideológicas, sino por vergüenza. Porque me da vergüenza no haber estado en todas y cada una de las 78 concentraciones anteriores. Porque yo aún recuerdo esos trenes, aún recuerdo ese bache en la curva de entrada a la estación de Jesús. Aún siento como el contenido de mi estómago sube y baja cuando lo recuerdo. Y aún, ahora, cuando voy en el metro y llegamos a ese punto en que había ese bache, mi cuerpo lo recuerda y lo resiente. Y vergüenza porque convivo a diario, como docente y como habitante de Torrent, con las otras víctimas del accidente, sus familias.


Los hechos son ahora suficientemente conocidos, tras el programa que Salvados le dedicó el domingo pasado, y tras la perseverante tarea de la asociación, de las víctimas y de la productora Barret, que realizó la serie documental 0 responsables. La repercusión del programa en la opinión pública y las redes sociales, también. No me extenderé en ello, o más bien no me extenderé en nada que no sea explicarles por qué mi vergüenza emana de que yo sea uno de los responsables del accidente.


Yo y todos, como ciudadanos del País Valencià y como españoles. Y esa responsabilidad no es fruto de nuestras acciones, ni siquiera de nuestras inacciones. Es fruto del pecado original que conlleva la vida en sociedad. Mejor y con más autoridad que yo mismo lo expresaba Michael Sandel en una entrevista para La Vanguardia en 2010:


“¿Si he votado a Montilla o Zapatero, soy responsable de su buena o mala gestión? 

 Si se toma en serio la democracia, sí. 

¡Pero yo sólo decido mi voto: no sus actos como gobernantes! 

Quien vota a un gobernante es moralmente responsable de cuanto haga o deje de hacer ese gobernante. Porque es esa responsabilidad la que legitima tu derecho a votar y a exigir al votado que cumpla sus promesas. 

 ¿Por tanto quien votó a Bush –y a Aznar– es responsable de la guerra de Iraq? 

Por supuesto. Si los votantes no fueran corresponsables de los actos de quienes eligen, y, por tanto, de esa declaración de guerra, la democracia sería una farsa tan absurda como elegir a los gobernantes por sorteo. 

Pues Hitler ganó unas elecciones. 

Y eso convierte a quienes le votaron en corresponsables morales de los crímenes que cometió, pero yo aún iría un paso más allá… ¿Más aún…? 

Yo no voté a George Bush júnior… 

Yo tampoco. 

… Pero como ciudadano americano soy –menos que quienes le votaron, pero también– corresponsable de esa declaración de guerra a Iraq. Igual lo es usted, votara o no a Aznar. Si Estados Unidos es una democracia, como estadounidense soy responsable en parte también de los actos de mi presidente, aunque no le haya votado. 

¿Y a qué le obliga esa responsabilidad? 

A esclarecer, recordar, pedir perdón e indemnizar a las víctimas de mi país. Si no asumo esa responsabilidad sobre el pasado de mi nación, no puedo sentirme ciudadano legítimo en el presente. No la merezco.”


Esclarecer, recordar, pedir perdón. Cosas a las que este país no sólo no está acostumbrado, sino que ha construido su modernidad y su democracia sobre su negación. La amnistía del 77 consistió en liberar a la nueva sociedad democrática de toda responsabilidad al hurtarnos la posibilidad de esclarecer los crímenes del franquismo, y lo que le sucedió a Garzón (independientemente de la opinión que cada uno tengamos sobre el juez) una demostración de fuerza: todo estaba atado, y bien atado. Nos convertimos, pues, en irresponsables, porque la responsabilidad moral no es solo individual, sino que tiene una proyección histórica y colectiva que debe transmitirse de generación en generación, y que permitirá que los ciudadanos compartan una vida común, esencial para el mantenimiento de la democracia.


Empezamos, pues, nuestra andadura democrática con un déficit fundamental en responsabilidad social. Esa irresponsabilidad está en el origen de la burbuja económica y de la crisis subsiguiente, y de la catadura moral de nuestra sociedad y nuestros políticos durante ese período, y hasta ahora. No es que con la crisis y el empobrecimiento general nos hiciéramos insolidarios, egoístas y canallas. Es que la ruptura de la vida común se produjo ya cuando éramos ricos. La riqueza nos hizo miserables, mezquinos, avaros de lo común: preferimos que nos bajaran los impuestos, o que nos acariciaran el ego con el oropel de los grandes eventos antes que mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Antes menos impuestos, para que yo tenga mi casa en propiedad y mi coche, que mejorar la seguridad y el servicio del transporte público. Total, en Metro solo van los jóvenes, los pobres, los inmigrantes, las mujeres y los viejos, e incluso ellos, con el progreso ilimitado que nos espera, algún día podrán evitar esa vergüenza y comprarse un coche. Y a los viejos les ponemos un taxi. ¿Será por dinero?


Privilegiar el transporte privado por carretera contra el transporte público, común y sostenible, era un síntoma de que algo no funcionaba en nuestras cabezas. A medio plazo, las ventajas eran evidentes: menor dependencia del petróleo (y a menor demanda, precios más baratos) y mayor cohesión territorial tanto a escala local, metropolitana y autonómica, como a nivel nacional e internacional. Y no aprovechar los buenos años para exigir un poco más de nuestros bien cubiertos bolsillos que nos permitiese implementar un verdadero sistema de transporte público, y no el peligroso desbarajuste que tenemos en la actualidad, rozó lo criminal. ¿Es necesario ir a 300km/h a cuatro sitios, si con el dinero que cuesta ir a 220 podríamos llegar a 50 en prácticamente el mismo tiempo, e implementar la red para rentabilizar también el transporte de mercancías? Pero, ay!, privatizamos la RENFE. Cachis.


¿Y que decir del transporte en el área metropolitana de València? Ese lugar donde vive más gente que en la propia ciudad, que lleva décadas abandonado a su suerte porque a ningún partido, y especialmente al que ha gobernado la ciudad desde hace más de 20 años, le interesaba articular esa relación. El resultado es una ciudad aislada con un conurbano dependiente. La quinta ciudad del País Valencià, Torrent, ni siquiera tiene hospital propio.


Y el sistema de transporte metropolitano es absurdo y disfuncional. A principios del siglo XX todavía había aduanas para ingresar mercancías a la ciudad. A principios del siglo XXI existen, metafóricamente hablando para que los habitantes del conurbano ingresen a la ciudad: los precios y los horarios de Metrovalencia son una forma de control social, no un servicio público. I la ausencia de una política de transporte público del área metropolitana de la ciudad es uno de los grandes fracasos de la política valenciana. Si eso existe. Nos quejamos frecuentemente del sistema radial de transporte en España, pero el sistema de trasporte metropolitano en València está hecho a su imagen y semejanza. Si viajo en AVE desde València a Madrid recorreré 365 km en una hora y treinta y ocho minutos. Si voy en Metro desde Massamagrell, mi pueblo de origen, hasta Torrent, mi pueblo de residencia, recorreré 20 km en una hora y cuarto. Pero, ya se sabe, sólo van en metro los excluidos por el sistema y los autoexcluidos como yo, que preferimos hacer otras cosas con el dinero que cuesta un coche y su mantenimiento. Ir en Metro es antivalenciano y antiespañol, propio de gente cuyo objetivo es destruir la sociedad con su pobreza y con su locura.


Y porque nos creíamos irresponsables nos convertimos en miserables. Fuimos miserables en la riqueza, cuando preferimos (todos: quienes les votaron porque les votaron, y quienes no lo hicimos porque no hicimos lo suficiente para evitarlo, no gritamos suficientemente alto, no les controlamos con suficiente afán) nuestras Terra Mítica, nuestra Ciudad de las Artes y las Ciencias, nuestro Palau de les Arts Reina Sofía, nuestras Copas del América y nuestro circuito y carreras de Fórmula 1 antes que dotar a la ciudadanía de un sistema de transporte metropolitano rápido, eficaz y seguro. Porque pudimos evitarlo, si hubiéramos decidido dar prioridad a lo común.


Esos 43 muertos son muertos que cargan sobre la conciencia de nuestra democracia. Al menos, de la mía. Si también es su caso, y no pueden asistir hoy 3 de Mayo a la Plaça de la Verge de València a las siete de la tarde, pueden acompañar a las familias en esta plaza on-line.

Josep Izquierdo | 03 de mayo de 2013

Comentarios

  1. Rosanna
    2013-05-04 23:34

    Artículo apasionado, que verbaliza importantes verdades de la gestión política valenciana y la estatal, y localiza su origen en aquel empastre maquillado de triunfo social que fue la Transición. Felicidades, Pep.

    Tengo que discrepar, sin embargo, de la idea de que seamos culpables todos de aquella monstruosidad de accidente. Mira, quizá sí lo somos: pero unos más que otros. Una cosa así como un millón de veces más culpables unos que otros. Eso es lo que prefiero destacar yo, porque es lo que ellos intentarán evitar más: la particular y concreta culpa de quienes tenían en sus manos la posibilidad de mejorar aquel recorrido y no lo hicieron. La culpa de los que, una vez ocurrido, decidieron dedicar sus esfuerzos a tapar la verdad, y tuvieron la desfachatez de celebrar con marisco su presunto éxito —en lugar de morirse de vergüenza, o de hacernos el favor de tirarse al río por no poder vivir con aquel terrible peso en la conciencia.

    Lo siento, yo no soy ellos. Yo no los voté; yo informé de su trayectoria y precedentes tanto como pude, para evitar que otros los votaran. ¿Y ahora tengo que cargar con la culpa, como ellos y como los inconscientes que los votaron? Ah no.

    Precisamente de eso se trataba, en la Transición. ‘Todos lo hemos hecho mal. Vamos a olvidar el pasado. Es culpa de todos, etc.’ Bonita idea, si hubiera sido sincera. ¿Qué se ha conseguido a la larga? Que la prepotencia franquista siga viva y abusando, y que quienes no compartimos el ideario de la dictadura tengamos que hablar en voz baja para no molestar al monstruo; compelidos incluso a evitar ciertas palabras y expresiones (pienso ahora, entre muchas cosas, en la censura y persecución al término País Valencià).

    Precisamente lo que me admira de mi País Valenciano (jodamos un poco más) es la tenacidad; la persistencia de muchos (no todos, es verdad; quizá aún no la mayoría), de muchos pero que muchos valencianos que, aguantando la hostilidad del neofranquismo gobernante, continúan amando su país, su cultura y su lengua, y dedican tiempo y esfuerzos a dignificar y mejorar su sociedad. Particulares, asociaciones, ONGs… Ese País Valenciano de gente que trabaja en silencio de manera desinteresada, tiene más mérito porque no existe en los medios, que prefieren resaltar a nuestros monstruos. Y a los monstruos les conviene que pensemos que nuestra sociedad no tiene remedio. Que nos desmoralicemos. No nos quieren convencidos de su ideario: nos quieren desmoralizados.

    Pues yo no les voy a dar ese gusto. Pienso seguir creyendo en la gente de mi país. Soy optimista, y me niego a creer en estadísticas antiguas. Pienso seguir considerando que los auténticos representantes de mi sociedad son personas como quienes se han venido manifestando cada mes durante siete años contra viento y marea, sin desmoralizarse, siempre constantes, siempre con auténtica fe. ¿No es eso digno de total admiración? Son ellos quienes representan a los valencianos, y no los Camps, las Ritas ni los Cotinos. De hecho todo ha cambiado ya, aquí. Rajoy lo sabe. Sus actos de estado indican que nos da por perdidos; que sabe que aquí el PP no repetirá de ninguna manera en el gobierno autonómico.

    Y ahora es momento de celebrar que los culpables del segundo más grave accidente de metro en Europa no se salieron con la suya en su pacto de silencio. Es momento de celebrarlo, antes de volver a arremangarse y seguir trabajando por visibilizar su caso y otros muchos.

    Comprendo tu punto de vista, Pep: todo Torrent debe estar padeciendo survival guilt, aquella sensación de culpa de los supervivientes de los campos de concentración. Pero el problema con el mea culpa general es que, si todos son culpables, no es culpable nadie. Así la culpa se diluye: cero responsables, pues. Y no queremos cero responsables, ¿verdad? Queremos que se juzgue a los responsables, y que éstos paguen las consecuencias de sus actos; que se haga un escarmiento, y que los gestores políticos sepan que habrán de ser responsables de sus actos.

    Y esa es la lección de vida más elemental: aprender que los actos tienen consecuencias.

  2. Josep Izquierdo
    2013-05-05 15:59

    Hola Rosanna,

    Estoy completamente de acuerdo con tu comentario, tan apasionado como mi artículo. ¿Contradictorio? No, y verás: yo no hablaba de culpables. Sobre los culpables, insisto, estoy de acuerdo contigo. Sobre los responsables ya es otra cosa. En mi opinión, si hablamos de responsables debemos asumir la cuota parte que nos toca como miembros de la sociedad valenciana. Es la sociedad valenciana en su conjunto (independientemente de la responsabilidad individual: mucha, poca o ninguna) la que debe justicia y memoria a las víctimas y sus familias, y en el artículo intentaba explicar por qué: el conjunto de decisiones individuales que tomamos dirigen el devenir de la sociedad (si compramos o alquilamos, si utilizamos el transporte público o privado, si nos apuntamos a una ONG o a una falla, si somos ciudadanos responsables o nos dedicamos a vivir la vida loca…). Si nos quedamos en que fue culpa de los políticos del PP y los técnicos, un acontecimiento histórico de este calibre no entrará en nuestra conciencia colectiva, y será más fácil que se repita. Y la necesidad de la justicia y la memoria radica en que seamos capaces de actuar de forma que no se repita. Tienes razón en que la cultura del olvido, de tantos olvidos, promovida por la transición, nos dejó inermes en manos del monstruo. Pero contra ello mi postura es que todos, unos más otros menos, unos consciente y otros inconscientemente, tenemos una responsabilidad en nuestra vida cotidiana, en como vivimos y en como morimos, y por ello mi precaución es casi metodológica: que la autocrítica empiece por uno mismo, para que los demás no tengan ninguna excusa.

  3. Bigote Prusiano
    2013-05-11 14:02

    Señor Izquierdo. Indica en su artículo que si uno se toma en serio la democracia es co-responsable de las decisiones de sus gobernantes, incluso de decisiones como una guerra. La salida a eso, según usted, es convertirse en un ciudadano legítimo que colabore en el esclarecimiento de determinados asuntos o en la consecución de justicia proporcionada (en cualquiera de sus formas) a las víctimas de algún atropello.

    Pero, he aquí la falacia, mientras la co-responsabilidad es total y absoluta mediante una acción concreta (el voto) y sin que quepa análisis del sistema de elecciones cuasi bipartidista, la responsabilidad como ciudadano no es total, se basa en hechos concretos.

    Considera que usted, mediante el voto, es co-responsable de esas decisiones. Y a su vez, como ciudadano, ha de combatir los abusos. Pero para combatir los abusos, como es lógico, ha de seleccionar. De otra forma sería un Quijote combatiendo molinos todo el día, su vida sería ir de concentración en concentración, por las Españas, acariciando coronillas de niños y lomos de perros abandonados, atendiendo a damiselas indefensas y reclamando todo tipo de acciones y solidaridad con los más variopintas víctimas, ya sean negros, moros o pequeños pajarillos atrapados en trampas ilegales puestas por cazadores furtivos.

    Dicho de otro modo, al concepto de ciudadanía legítima le aplica la posibilidad de analizar y concretar, de ir a la realidad cotidiana. Y así usted puede escoger causas por afinidad. Al concepto de co-responsabilidad le aplica, sin embargo, un carácter cuasi religioso, de trazo grueso, donde el voto mancha al votante como el pecado original a nuestros primeros padres.

    De ahí que su propia actitud desmonte la falacia que usted mismo ha creado. No podría salir de casa si se atiene a sus propias palabras iniciales, pues tendría que analizar su dieta, para ver si algún alimento no procede de la explotación de mujeres en algún sitio. O también su vestimenta, quizá confeccionada en sucios talleres de quién sabe qué país oriental donde sudorosas personas de ojos rasgados trabajan 16 horas al día.

    Sin embargo sí sale de casa y combate contra algunas situaciones injustas, las que puede según su horario y responsabilidades. Combate según una medida humana. Para el asunto de la co-responsabilidad, no obstante, se salta esa medida humana, manchando además –como dijimos con ese pecado original– a los que seguramente por afinidad ideológica considera los “otros”.

    Pero ya digo, usted mismo se encarga de desmontar su propia falacia.

  4. Bigote Prusiano
    2013-05-11 14:06

    El último tachón no sé de dónde ha salido, eran guiones. Y sobra una “a” en el cuarto párrafo empezando por la cola.

  5. Josep Izquierdo
    2013-05-11 14:28

    Gracias por el aporte. Un lector muy atento, así da gusto.

    “la co-responsabilidad es total y absoluta mediante una acción concreta (el voto)”. Bueno, si sonó tan contundente, es que no lo maticé lo suficiente. La co-responsabilidad no es total y absoluta, hay bastantes más zonas intermedias que los cincuenta matices de gris, como Sandel explica en la cita. Y desde luego, el voto no significa (ni en el sistema electoral vigente en España, ni en uno en el que usted y yo nos sintiéramos más cómodos) aceptación acrítica. El pecado original, en cualquier caso, es la propia vida en sociedad, que lleva implícita algún grado de solidaridad.


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