La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Ahora viene cuando me ducho, me afeito, me pongo guapo y poso ante el espejo con mis mejores galas. Dejo de ser el oso chandalero y barbudo que normalmente les escribe para presentarme convenientemente photoshopeado, eligiendo de entre mis artículos aquel que, en esta relectura de mí mismo que hago para ustedes, considero, a día de hoy, el mejor. No tienen por qué estar de acuerdo, por supuesto: entre la multitud de temas tratados cada uno de ustedes, lectores amables, recordará alguno que les interesase lo suficiente como para seguir leyendo hasta el final, o para repetir con otro artículo. A no ser que los editores de Libro de Notas hayan mantenido mi columna todos estos años por pura caridad, cosa que tampoco descarto.
Las razones por las que elijo “¿Magris incomprensible?” son, en realidad, una reflexión sobre la experiencia de releerse. Esa experiencia es fundamental para el escritor, pero también es la más idiosincrática y la menos transferible. Importa el tiempo transcurrido (quién eras cuando lo escribiste) y el presente de la relectura, en qué has cambiado y en qué sigues siendo el mismo que escribió aquello. Yo he sido muchos desde que comencé con La guillotina-piano, y a algunos de mis yoes no quisiera encontrármelos al girar una esquina, hoy en día. A otros los saludaría con un gesto de la mano desde la otra acera mientras prosigo mi camino. Alguno hay con quien compartiría un vino o un paseo, o incluso alguna noche loca, pero decididamente los mejores son los que no reconozco. ¿Yo fui ese? ¿Y por qué no seguí siendo él hasta hoy? ¿Por qué detuve ese paseo o abandoné esa cena, por qué interrumpí esa conversación, o abandoné esa cama antes del alba? Y, sobre todo, ¿por qué no lo recordé hasta que lo he vuelto a leer, e, incluso ahora, me parece escrito por otra mano diferente a la mía que, sin embargo, escribe lo que me gustaría haber escrito? Sí, un tanto onanista, pero menos vergonzoso que cierto.
Pero la distancia, mi ser-otro en este momento, me ayudan a reconocer en el artículo las obsesiones que me alimentan aún hoy. Los mecanismos para dotar de valor universal, a través de los modelos clásicos, a lo particular (cuento, como saben, entre las mejores horas de mi vida las pasadas en la biblioteca del Warburg Institute dedicado a ese aprendizaje). La capacidad de la literatura medieval para digerirlos y recrear a partir de ellos otros nuevos a través de escritores extraordinarios como Petrarca, recreación que a su vez se reinventa constantemente a cada paso en la dialéctica entre la tradición y la modernidad. Orfeo como cifra y clave de la literatura y la música hasta nuestros días (¿Ya hay un estudio sobre la historia de la ópera a través de las recreaciones del mito de Orfeo?). El París de la segunda mitad del siglo XIX a través de Offenbach y sus parodias de la mitología clásica (Orphée aux Enfers sigue haciéndome reír como ya lo consiguen bien pocos) Joyce y el Ulises, y Trieste y Joyce y Magris, y el ensayo como la nueva poesía, y la reescritura literaria como mecanismo de revisión constante de lo que aún somos y de lo que puede que seamos algún día.
O no. En cualquier caso mis obsesiones son abundantes y no se agotan en las que acabo de enunciar. Sólo son las que, al releer este artículo, me hicieron pensar ¿quién era éste que escribió la reseña que me hubiese gustado leer sobre el Lei dunque capirà de Magris?
Gracias a Dios que existen los reseñistas. Los buenos y los malos. Los reseñistas hacen reseñitas, término que no es tan despectivo como al lector le parece en un primer momento. Aunque, naturalmente, uno ya tiene sus querencias, indiferencias y manías, no es menos cierto que quien más influye en la elección de una lectura es ese Cobarde que huye irreparablemente. Es por eso que las reseñitas son muy útiles para desbrozar la selva tropical en que se ha convertido el mercado del libro, en donde vida y muerte, memoria y olvido, duran menos que el ciclo vital de una rana (eso sí, venenosa) en una charca del Amazonas.
Reconozco de entrada que entre mis filias está Magris, pero que el Cobarde no me ha permitido hasta el momento leer la parte aparentemente menor de su obra, la teatral o parateatral. Enterado de la publicación en castellano de Lei dunque capirà (Así que usted comprenderá), y vivamente interesado en lo que Magris pudiera especular sobre Orfeo, uno de los mitos mayores, si no el fundacional, de la cultura occidental, me llegaron antes a la mano y los ojos los periódicos de un sábado de septiembre que a los pies la oportunidad de pasar por la librería.
Así que leí las reseñitas. La de Cecilia Dreymüller en El País fue la segunda sobre el librito de Magris. Y con mucho la más impactante, la que me ha llevado a leerlo sin tardanza e incluso a releerlo en italiano por si se me había escapado algo (que sí, mucho, ya pasa con las traducciones, lei capirà). No trincharé en exceso a la reseñista, baste que su articulito es un ejemplo preclaro de que las ambiciones formalizadoras que anegan los estudios literarios en nuestras universidades ocultan, en malas manos, una grave carencia de lecturas y de referentes culturales. Puras termomix, que pican y trituran, pero de ahí a llamarlo cocina… Y desde luego el texto de Magris no es una hamburguesa. Pide paciencia y un gusto delicado.
“¿Gusto delicado? ¡Pero si la reseñista dice que el lenguaje de la protagonista es pobre y burdo, que habla de tíos con cachiporra y lagartas!”, me dirán. Lo hace, sí. Y con ello el lector conecta con la Eurídice adúltera, malcriada y lenguaraz del Orphée aux Enfers de Offenbach y sus libretistas, y lo que empezaba por sonrisa se convierte en carcajada: vaya, vaya, parece que Magris se divirtió tanto como yo con esa parodia de las relaciones conyugales burguesas en el París de mediados del XIX. El equivalente de Madame Bovary en operetístico, una genialidad descacharrante en donde Orfeo es un maestrillo de música a tanto la hora, Eurídice una cortesana pizpireta incapaz de ninguna contención, y en donde la Opinión Pública se encarna para hacer de Dios sobre la tierra repartiendo favores y condenas. Algo de esta taumatúrgica figura atraviesa Lei dunque capirà y asoma en la permeabilidad del Orfeo de Magris a la adulación y los premios, en ese disfraz de la fama como enjambre de jóvenes admiradoras y amantes que revolotean alrededor del poeta. No menos significativa es la común secularización y la común remisión a un refrendo popular de quienes ostentan el poder sobre el destino de los personajes en Offenbach y Magris, ya que en este último toma la figura de Presidente de la Casa de Reposo que Eurídice decide no abandonar.
Si la “Eurídice chafardera” parece venir de Offenbach, la “bochornosa figura del ególatra poeta” es una irónica mirada a la tradición lírica occidental desde Petrarca a Umberto Saba, del que se citan los únicos versos reconocibles del texto, “rumorosa la vita, adulta ostile minacciava la nostra giovinezza” (ruidosa la vida, adulta hostil amenazaba nuestra juventud) elaborado sobre el baudeleriano “la vie, impudique et criarde” (la vida, impúdica y chillona), de La fin de la journée. Asoma Leopardi, “pietà pietà dell’infelice amante” (piedad, piedad del infeliz amante), pero la presencia mayor, por su carácter fundacional de la tradición lírica occidental, es la de Petrarca. Su eco resuena cada vez que el Orfeo de Magris canta la ausencia de su amada, tanto en las actitudes, el léxico como en el escandido de una prosa que remite constantemente al gusto de Petrarca por las secuencias paratácticas encerradas en períodos de once sílabas que Magris deshace constantemente poniendo y quitando una de más o de menos. Uno lee el texto, dice el texto en voz alta, esperando darse de bruces con un “Più volte incominciai di scriver versi; / ma la penna e la mano e l’intelletto / rimaser vinti nel primier assalto” (muchas veces comencé a escribir versos; pero la pluma y la mano y el intelecto fueron vencidos en el primer asalto, Canzoniere, XX), cuando lo que encuentra es la versión “pobre y burda” de Eurídice describiendo la actitud de su marido: él “Scriveva il mio nome e poi qualcosa d’altro e di nuovo il mio nome e ancora qualcosa, ma dopo strappava il foglio e lo buttava via, perché capiva che non gli veniva niente da dire” (Escribía mi nombre y después alguna otra cosa y de nuevo mi nombre y aún algo más, pero después rompía el folio y lo tiraba, porque entendía que no se le ocurría nada que decir). Este es uno de los juegos de Magris: mostrar la tradición lírica con los ojos no del sujeto que escribe, sino del objeto del amor, la mujer seducida pero divertida por el histrionismo de su amante.
Pero Orfeo no sólo mitifica la fidelidad conyugal, o el amor constante más allá de la muerte —¡cómo lo recuerda ese “nadar sabe mi llama el agua fría, / y perder el respeto a ley severa”!—, Orfeo cifra y conforma la cultura occidental al dar cuerpo narrativo y tipológico a una de sus constantes: la inaccesibilidad del objeto de nuestro deseo, la irremediable distancia entre el deseo y su realización. En ese espacio, en esa distancia, en esa inaccesibilidad se desarrolla prácticamente toda nuestra literatura, e incluso nuestra política. Es esa búsqueda de la que siempre volvemos con las manos vacías y con la cabeza llena: es el viaje como fuente de sabiduría, cuyo término y destino poco importa, pues “Ítaca te regaló un bello viaje / … / nada más puede ya darte”, en versos de Kavafis. Es el espacio lírico que respetamos desde la poesía trovadoresca, en donde alcanzar el objeto de nuestra devoción, o de nuestro amor, supone que la poesía ya no es necesaria, supone la desaparición de la voz y de la misma poesía, un espacio cuyos límites transitamos sin descanso y en ocasiones forzamos hasta el límite, haciendo equilibrios por la estrecha senda que conduce al infierno, aún sabiendo que inevitablemente perderemos pié y miraremos atrás aunque sólo sea para asegurar el paso y seguir adelante, aún sabiendo que con ello perderemos lo que buscamos y que tan cerca hemos estado de conseguir.
La misma democracia trabaja en ese espacio de tensión, de búsqueda: hacia la sociedad perfecta, hacia la felicidad individual, aún sabiendo que esos objetivos son irrealizables. Bien lo sabían los redactores de la constitución de los Estados Unidos de América cuando ampararon la búsqueda de la felicidad, pero no el derecho a poseerla. La felicidad, como las sociedades perfectas, es una prisión o un infierno, y Orfeo nos recuerda cada vez que lo olvidamos que lo mejor es volver sin Eurídice.
Y todo esto lo actualiza y lo transmite el texto de Magris: la secularizació del amor en la jocosa percepción de Eurídice de los defectos de su marido, la reivindicación de su papel en la vida y la obra de “su” poeta, que remite al papel trascendental, para bien y para mal, que algunas esposas o compañeras o amantes han jugado en la vida y la obra de tantos escritores del siglo veinte. Y al final, la trascendencia de una decisión, la de no regresar, que intenta preservar la tensión, la distancia, ese espacio lírico que el conocimiento de una verdad que está por debajo de las expectativas anularía. Esa voz que callaría y que por ser la de Orfeo, es la de todos. La Eurídice de Magris se queda para salvar a su esposo, para salvarnos a nosotros, de la destrucción de la ficción que sostiene nuestro mundo.
Al final, lo que me temo es que la incomprensión de Lei dunque capirà sea real. Que lo viejo ya no se lea, que lo nuevo se construya sin echar la vista atrás, siguiendo las reglas que Dios o el Presidente dieron a Orfeo para conseguir sacar a Eurídice del infierno. Y si Eurídice sale, ¿qué será de nosotros?