Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Hace un par de meses oí a Felipe González citar a André Malraux a propósito de la Constitución Europea, o como gusta decir a los políticos, de la Construcción Europea. Por qué el subconsciente es tan traidor cuesta más de explicar que un sí o un no a la Constitución: Una Europa construida suena demasiado a una Europa del suelo, de las patrias, del cuerpo, de lo perecedero, de lo antiguo. Me sonaba mejor lo del Mercado Común, una sociedad de intercambio, de comunicación, de conocimiento, de progreso. Construir una Europa que sirva para salir de ella y andar por el mundo: ¿no es ése el objetivo? Debería serlo. “Más que derechas e izquierdas, es una cuestión de europeístas y no europeístas”, decía González, y de europeístas reformistas, y no revolucionarios.
En esa tradición europea reformista se reconocía el expresidente, y se reconocía junto a Malraux, e incluso junto a mí, y citaba al escritor y político francés a propósito de la épica de las revoluciones, enfrentada a la inexistente épica de las reformas: “un día de fuego y cincuenta años de humo”. Más que su contenido literal, con el que muchos estamos de acuerdo, me llamó la atención el hecho de que Felipe González citara al fundador de la noción contemporánea de política cultural, y por ende de Cultura, y ello documenta lo que hasta ahora sólo era una interpretación personal: la contaminación gaullista del socialismo español en materia cultural. Comprensible, por otro lado: Francia, junto con Alemania, fueron los espejos europeos del socialismo español durante el franquismo, y durante la transición miran a Europa, miran a Francia, y perciben una determinada política cultural como europea, cuando simplemente era de derechas. Es más, de la derecha en lucha contra el comunismo exterior e interior. 1959, en plena guerra fría, es la fecha de la creación del primer ministerio de Cultura francés, mejor dicho, del Ministerio de Acción Cultural, cuyo primer ideólogo y detentador fue, por supuesto, Malraux. A muchos de ustedes puede llamarles la atención que eso que llamamos Cultura tenga fecha de nacimiento. Bueno, en realidad lo que tiene fecha de nacimiento es la política cultural individualizada y desligada de otros ámbitos. O mejor todavía, la Acción Cultural como objetivo de estado.
¿Qué objetivo persigue esta acción? Según Malraux, la democratización de la cultura. Suena lindo. ¿Lo es? Observemos las etapas de desarrollo de dicha acción cultural, para valorar el objetivo: 1º, desvincular la cultura de la educación o de cualquier propósito pedagógico: “La cultura es a la educación lo que la política es a la historia”. 2º, profesionalizarla, relegando el tejido ciudadano “amateur” que vinculaba decididamente cultura y pedagogía (universidades populares, grupos de teatro “amateur”) al ostracismo del “loisir”, del ocio. 3º redistribuirla, creando para ello puntos de acceso propio descentralizados, las “Casas de la cultura” departamentales, que en el caso español devienen municipales.
En resumen: se relega la cultura a un ámbito secundario, se reduce el número de agentes culturales activos, y se convierte a los ciudadanos en consumidores pasivos de cultura. La democratización de la cultura se consigue, pues, desnudándola de cualquiera de sus virtudes y sus potencialidades, primando la contemplación frente a la reflexión. Buen trabajo.
De aquellos lodos, estos polvos. La cultura ha desaparecido de la educación, las asociaciones culturales han dejado de tener sentido (utilidad, diría yo) pues sus funciones han sido usurpadas por las distintas administraciones que ejercen, como clientes, el monopolio del mercado, y los consumidores de cultura se han convertido en Público. Hemos cambiado la cultura de las elites por la elite de la cultura, formada por un nuevo funcionariado de artistas y agentes culturales (gestores culturales) celosos guardianes de sus privilegios intelectuales y económicos, y, por tanto, de la clausura del acceso a dicha elite. Cambiarlo todo para que nada cambie es la esencia del quintarepublicanismo francés, que hemos heredado quienes hemos seguido su modelo.
Los socialistas españoles partían de otra realidad: sin duda cambiaron muchas cosas a través de sus políticas, y no podemos decir sin faltar a la verdad que nada cambió. Pero este reconocimiento no implica que aquella política, aquel cambio continúe siendo válido. Ya no lo era cuando el PP accedió al poder en las grandes ciudades, en las autonomías y en estado, pero no encontraron razón alguna para cambiar una política que servía a sus intereses más inmediatos de control social y de autoafirmación en el poder a través del reparto de subvenciones, y que además les permitía avanzar decididamente en el camino de la “espectacularización” de la cultura (vg. la Ciudad del Teatro valenciana y sus montajes teatrales, el nuevo Palau de les Arts) y la consiguiente “loisirización” de la demanda cultural de los ciudadanos (vg. la Ciudad de las Artes y las Ciencias—nunca sabremos qué querían hacer los socialistas con ella— , Terra Mítica…).
La idea según la cual el Estado puede transformar o mejorar significativamente la sociedad utilizando el fermento de las artes es falsa. Las políticas públicas de la cultura no constituyen algo tan grande que pueda hacer más fuerte la democracia, entretener a los ciudadanos y luchar contra las desigualdades sociales. El impacto social del arte es limitado, y, en todo caso, muy indirecto. Más exactamente, es la idea misma de una causalidad social que liga las artes como causa a un estado de la sociedad como efecto lo que está desprovisto de pertinencia. Por lo tanto, el balance de cerca de cuarenta años de ministerio de la Cultura es positivo en términos legislativos, en términos de equipamientos y de instituciones artísticas, de desarrollo de profesiones artísticas. Pero no se ha enfrentado con éxito los efectos de la estratificación social sobre las “prácticas culturales”, pero ha permitido la convergencia de dos crecimientos: la de la oferta artística profesional y de equipamientos culturales y la de una clase media cultivada. No puede hacerlo mejor, en materia de lucha contra las desigualdades de acceso que la Educación Nacional. ¿Por qué nos resistimos a admitir estas constataciones? Porque parecen nutrir un argumentario contra el ministerio de Cultura. Se teme que el deshinchamiento de estos fines justifique su desaparición y arruine la justificación de la intervención pública.
Y porque, políticamente, nadie está dispuesto a crear un ministerio de Turismo, Ocio y Deportes. Nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad de reducir Cultura a sus justos términos, reintegrándola en Educación. Porque nadie quiere ver que no sólo el emperador está desnudo, sino que todos nosotros lo estamos con él.
A pesar de ello, la existencia de un tal ministerio y de la acción del estado y de los colectivos locales tienen una justificación simple, pero menos exaltante: es la supervivencia y la existencia misma de una vida artística que tenga un mínimo de autonomía en los diferentes niveles de la sociedad francesa. En una sociedad donde el 50% de la riqueza nacional pasa por los poderes públicos, éstos deben asegurar las condiciones económicas de la vida artística. Es lo que se ha hecho. Esto es, y será siempre, lo esencial.
¿Cabe la reforma de las políticas culturales? Devolver a la educación su papel en la cultura será devolver a la educación su vínculo con la realidad inmediata, capacitar al ciudadano para elegir minimizando la elección cautiva de su poder adquisitivo, y potenciando el asociacionismo “amateur” frente al actual asociacionismo profesional, “patronal” en tanto que empresarial, así como una descentralización efectiva de las programaciones culturales que rompa el actual “embudo” que supone su centralización en las administraciones públicas que, carentes de criterio estético (pues qué criterio estético puede existir si ocio y cultura son lo mismo), acaban programando lo que las subvenciones o la televisión han promocionado. Pero esto no seria una reforma de las políticas culturales, sino el cuestionamiento de la esencia de la política cultural, de la Cultura tal y como la hemos entendido desde la Revolución malrauxiana de 1959, que transmutó Cultura en Ocio. Cuarenta y cinco años después, puede que sea el momento de proclamar un día de fuego que nos aporten cincuenta años de un humo nuevo. Para que algo cambie.
2005-07-01 10:33 Bravo.