Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Imagino que el lector amable me leerá en las mismas condiciones en que le escribo, bajo los efectos de la resaca vacacional; aunque puede que me considere un tanto repelente si les confieso que me moría por volver a los brazos otra vez de mis lugares y mis rutinas, incluído el trabajo que me da de comer. Debe ser que con la edad, además de los achaques propios, la mente empieza a retrotraerse a la infancia: aún recuerdo la ansiedad por la vuelta a la escuela, material escolar nuevo y libros nuevos, la cantidad más grande de libros nuevos que tendría de una sola vez en todo el año. Me los leía todos en una semana. De pequeño quería que la escuela fuese una progresión permanente sin solución de continuidad. Pero sobre la abolición de las vacaciones, de esa forma de felicidad obligatoria que la sociedad de servicios en que vivimos nos impone, hablaremos otro día.
Aún así, de mi localización geográfica durante ese período infausto no puedo quejarme, estaba donde quería estar: no “en la Sierra” que es una forma de vivir en la ciudad, pero con un parque al lado un poco más grande de lo habitual, sino en la montaña, in deserta (aunque siempre hay más gente de lo que uno quisiera). Irene estuvo allí conmigo ocho días, otros ocho en un lugar similar en el Bierzo con su madre (la cual, conociéndola, debió vivirlo como si fuese “la Sierra”) y otros ocho en una pequeña ciudad manchega de la que es originaria su familia materna, con concierto de Estopa y resaca subsiguiente (de agua y falta de sueño, claro) incluida. ¡Los trabajos que le manda el Señor! Que yo recuerde ahora mismo conoce también Madrid, Barcelona, Mallorca, Nápoles y Génova, y motivos de conversación recurrente entre nosotros son los viajes que haremos a Paris, Londres y Buenos Aires. Añada el lector amable que vivimos en la tercera o cuarta ciudad española en población (seamos piadosos y dejemos otros parámetros al albur del lector), y colegirá que el conocimiento empírico de mi niña sobre pueblos y ciudades es más que razonable a sus siete años y medio.
Como colofón vacacional de mi vástaga tocaba la prometida visita bianual al Zoo de Barcelona. A última hora, de prisa y corriendo, unos amigos se condenaron acogiéndonos por una noche y un día (gracias Xavi, gracias Cuca, gracias Vera). Nada más llegar, a las cuatro de la tarde, fuimos a ver el espectáculo de los delfines: Irene había sabido por Vera, de su misma edad y condición, que hace apenas dos meses habían nacido dos delfines en el Zoo, por lo que su grado de entusiasmo hacia “el animal de mar que más le gusta” se multiplicó hasta el punto que me hizo comprarle el peluche de delfín bebé antes de entrar a a ver el espectáculo.
Reconozco que en principio no era reticente a satisfacer los deseos de mi astilla, pero tras cuatro horas de conducción y hora y media de cola a la puerta del delfinario, lamentaba profundamente la magnánima piedad divina que permitió salir a los pecadores airados del cieno de la laguna Estigia en el quinto circulo del infierno dantesco para desterrarlos al limbo oceánico metamorfoseados en pescaditos pacíficos, alegres y contentos retozando en un jacuzzi del que, eso si, no podrían salir jamás. Y aún me faltaba Irene pidiéndome que fotografiara a los bichitos cada cinco segundos. Una tarde que sin duda muchos considerarían el colmo de la paternidad responsable.
Y lo fue si lo que vino a continuación fue provocado, o facilitado, o inducido, o vaselinizado por tanto delfín. Acabó el espectáculo. Vimos los lobos, los suricatas, los perrillos de las praderas, tigres y leones, y nos cerraron el Zoo. Con la promesa de volver a la mañana siguiente, nos fuimos a comer algo y aproveché para visitar con ella y mostrarle mi Barcelona sentimental. Parlament 55, aquí vivía tu padre cuando venía a investigar y a leer manuscritos rancios a la Biblioteca de Cataluña, en la esquina de la Ronda sant Pau, del Mercat de sant Antoni y de la Ronda sant Antoni, y en este bar, Els Tres Tombs, desayunaba cada día antes de iniciar mis felices jornadas. Comeremos aquí. Se sorprendió del trajín de gente arriba y abajo en contraste con otras partes de la ciudad por las que habíamos pasado, semidesiertas, y por la variedad de tipos que veía, mucha más gente diferente una de otra que en su provinciana ciudad.
Y mientras ya relajada y tranquila se zampaba con ferocidad la comida que ella misma había elegido con mi beneplácito (pinchos, tortilla de patatas, anchoas y agua, entre sus rarezas está que no le guste la Coca-cola), dejó caer, como si no fuese importante, la siguiente afirmanción: papá, en las ciudades grandes todo está mas cerca que en las ciudades pequeñas. ¿Cómo? Sí, que en las ciudades grandes todo está más cerca que en las ciudades pequeñas. Sí, ya lo he oído, pero parece un poco contradictorio, ¿no? ¿Me lo explicas? Que en las ciudades grandes hay más oficios y más edificios, y las cosas estan más cerca de la gente, mientras que en las ciudades pequeñas hay menos gente y hay menos oficios y la gente tiene que ir más lejos para encontrar las cosas. Si mi niña. Tienes toda la razón. Hablaré con el tío Roger para ver si te incluímos en alguna de nuestras tertúlias sobre urbanismo y sociedad. ¿Qué? Nada, nada, es broma, pero sólo un poco.
Ya leen, lectores amables, ¿cómo no perdonarle que adore los delfines, a Barbie y a Estopa?
2006-09-02 22:52
Sí, gran Segarra, ser padre le hace a uno llevar a cabo empresas con las que jamás habría contado. Yo, sin ir más lejos, me imaginaba antes enfrascado en una batalla rodeado de cadáveres desmembrados y listo a ser alcanzado en cualquier instante que planeando ilusionado un viaje a Disneyland París, listo a fotografiarse al lado de Blancanieves. Pero sí, se perdona todo, todo, todo.
Saludos.