Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Por un instante oí un dúo de violas tocando a Marin Marais mientras mi vástaga exigía en un latín aniñado: cum glossa! Lo juro. Lo oí. Pero pasé rápidamente de la felicidad, siempre singular, siempre idiosincrásica, siempre un lujo, a la anodina convicción que alucinaba. Clínicamente, quiero decir, en ningún caso metafóricamente. Andaba pues encajando ya la agenda para hacerle un hueco al psiquiatra cuando caí en la cuenta que la alucinación no había sido exactamente auditiva, sino más bien idiomática, lo cual descartaba por inútil la visita al podólogo mental: puede que sea útil cuando alguien oye voces inexistentes, pero Irene habló. Irene dijo:
—Papá, ¿me lo lees?
—No seas perezosa, léelo tú misma.
—Ya lo he leído y no lo entiendo. Léemelo tú, por favor.
Irene me lo preguntó delante de la pantalla del ordenador de mi mujercita, en la que, como fondo de escritorio, se puede ver y leer una viñeta de Sendra, dibujante del Clarín, que viene a ser la versión feminista del setentero chiste misógino “Pepe, hazme una guarradita”. En los setenta la misogínia viajaba en Vespa.
Así pues, en realidad lo dijo, aunque no en latín. Pocas veces ha manifestado tan claramente la diferencia entre leer ella y que yo le lea. El lector amable puede sentirse tentado a interpretar la petición de Irene como pereza, como yo mismo hice en un primer momento. ¿Pereza? No, Sentido. Mi niña pedía sentido, y lo hacía reclamándome el acto a través del cual ella misma aprende a encontrarlo: mi lectura. Mi lectura añade el contexto, parafrasea las dificultades, dota de inteligibilidad al ruido y amansa, por tanto, la furia que provoca la ignorancia. Mi lectura interpreta el texto, reactivando así ese mecanismo, la interpretación, a través del cual la cultura y la sociedad occidental han llegado hasta aquí, y hasta ahora. No sé si para bien. Perdón: yo creo que para bien.
Los actos del padre enseñan al hijo, y no sus palabras. Que sus padres les lean es la mejor manera de enseñarles a leer. Pero, como padres, hemos abdicado de la ejemplaridad, y abandonado al niño en la escuela, en donde, como debe ser, domina la palabra sobre la acción. Y así nos va.