Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Para mi joven amigo Pep, que anda metido en labores de lidia
Mi aludido en la dedicatoria, que recién llegó a los cuarenta, anda estos días, bastantes, ocupado a su pesar en la lidia de un toro más brabucón que bravo y con querencia no ya al toril, sino al útero de su madre. Creo que mi dilecto amigo preferiría que la metáfora no lo fuese, y tener que meterse con calzador y vaselina en un traje de luces de grana y oro luciendo figura de torero de raza. ¿Recuerda el lector amable a Curro Romero haciendo el paseíllo a sus sesenta y cinco años? Pues más o menos, pero a los cuarenta, luciría mi amigo, y les sigo asegurando que estaría dispuesto a matar el toro, e incluso a aceptar sujetadores y bragas durante la vuelta al ruedo, él, tan comedido, antes que tener que lidiar con su suegro.
Cree, el infeliz, que no se lo merece, ahora que pensaba haber dejado atrás las convenciones sociales y, sobre todo, el tiempo que se pierde en ellas. Pensaba, el mísero, que su suegro entendería su habitual silencio durante las comidas familiares como una muestra de respeto que evitaba hacer públicas ante la família sus diferencias en la forma de vida, los valores, los criterios, las aspiraciones y los objetivos de sus vidas, por no hablar de sus diferencias respecto de la paternidad y sus servitudes. Mi amigo cree tener razón, y no seré yo quien se la quite, cuando afirma estar seguro que las ideas y las acciones de su suegro sobre la crianza y educación de los hijos no funcionan: él convive con su resultado.
Mi sincera, aunque brutal, opinión es que le saldría más barato, económicamente y emocionalmente, divorciarse. Él lo sabe, pero se niega. Su sacrificio me sería admirable si el enemigo estuviese a la altura, pero más bien ronda las bajuras mezquinas de quien se niega siquiera a admitir que su autoridad no debiera basarse en la gracia divina o la tradición sino en el mismo ejercicio de una paternidad responsable. Y que, en todo caso, la autoridad de un padre acaba en el mismo instante en que el hijo es capaz de actuar según su propia conciencia. Si a ello añadimos que lo que les une, esposa para uno e hija para el otro, comió en su juventud la fruta del árbol prohibido en forma de fuga del hogar paterno, y cuestionó para siempre, con ello, la autoridad y el poder del progenitor, llego rápidamente a la conclusión que mi amigo, mi caro amigo, lo tiene mal.
No le arriendo las ganancias de tener que escuchar a su suegro afirmando que dejarse la comida en el plato es pecado mortal en su casa, al tiempo que le dice a su hija, cuando ésta ordena a los niños que no dejen nada en el plato, que les deje comer o no según les apetezca, socavando así la autoridad de su hija aún al precio de renunciar a sus principios. Ni se la arriendo cuando le acusa de sobreproteger a su hija precisamente él, que les pone a los suyos casa y coche, y que regala a su nieta, cada vez que van a comer, un huevo Kinder. Feo asunto, ya les digo.
Mi amigo es de natural tranquilo y paciente, hasta el punto que raras veces, muy raras, le he visto tan cabreado. Incluso Irene, cuando le vió la semana pasada, me hizo un comentario secreto (que me obliga a situar la oreja a la altura de su boca) en el que me preguntó si estaba enfermo, pues le vió más delgado y ciertamente desmejorado Pero debe calmarse si quiere ganar semejante desafío, pues en los toros, como en el boxeo y en la vida, el que se enoja pierde.