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Estilo familiar por Arístides Segarra

Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.

Cerrar las orejas

Hasta el momento he pensado, lector amable, que el horror silentii de Irene era esa pequeña tara de mi hija que la hacía real, secular, digna del mundo en que debe vivir. Me sigue, o más bien me seguía, horrorizando su horror, pero era necesario, intuyo que imprescindible, como memento mori de mi irrefrenable tendencia a idealizarla sin mesura y sin criterio. No me consuela que semejante propensión abunde entre los padres de hoy, como no me consuela que el alcohólico sea un enfermo y no un vicioso: lo único que consiguen cediendo a la tentación de convertirse en adictos y propagandistas de la perfección que, a sus ojos, resplandece en su progenie, es arrojar a los hijos, a los reales, a los imperfectos, al averno del abandono. O peor aún: de la inexistencia.

Es altamente probable que usted, lector amable, opine que semejantes padres son la insana y afortunadamente escasa excepción a una mayoría de padres responsables, humildes en sus criterios y sus valores, capaces de modificarlos si una observación directa de sus hijos y la reflexión pausada y carente de autoengaño de lo observado así lo sugiere. No lo dudo. Lo que dudo es que sean mayoría. Tampoco diré que lo sean los otros, los que bajo el disfraz del padre orgulloso recitan en público la loa que en privado se transforma en exigencia desmesurada e insatisfacción permanente por los logros, habilidades, pensamientos, palabras y actos de sus vástagos. ¿Verdad que les conocen? También a sus hijos, siempre en pos de algo o alguien que les proporcione la metadona necesaria para sobrevivir, a falta de la verdadera droga de la felicidad: que te quieran.

Ya me perdonará la sensibilidad del lector amable si digo claramente que hay padres, más de los que estamos dispuestos a admitir, que disimulan bien su odio hacia los hijos. Sí, les odian, el peor pecado que un padre pueda cometer. Y se odian tanto por ello a sí mismos como para representar el resto de su vida el esforzado y socialmente exitoso papel de padres ejemplares, para lo cual son imprescindibles unos hijos ejemplares. Podemos tener la tentación de ver una cierta justicia en que tales padres dependan, para su redención mundana, de quienes odian. Pero la justicia es ciega también para las consecuencias de sus justos actos, y semejante dependencia se traduce en la imposibilidad que el hijo satisfaga nunca las expectativas de un padre que siempre nos reprocha que lo podríamos hacer mejor, que no es suficiente, incapaz de ver lo conseguido, siempre pendiente de lo que todavía no se tiene, adoctrinando así al inocente para que jamás se le ocurra pensar que puede ser independiente, con autoridad y criterio propio, que puede llegar a ser mejor que su Dios. Perdón, que su padre.

“Striving to better, oft we mar what’s well” (King Lear, act. I, scene iv). Sí, lo bueno se malogra queriendo mejorarlo. Hubiese podido caer en el error con Irene, intentar “mejorarla” para eliminar su disgusto por el silencio. Hubiese sido trágico, pues ahora comprendo que, si bien podemos cerrar los ojos, desconectar nuestro cerebro de los estímulos visuales, nos es imposible cerrar las orejas. El sonido es el ralentí que el cerebro necesita para mantenerse en marcha, y en los niños, que necesitan absorber estímulos más que comer y dormir, el silencio es dañino. Le he prometido que no volveré a poner mala cara cuando diga que no le gusta el silencio, ni intentaré convencerla de lo contrario, pues no me cabe duda que mi niña lo descubrirá por ella misma cuando llegue el momento. Es muy buena, Irene, y deseo fervientemente que lo siga siendo, tanto como ahora me espanta que sea la mejor. Aunque, como yo no la odio, ¿puedo desear que lo sea?

Arístides Segarra | 11 de noviembre de 2005

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