Mentira cochina, que decíamos de pequeños. ¿Lo dirá todavía Irene? No lo sé, no se lo he oído. Se lo preguntaré. Mentira cochina. Suena bien, y combina la abyección moral con la física en grado comparable sólo a la admonición con que se nos conminaba si escupíamos: “¿es que eres judío, o qué?”. La mixtura del asco con el racismo suele agradar a paladares aparentemente cultivados, y arrasa en los que no lo son en absoluto. De aquello me quedó una imagen asociada que todavía hoy me persigue: la de los bares del pueblo, que tenían escupideras. Si las tenían era porque escupir, allí, estaba permitido. Ergo aquel lugar era frecuentado por seres impíos, blasfemos, ateos, avaros, sibilinos, mefistofélicos, sin conciencia ni normas morales o higiénicas. No, el infierno no, no era tan malo: mi padre iba, no podía serlo; pero conservé siempre una cierta incomodidad cuando traspasaba sus puertas, casi accesos al ultramundo. Bueno, un poco fantasioso sí que era. Pero me persigue.

¿Por qué tienta tanto al ser humano escapar de la realidad? ¿Por qué hay un número estimable de personas firmemente convencidas de que más allá de lo que podemos ver y comprender de forma racional existe un mundo de fronteras insondables? Según un estudio reciente, uno de cada tres jóvenes españoles cree en los sanadores espirituales, y uno de cada cinco en la posibilidad de comunicarse con el más allá. Además, casi la mitad está convencida de que la astrología es capaz de aventurar el futuro. Y mi niña les reza a los ángeles. De aquí al placer por lo hermético, lo oculto, lo acallado, lo que no se dice, sólo media un paso en el camino hacia las teorías conspiratorias y los complots. Nada más tentador que abolir el azar, los procesos históricos, las imperfecciones humanas, y hacer creer que todo ha sido querido, que hay responsables únicos para las desgracias del mundo. Mentira Cochina. Brujos lanzando conjuros a la realidad cada vez que da miedo o deviene incomprensible. Es decir, siempre.

A mí también me preocupa, como al Vaticano, que El código Da Vinci se difunda en las escuelas, aunque mis razones me parecen de mayor peso que las de la Iglesia Católica. La vida es así de compleja, y a veces se tiene razón por razones equivocadas. La simplificación, las amalgamas del tipo “sumar peras con manzanas” y la incultura están en la base del éxito de El código Da Vinci como último exponente de la corriente de ficción dominante en los últimos años, no por “ficticio” menos influyente en la propalación de las formas herméticas de análisis de la realidad. Y no crea el amable lector que es una cuestión ideológica, sensu stricto: determinada derecha y determinada izquierda compiten con indisimulada pasión por ocupar un espacio central en el mercadillo del complot mundial, e incluso la política, cierta política que está visto que no le hace ascos a nada, ha sido contaminada por semejante miasma. Armas de destrucción masiva en Irak fue un best-seller con todos los ingredientes del género, y uno de sus principales creadores, Paul Wolfovitz, será recompensado por ello con la presidencia del Banco Mundial. No puede dejar de hacerme sonreír tanta amalgama: ¡un judío extroskista presidente del Banco Mundial! No sé si lamentar que ETA y el 11M no esté teniendo el éxito que esperaban sus creadores, pero que no desesperen: Dan Brown acertó a la cuarta.

Una recomendación para los que no quieran quedarse sin novelita de complots, la mejor novela de Umberto Eco: El péndulo de Foucault. Una eruditísima parábola sobre lo mejor y lo peor del hermetismo, sobre lo mejor y lo peor del ser humano: que la fe crea a Diós. Y al Diablo.