Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Hoy mi pensamiento vagabundeaba entre errático y perezoso sin sentirme en exceso culpable, a causa de la fiebre, hasta que he leído una historia espantosa sobre el suicidio de dos adolescentes francesas. Advierto al amable lector que sobre el suicidio tengo ideas firmes, estrictas, probablemente intolerantes. Es la forma suprema del abandono, de la dejación. Mi condena no es moral, entiéndanme: no tengo nada contra la potestad humana de obrar según el propio albedrío (“Según el gusto o voluntad de la persona de que se trata, sin sujeción o condición alguna “) y no creo que debamos delimitarlo, acotarlo, minimizarlo. Sólo hay un límite: la responsabilidad inherente al libre albedrío (“Potestad de obrar por reflexión y elección”). Eso significa que somos nosotros mismos los que construimos los límites al adquirir responsabilidades. ¿Qué consecuencias tendrán nuestros actos para los demás si libremente decidimos llevarlos a cabo? Ése es el límite, y por eso el suicidio es abandonar a los demás a su suerte sin remedio. Si no hay demás, vale. Si procede lo que los franceses han dado en llamar, en el colmo de la corrección moral, “acompañamiento en el final de la vida”, vale. Si no, estás jodido: si abandonas, si te abandonas, las repercusiones, el daño, son inconmensurables.
Sitúe el lector amable mis opiniones sobre el suicidio en el inventario abierto de mis rarezas, mis simplezas, mi tradicionalismo o mis tozudeces irracionales, pero anote que a ello se debe que el tópico sobre los suicidios adolescentes no sea plato de mi gusto, y que instintivamente rehúya la lectura de noticias al respecto. No obstante, la historia de Noémie y Clémence, las dos adolescentes francesas, me ha conmovido no por ella misma, sino porque las consecuencias del abandono han sido evidentes, y publicadas en Internet a través de un blog en el que se pueden leer miles de mensajes de compañeros de clase, amigos próximos o lejanos, desconocidos, adolescentes de todas partes en donde expresan su espanto, su tristeza, su incomprensión, al tiempo que divinizan a las niñas llamándolas nos anges, que es, a la vez, el nombre del blog. Es el duelo moderno, en donde el uso de la escritura fonética propia de los adolescentes adquiere una cierta candencia litúrgica que parecía reservada a formas más nobles del lenguaje.
El temor a que Internet funcione como una caja de resonancia que incite al suicidio, o que lo sitúe, en todo caso, próximo y visible, es razonable. Pero lo que los adultos pueden conocer de sus hijos si leen esto supera con creces, creo, los peligros. La psiquiatría moderna tiende a pensar que no debemos saberlo todo sobre nuestros hijos, que no debemos leer lo que no está destinado a ser leído por los padres. Ciertamente tenemos otras formas de saber qué les sucede, pero asomarse a su mundo, a sus liturgias, a sus duelos, no puede ser pernicioso, a no ser que tengamos miedo de saber.
Quizá así aprehendamos la mentira inherente a nuestro reiterado no debes tener miedo. Deben tener miedo, deben tener miedos. El miedo guarda la viña. Que el miedo guarde a mi niña.