Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Al lector amable debe parecerle que una sobredosis auditiva de viejos boleros cantados por el juarense Luís Miguel me ha espumado el cerebro llevándose consigo los residuos de mi resistencia a la ñoñez. No lo descarto, pero el presente artículo simplemente inicia la serie de mentiras que diré a Irene cuando sea mayor, prologada la semana pasada. Para la que viene, les adelanto una mentira cardinal en la relación con mi niña: “esto no tiene queso”.
Semejante sandez como la que da título a la presente entrega se ha convertido en un lugar común con el que arrojamos sobre el niño nuestra devoción por él. Pero mentimos, pues la capacidad para acompañar a alguien a lo largo de su vida en cada momento e instante roza lo divino y, evidentemente, lo insano, sin que esté completamente seguro de si no es lo mismo. Todos conocemos a alguien que lo intenta o a alguien que lo sufre, y de la mera observación deducimos su inviabilidad. Pero no deja de consolarnos decirlo. Mantiene una extraña capacidad de conjuro, de protección contra el mal de ojo. Pero ha minado la capacidad de los padres para afrontar responsablemente la paternidad, al asemejar la crianza a la creación del mundo, y al padre con Dios. “No temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, que yo soy tu Dios: te fortalezco, te auxilio, te sostengo con mi diestra victoriosa”, le decía a Isaías. ¿Y quién está a la altura de Dios?
Yo, pues lo digo: cada vez que Irene tiene miedo, cada vez que yo tengo miedo, y cada vez que nos separamos, en abierta contradicción con los hechos. Ya hace mucho tiempo que lo hago, pero la falsedad de tal afirmación es, en nuestro caso, tan patente que ya me lo reprocha. “No es verdad. Tú no estás siempre conmigo.” La primera vez que lo dijo fue la primera ocasión en que mi retoño me hizo daño. Mucho. Cambiar la fórmula por “Tu padre quisiera estar siempre contigo” no se mostró más acertado, pues presuponía la falibilidad, y un “¿y por qué no puedes?” seguía inmediatamente mis palabras. Retomé la expresión original, y así sigo, comprobando cada día la distancia que me separa de la divinidad.