Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
La relación entre la infancia y la economía de mercado me parece, cada navidad que pasa, más importante, como piedra de toque que pone de relieve la verdadera calidad de la sociedad, pues no sólo afecta a la franja de edad inferior de nuestras sociedades, sino a su conjunto, en la medida que padres y abuelos viven determinados por esos pequeños polimorfos perversos: por sus necesidades, sus gustos y su dependencia. Éste último elemento hace que algunos consideren ya situar los márgenes superiores de la edad infantil en los treinta años, opinión que, como el lector amable imagina, comparto. En Francia, la Caisse Nationale d’Allocations familiales, el equivalente a nuestros Servicios Sociales, ha renunciado a fijar una edad límite a la juventud de las personas, después de haberlo hecho con anterioridad en los dieciséis, en los dieciocho, y más tarde en los veinticinco. Que los franceses hayan acabado subvencionando la juventud eterna no deja de tener su miga. El tiempo de la juventud se ha convertido en un triángulo de las Bermudas que se ha tragado a los niños, que quieren crecer demasiado deprisa, y a los adultos, que se resisten a abandonarla.
La banalización de la idea que los niños debían ser, desde el biberón, autónomos, les precipitó en el abismo. Tienen un territorio propio y sus propios hitos, y en la medida que ser autónomo, socializarse, o tener una identidad, pasa necesariamente por la adopción de un look, de un estilo de vida y, por supuesto, de las marcas. El porcentaje de jóvenes de entre once y veinte años que responde “ir de compras” a la pregunta de a qué dedica su tiempo libre crece de forma incesante, y en Francia llega ya al cuarenta y uno por ciento. En apariencia, en la cultura joven, no hay jerarquía social, la ficción igualitarista es total: tanto el hijo del rico como el del pobre llevan las mismas zapatillas de deporte extravagantes, escuchan la misma música, miran los mismos programas de telerealidad…
La construcción de la identidad pasa por la adquisición de bienes, los cuales las familias pobres tienen cada vez más dificultades para pagar. Como consecuencia la presión sobre los padres es enorme: los que no pueden “ayudar” a sus infantes a autonomizarse son malos padres. La paradoja es que el abismo social se expande a medida que el culto a la mercancía y el espectáculo se democratiza.