Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
El lector amable ya conoce la costumbre de mi niña de pedirme, cada noche y como despedida definitiva a la vigilia, que le cuente alguna cosa de cuando yo era pequeño. Ya he transvasado a su cerebro los datos fundamentales de mi infancia, hasta donde el pudor y la memoria me permiten. Sin embargo, hay un aspecto de mí que le mantengo oculto: mi temprana rebelión ante los argumentos de autoridad. El “porque lo digo yo, que soy tu padre” socavaba a cada nueva iteración el poder paterno y fue una de las heridas más profundas de mis años blandos: tanto que contárselo a Irene me produce un tipo de pudor rayano en la verecundia.
Irene debe saber, con todo, mis circunstancias infantiles. Para entender mejor a mi familia, su familia, y para entender mejor a su padre. Y para ello hablaré clarito, pues mi niña lo merece, aunque esté mal visto en este país desmemoriado. Soy hijo de una generación física, ideológica y culturalmente masacrada, la de los supervivientes republicanos de la guerra civil y la posguerra. Sus padres (mis abuelos) fueron alfabetizados gracias a la escuela republicana o gracias (como fue el caso de mi familia) al concepto emancipatorio que las ideologías marxistas y anarquistas proyectaron sobre sus militantes. Leían y escribían, aún sin dejar de ser jornaleros del campo. La lectura del periódico era para ellos una experiencia cotidiana, por ejemplo, que con la anulación de la libertad de prensa dejó de tener sentido. ¿Para qué leer un periódico que te recordaba a cada página que eras un asesino y un monstruo moral? Se refugiaron en Marcial Lafuente Estefanía. Ustedes pensarán, si es que saben quien fue, que no se podía caer más bajo. No comparto esa afirmación: el vaquero solitario en busca de justicia, las más de las veces contra el poder establecido (en forma de instituciones corruptas como el Sheriff o el Juez), o contra los grandes terratenientes, supuso para muchos de ellos la sublimación de sus propias ansias de justicia y de reparación cuanto menos moral. Con todo, el daño fue irreversible. La sociedad que me rodeaba se encerró en si misma y en sus tradiciones ancestrales, en el predominio de la cultura oral, inherentemente conservadora de su propia cohesión. Las diferencias ideológicas quedaron al final en meras diferencias personales o de estatus social (otro día les contaré cómo lo que quedó del partido comunista del pueblo, fundado por mi bisabuelo, se convirtió en el mejor aliado del capitalismo más salvaje, porque es que, si no, no acabo nunca). El silencio ante lo público y la desconfianza hacia la diferencia sangraron aquella generación hasta postrarla en la anemia ética perniciosa. Devino, pues, en una sociedad resentida, que es sin duda el peor de los defectos morales, por cuanto impide a esa sociedad en su conjunto y a cada uno de los individuos que se identifica con ella, cualquier capacidad de respuesta que implique progreso, apertura, evolución. Desde ese punto de vista, el franquismo hizo un trabajo excelente.
Por resumir, diré pues que todos estos factores y muchos más que no tengo el tiempo ni el espacio para desarrollar, dieron como resultado una sociedad que huye del conflicto, especialmente del que pone en cuestión sus pequeños mecanismos de cohesión, y que mata socialmente al disidente.
El desarrollo, durante la última etapa del franquismo, de los medios audiovisuales de comunicación de masas, en una reflexión que prolongo hasta nuestros días, no hizo y no hace sino profundizar en la autarquía social. Me explico, pues muchos dirán, con razón, que la sociedad ha cambiado mucho gracias a la apertura al mundo que suponen estos medios, y gracias a otros dos factores históricos: el progreso económico a partir de los 60 y el turismo. Yo creo que ver “el otro mundo” desde una ventana abierta enfrente de nuestro sofá en realidad nos reafirma como sociedad única, produce complacencia con lo que somos: los cambios son meramente estéticos, y responden a la archiconocida máxima de que “todo cambie para que no cambie nada”. El lector amable recordará que ya hablé de cómo la cultura audiovisual responde a los parámetros de la cultura oral, y sus objetivos son los mismos: la conservación de la cohesión social, pero si la segunda utilizaba como mecanismos principales para ello las costumbres, embellecidas como tradiciones, y los ritos, la primera utiliza los referentes icónicos socializados (léase publicidad) y la narración re-creativa (¡cuántos no han adaptado su experiencia individual de la transición española a la narración socializada que divulga Cuéntame!) como vehículos.
El refuerzo mutuo que supone la coexistencia de estas dos formas de tradición oral es patente, por ejemplo, en la sociedad valenciana, que ha mantenido su cohesión social gracias al anclaje de la cultura oral tradicional (para el lector ajeno, las Fallas se sustentan sobre un fenómeno asociativo popular, el casal fallero, que cohesiona a sus miembros, erigidos en genuinos representantes de la esencia social y en la cual, por tanto, no cabe la disidencia), y de la transmisión al exterior que de dicha fiesta se hace en los medios de comunicación como destilado final de la identidad valenciana, que de rebote obliga a los propios valencianos a adaptarse a ese patrón.
Esta sociedad que describo acepta sin contemplaciones argumentos de autoridad, por muy paralógicos que sean, siempre y cuando refuercen la ideología inmovilista del grupo, y por lo tanto el filtro que permite aceptar como propios estos argumentos no es su razonabilidad, su cientificidad, o el beneficio objetivo que puede suponer a los miembros del grupo. La piedra de toque es única y exclusivamente la supervivencia de ese imaginario social.
El lector amable ya habrá intuido hacia dónde me dirijo, pero sólo se lo apuntaré, de momento, pues le esperan dos artículos más que profundizarán en lo que intento explicarle y intento fijar (_scripta manent_) para que mi niña lo lea con provecho el día de mañana, cuando ya no se guardará memoria de quienes fueron Eduardo Zaplana, Francisco Camps, Esteban González Pons, Alejandro Font de Mora y tantos otros que aprovechan la noche intelectual en que vivimos para sembrar una cizaña que creíamos (ya ven, incluso a mis años sigo siendo un crédulo) extinta.
Les adelanto, pues, los dos ejemplos que trataré la próxima semana: Esteban González Pons, conseller del gobierno de la Generalitat Valenciana, afirma que “hacer prevalecer la ciencia sobre la democracia es muy peligroso”, y Eduardo Zaplana recriminó al presidente del gobierno durante la comparecencia en la comisión de investigación del 11M: “¡Hechos no, señor Zapatero, opiniones!” Dos grandes frases que merecen pasar a los anales políticos de nuestro país, y que en el fondo dicen lo mismo.