Arístides Segarra es escritor. Anteriormente ya fue construyendo Estilo familiar en Almacén. Estilo familiar dejó de actualizarse en octubre del 2006.
Irene ha ingresado en primaria. Saludo el hecho con alborozo pues por fin va a encontrarse con aquello que permitirá que el día de mañana sea una adulta capaz de sobrevivir dignamente por ella misma: conocimientos, método, autodisciplina. Su madre, además, quiere que sea feliz. Absurda pretensión, puesto que nada que le pueda proporcionar, ni material ni espiritualmente puede garantizar tal cosa, y cualquier observación directa y desapasionada de la realidad permite inferir, sin duda posible, que no lo logrará. ¿Será su vida un fracaso por ello? ¿esto significa que mi niña será desgraciada? ¿Existe vida más acá de la felicidad? Sin duda. Y sin ponerme rimbombante cual máxima de azucarillo de bar, cabe recordar cuán sutilmente introdujeron los redactores de la constitución americana el odiseico derecho no a la felicidad, sino a su búsqueda.
Inmerso en semejante estado de ánimo acudo a la primera reunión para padres del curso. Para padres, madres, novios de las madres, hermanos mayores, tíos, abuelas, canguros y demás fauna que pulula por los colegios públicos muy progres de nuestro país. Los niños, mientras tanto, abajo en el patio, a cargo de una cuidadora proporcionada por la asociación de madres y padres. Arriba, mis peores temores se vieron confirmados. Abajo, también. Arriba la profesora de mi hija habló de sus buenas intenciones, y de sus derrotas. Aunque habló de que los pedagogos y psicólogos recomiendan que los niños empiecen a disciplinarse haciendo diez minutos de deberes diarios en primero, veinte en segundo, treinta en tercero, etc., advirtió que no impondrá deberes a sus alumnos, pues su experiencia muestra que no los hacen. Insinuó algo sobre la irresponsabilidad de ciertos padres y el trauma que ello supone para los niños que, todavía carentes de autodisciplina, dependen de unos padres dimisionarios, al decir que proporcionaría material a los padres que quisieran imponer deberes a sus hijos. Pero la maestra dimite de su deber al proporcionar una coartada a esos padres, pues sus hijos no tienen deberes.
Abajo, cuando la reunión terminó, nos esperaba una cuidadora que parecía haber visto al diablo. No quiso explicarnos por qué, pero Irene me lo contó: su compañero Lucas se había encaramado a un muro de unos dos metros y medio de altura, subiendo por el desagüe, y se había lanzado al suelo, afortunadamente sin daño propio o ajeno, aunque poniendo en riesgo su propia seguridad y la de los demás. Mi hija decía: “Papá, Lucas ha volado!”, sin disimular su admiración. Me enfadé. Tuve que hablarle de la responsabilidad por acción u omisión: si ella sabía que Lucas podía hacerse daño, o hacérselo a los demás, debía habérselo dicho a la cuidadora, o habérselo impedido. No hacerlo la convierte en cómplice de la fechoría por omisión. Sólo por el hecho de ser humano y interactuar con otros seres humanos ya tenemos una responsabilidad.
Tuve la oportunidad de reiterarle el argumento el pasado día doce, cuando se asustó ante mis gritos de “¡no es lo mismo!” mientras oía hablar al ministro (al sirviente, etimológicamente hablando) Bono defendiendo la presencia de un combatiente de la división azul junto a otro de la división Leclerq en el desfile militar, en aras de la reconciliación nacional. Aparte de tranquilizarla, le expliqué que aquel señor que desfilaba con una cruz gamada en la corbata no era digno de recibir tales honores. Ni él ni lo que representaba, pues la responsabilidad sobre los actos debe ir acompañada por la responsabilidad sobre las ideologías y las formas de vida. No existe la inocencia, que es la condición básica de la felicidad, y el paraíso terrenal y el pecado original no dejan de ser fábulas bonitas para expresarlo. Aquel señor era responsable de profesar una ideología que había llevado a España a las catacumbas de la historia, y a Europa a la guerra más destructiva que haya conocido. De su derrota nació la Europa moderna, aquella que fundamenta su existencia en la democracia, y que acabó conquistando pacíficamente a los países del bloque soviético.
Así se lo dije, y se lo digo a ustedes para que mi relato de los hechos no peque de inverosímil, y para que mi niña, cuando sea mayor y lo lea, aprecie la grosería catecumenal de su padre.
2004-10-15 12:40 No era una Cruz Gamada, sino una Cruz de Hierro, símbolo del siglo XIX que reutilizó Hitler.
En cuanto al soldado, no estoy de acuerdo, o sólo lo estoy en parte: él, como soldado o persona, puede tener miles de justificaciones para luchar con el bando que luchó; incluso puede que ni siquiera sepa cuál era la ideología que defendía; por lo que es censurable su presencia en el desfile es por lo que representa, no por quién es o por lo que hizo individualmente.
2004-10-16 13:28 Por un lado, gracias por la información, no estoy demasiado ducho en simbología militar.
Por el otro, insisto en romper con el discurso ético imperante, según el cual las responsabilidades individuales y sus implicaciones sociales se diluyen si no se enmarcan en uno u otro de los tipos penales vigentes. No dudo que la democracia representativa, al limitar la participación directa, contribuye a la desresponsabilización de los individuos sobre la vida social, pero convertir en norma un efecto colateral de nuestro sistema político es, permítaseme la reiteración, irresponsable.