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Se publican aquí críticas de libros que por algún motivo —pequeñas editoriales, escasa distribución, desconocimiento del autor, fuera de modas— no aparecen en los medios y publicaciones tradicionales.

Encuentro en el infinito, Klaus Mann

Por Ana Lorenzo

Klaus Mann
Encuentro en el infinito
El Nadir
Colección: Narrativas El Nadir
306 páginas | 21×14 cm
Encuadernación: Rústica
Año de publicación: 2007
ISBN: 978-84-934652-7-8
PVP: 22 €

Es una labor de verdaderos editores —al estilo de los Fisher y los Unseld que añoramos— la que realizan hoy en día editoriales como Nórdica Libros, Minúscula o El Nadir. Esta última —les aconsejo que lean su presentación; si su nombre no les parece ya lo suficientemente sugerente y evocador, aquella les cautivará— nos ha traído a los hispanohablantes un autor que no merecía el olvido al que estaba relegado: Klaus Mann Mann. Además de este libro, El Nadir ha publicado también de él El condenado a vivir.

Encuentro en el infinito viene con un prólogo del editor y un epílogo de Fredric Kroll: ambos son estupendos. Yo siempre recomiendo leerlos tras la novela o la obra que tengamos entre manos; es lo que yo suelo hacer. ¿Por qué? Para que entre mí y mi lectura no se interponga la de nadie. Pero es cosa de cada uno, por supuesto. Muchas veces uno encontrará nuevas luces o nuevos matices, y eso dará lugar a una relectura; otras, se encontrará con que no está del todo de acuerdo. Bien, si llegan al libro de la mano de esta reseña, discúlpenme el condicionarles la lectura de la novela a través de mis ojos.

La traducción es de Heide Braun. Como no sé alemán, me contentaré con decirles que la obra se disfruta, y eso, generalmente, es sinónimo de buena traducción. La seriedad de la editorial es como la valentía del soldado: se le presupone. Con lo que el proceso de traducción, cotejo de original y texto traducido, corrección de estilo, etcétera, no se pone en duda a no ser que haya indicios suficientes para ello. Créanme: no los hay.

La novela comienza en la estación de Zoo, en Berlín, el 6 de octubre de 193… Una partida y una llegada, simultáneas: parte Sebastian —«veinticinco años; periodista; escritor, podría decirse. Amigo de algunas personas. Novio de una chica llamada Do. Por lo demás, solo.» (p. 15)—, llega Sonjia —«que viene de un contrato en Munich, tiene previsto actuar en Berlín en una comedia de costumbres y en un papel clásico.» (p. 15)—. No se conocen, no les une más que la ausencia de Gregor Gregori en la partida de Sebastian y su presencia en la llegada de Sonjia. No les une sino esa simultaneidad —la simultaneidad se explicita de una manera preciosa en su «misterio»: página 98, en la que Sebastian piensa y nos remite a la página 89 y a Sonjia; y en su «horror»: página 146, en los pensamientos de Sonjia sobre unos hechos, que en la página 212 se nos presentarán de otra manera completamente diferente, por cierto— de estar en la misma estación, de compartir al mismo amigo —que para Sebastian es una amistad que ha empezado a morir, para Sonjia es una relación que pretende llegar al matrimonio—. A través de estos dos puntos que se mueven en dos paralelas, como los raíles del tren que les han conducido de París a Berlín y de Berlín a París, entran todos los demás personajes de esta novela coral.

Gregor Gregori, ex-amigo de Sebastian, primer bailarín y coreógrafo, orgulloso, arribista, prometido de Sonjia; el consejero W. B., rico empresario judío, cortejador incansable de Sonjia, casado con una loca; la señora Grete, secretaria del doctor Massis, superviviente nata; su hijo Walter, de diecinueve años, mantenido fuera del círculo en que ella se mueve, en el que aparecerá como Tom y será el encuentro de Richard Darmstädter, patricio judío de Maguncia, homosexual, culto, con un largo historial de suicidios frustrados a sus espaldas; el doctor Massis, médico, investigador por cuenta propia, aficionado a estudiar a los seres humanos que le rodean, a manipularlos, a ver en ellos conejillos de indias en los que experimentar sus drogas y su influencia, como la bonita y llorosa Do, abandonada por Sebastian. Multitud de personajes se relacionan entre sí y se van definiendo según actúan, por lo que les oímos decir o lo que piensan. El narrador va, cámara en mano, de un lugar a otro, mostrándonos tan pronto una suntuosa recepción en la villa de W. B. como una fiesta en el vulgar El Dominó Rojo, dejando que los personajes nos vayan contando lo que ven y lo que sienten: son ellos los que se juzgan los unos a los otros, y a sí mismos.

Las paralelas no se encuentran más que en un punto situado en el infinito, un punto que no existe. Así, todos los personajes de la novela añoran un encuentro que nunca llega a producirse, como Do le explica a Sebastian que le ha explicado el doctor Massis: «Massis sabe tanto sobre estas cosas… sobre la necesidad, quiero decir. Siempre uno al otro. Todo está dispuesto de un modo absurdo. Él lo cuenta con mucho ingenio, pero no lo hace menos terrible. Dice que la maldición que Dios nos impuso en su día —ya sabes, cuando el pecado original— consistía en que la unidad de la vida se rompía. Lo llama la maldición de la individuación, o algo así. El uno no encuentra al otro. Massis dice que ni siquiera somos capaces de imaginar que el otro vive realmente, que es a su vez otro Yo. Tal es nuestra separación. Y que no sería tan terrible si no dependiéramos al mismo tiempo uno del otro, sin poder acceder a él: ni siquiera podemos imaginárnoslo; en realidad, ni siquiera existe para nosotros. Necesitamos algo que para nosotros ni siquiera existe. Estar tan aislados y, a la vez, tan necesitados de ayuda… es una cosa horrible, totalmente desesperante…» (p. 135).

Esta añoranza motiva un párrafo en boca de Sebastian en la página 142: «Nunca poder estar cerca el uno del otro… permanecer separados eternamente… ¿Será por culpa de nuestros cuerpos? ¿Serán nuestros cuerpos los muros que nos separan? ¡Ah!, si por una sola vez lográramos estar junto al otro de tal modo que perdiéramos la sensación del propio cuerpo… fundiéndonos con él, incorpóreos… cantando, bailando y volando con él, sin gravedad, sin Yo, idénticos con él y con toda la creación…» Sebastian está en la habitación número doce de un hotel de la estación de Zoo, en Berlín, antes de tomar el tren de nuevo a París; en la habitación número catorce, Sonjia duerme. Meses después, en un hotel en Algeciras, Sonjia piensa más que reza: «Señor, estoy dispuesta a entregarme. No dudes en disponer de mí, en mi totalidad, para celebrar la boda. ¿Son nuestros cuerpos los muros que nos separan unos de otros? Ojalá pudiéramos estar unidos por una sola vez y perder, junto al otro, la sensación del propio cuerpo, convirtiéndonos en uno, incorpóreo, cantando, bailando y volando con él, ingrávidos, sin Yo, completamente idénticos con él y con toda la Creación…» (p. 234). Siguen sin conocerse.

Solo Richard Darmstädter tiene la valentía de afirmar la realización de su encuentro: «Lo amo sin límites… y doy gracias a Dios de que me haya permitido conocer a esta criatura. Mientras nos sean concedidos encuentros de semejante hondura y atractivo vivificante, es maravilloso estar en esta tierra, y la muerte me resulta más lejana, más inimaginable, más absurda que nunca.» (p. 188). Esta carta la escribe Richard a su amigo Massis, pero ese mismo día comienza también un trabajo que titula El problema de la soledad: lamentablemente, la perspectiva de ese encuentro no subsiste en Richard ni unas horas, quizá porque «[a] fin de cuentas [es] un hombre de pensamiento lógico y no una personita histérica» (pp. 196-197) o porque «¿Cabe, por tanto, la conclusión de que la razón en sí es una anomalía, una afección y, desde cualquier punto de vista biológico, un rasgo negativo cuyo máximo gozo consite en destruirse a sí mismo absurdamente frente a la rutilante barbarie?» (p. 194). Richard abdica (p. 194).

Los capítulos del suicidio en Niza y de la sobredosis de hachís en Fez son maravillosos. Narrados sin ningún intento de elaborar un juicio moral, los hechos se nos presentan desde el sentir del que los sufre con una libertad que raras veces se da, ni siquiera cuando se trata de novelas en las que el elogio de la droga también hace que el narrador tome partido.

Klaus Mann no aplica la moral en la ética de los personajes. Las frivolidades, la relación con las drogas, la postura ante el cambio político o los sucesos no tienen una lectura crítica detrás en la que se postule una forma de estar. Si bien es verdad que los dos personajes principales, Sebastian y Sonjia, salen de ese ambiente de la Alemania en crisis, de la Alemania castigada por las hiperinflaciones, dividida por los extremos, arruinada su clase media y más enriquecidos aún los ricos, la Alemania que endiosa a los Gregor Gregori y que no quiere pensar, sino divertirse, drogarse, evadirse… Se van al norte de África, por separado. El narrador no pone palabras en su boca en las que veamos juicio alguno, no, pero sí sabe dónde corta una escena e introduce otra, sí sabe qué dos fragmentos finales terminan el libro. No hay una moral que juzgue la ética de los personajes y, sin embargo, no se puede decir que Klaus Mann no adelante a su época un cuadro pesimista de lo que le espera a Occidente. Digamos que, en una lectura política, el autor sí toma partido: el mismo pesimismo sin salida que constata para el individuo lo traslada a la sociedad que observa.

Ana Lorenzo | 22 de diciembre de 2007

Comentarios

  1. Luis Alfonso Perez
    2010-05-14 23:05

    Una novela exquisita. me encantó. No soy un experto en literatura, no soy un intelectual cien por cien. No es una novela de moda. No es para llevarla a cine o TV. Algun dia me doy a la tarea de hacer un libreto aunque no se realice. Me enamoré de los personajes. Me identifiqué con Sebastian, Sonja, Silvestre, Greta, etc.


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