Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El hombre que no estaba allí (Parte 4 de 4)

Solo necesitaba tranquilidad y un mapa. Regresé a la oficina. Sabía que en alguna parte había uno. Rebusqué en los cajones, en los recovecos del armario hasta que lo encontré en una caja de cartón junto a otros papeles, informes, fotos, dosieres y una radiografía de tórax que preferí ignorar. Lo abrí sobre la mesa. La región metropolitana de Paris se extendía por la cuadricula con sus círculos concéntricos de barriadas numeradas, pero lo que yo buscaba era una línea, la línea que atravesaba el Bois de Vincennes, el barrio del Temple, Les Invalides y Etoile, una trayectoria casi recta que recorría la ciudad de suroeste al noreste. Si los alargaba, los extremos de ese segmento alcanzaban por la derecha el suburbio residencial donde se encontraba el caserón familiar de los Rimbaud, por el otro, el Gran Arco en el distrito de La Défense. Recordé que la semana antes de entrevistarse conmigo Pamela creyó haber visto a su padre en los jardines del Louvre, aunque demasiado lejos como para hablarle antes de que él desapareciera de nuevo tras un muro de arbustos. Aquella localización también encajaba con el patrón rectilíneo de las materializaciones de Claude Rimbaud, metro arriba, metro abajo. El espacio parecía estar resuelto. Ahora faltaba adivinar el tiempo que transcurriría hasta su siguiente aparición. Junto a la equis con la que había marcado cada una de ellas apunté la fecha aproximada. En el 77 le divisó la hija pequeña, en el 89 o 90 el primer encuentro con Pamela, en el 98 con la madre, en el 2003 con Pamela de nuevo, solo hacía dos años con la hija ejecutiva, y la última, aún reciente. En efecto, aquella secuencia parecía converger de un modo muy particular. Las señales estaban ahí – una línea, un vértice- y se me presentaban dos opciones, ignorar aquellos patrones y signos, dejar de leerlos, porque todo el asunto era demasiado fantasioso, demasiado irreal como para seguir perdiendo el tiempo con él, o suspender el escepticismo y la incredulidad y continuar investigando, aunque aquello supusiera aceptar que la única conclusión posible era que Claude Rimbaud se aparecería de nuevo, quizá por última vez, en aproximadamente dentro un año en el monumento con forma de cubo gigante en el barrio de La Défense. Yo me había comprometido con mi cliente. En cierta forma no había elección posible.

Iba a ser muy laborioso. No poseía las fechas concretas de las apariciones de Claude Rimbaud y no parecía que se relacionaran con el aniversario de su primera desaparición, más de cincuenta años atrás. Quizá todas las fechas son posibles, me dije, son un cúmulo de posibilidades, una nube de probabilidad que se define solo cuando alguien del clan Rimbaud cruza esa línea telúrica, ese vector ficticio en el que el patriarca parecía estar condenado a aparacerse. No había mas remedio que arremangarse y proceder usando la fuerza bruta. Tendría que montar guardia cada día en el Gran Arco, durante los horarios de trabajo de Helena, pues mi único asidero deductivo relacionaba la aparición postrera de Rimbaud con un eventual encuentro con la hija mediana. Antes o después, mi convencimiento era total, avistaría al hombre de la gabardina. La conclusión era tan poco plausible que debía ser cierta.

Rompí mi promesa y traté de entrevistarme de nuevo con Helena para que me proporcionara sus horarios, pero se negó a recibirme, y me vi obligado a acercarme al asunto con dedicación exclusiva, porque solo tenía una idea aproximada de los periodos en que ella permanecía en su edificio. Pasar horas sin hacer nada no es una tarea ni agradable ni sencilla y el ir y venir de peatones pronto se agota como fuente de entretenimiento. La rutina llega porque uno aprende rápido a distinguir el limitado número de tipologías humanas y la labor de clasificar a cada nuevo peatón que entra en escena en una de ellas se vuelve enseguida aburrida. Pasé frío, maldije el clima de Paris innumerables veces, perdí peso, mis pies se endurecieron, bendije cada fin se semana, cada día de fiesta, cada una de las pocas ocasiones en que La Défense se apagaba y podía relajar mi guardia. Probé a llevar mi cámara y un trípode y tomar una fotografía cada día. Pero lo esencialmente inmutable de mi escena cotidiana – los rascacielos, los dos arcos erigidos como un reflejo mutuo – hizo que pronto pudiera clasificar aquellas fotos del mismo modo ordenado y específico en que podía clasificar a los humanos, por luz, clima y hora. Mirar siempre me resultó apasionante. No lo es tanto mirar siempre lo mismo.

Había marcado dos fechas. El 17 de Marzo, en el que se cumplirían 53 años de la desaparición de Claude Rimbaud y el día a finales de Abril en que se cumpliría un año desde su ultima aparición. La primera pasó sin novedad alguna. Dos semanas después recibí la noticia de la muerte de Pamela. Temí que cuando encontrara a su padre no tuviera oportunidad de cumplir mi promesa y entregarle el pequeño sobre dirigido a él con caligrafía redonda. Terminó Abril sin que ocurriera nada extraordinario, salvo una cómica pelea entre dos taxistas porque eran tan torpes que apenas llegaron a tocarse. Cuando llegó el verano creí volverme loco. Extrañas ideas comenzaron a invadirme, me sorprendía a mi mismo realizando asociaciones exuberantes entre el movimiento errático de las personas y la trayectoria de las golondrinas que cruzaban el espacio entre los edificios, como si yo fuera un sacerdote capaz de leer el futuro en las entrañas de los animales, o rebuscando signos en los números de los grupos de turistas o los corros de ejecutivos, como si estos fueran profetas. Me asaltaban claves, soluciones, y me decía por qué no, qué hay de malo. Pasaba el día luchando contra esas imágenes, contra ese permanente buscar ciclos y repeticiones, y aunque creía seguir lúcido, como creo estarlo ahora, era esa una lucidez tomada, porque aquella parte de mi, creciente y feroz como un licántropo al borde de la transformación, se aparecía de la forma más natural ante mi otra parte, la del ciudadano pulcro y callado que ya no se sorprendía de nada y que de hecho se dedicaba a analizar con frialdad a su gemelo hirsuto y demente. A veces lloraba. Las más, hablaba solo. Comprendí que la gente me mirara insistentemente, con curiosidad y algo de reparo por todas esas costumbres que había adquirido con mi propio abandono. Pero yo conocía un secreto, ellos no, aunque yo no comprendiera por qué no se había desencadenado aún.

Fue el primer viento del otoño, esa brisa de finales de Agosto o primeros de Septiembre que anuncia el fin del verano el que trajo la resolución del misterio. Aquel aire frío me envolvió, y cuando pestañeé ya no estaba en La Défense, estaba en otro lugar y, como descubrí un instante después, en otro tiempo. De algún modo había cruzado la línea. Los escasos coches aparcados frente a las casas señoriales y oscuras de la calle en la que me encontraba eran relucientes y arcaicos. Sí no hubiera estado preparado ya para algo fantástico me habría quedado inmóvil, alucinado, durante horas. Sin saber qué más hacer, caminé calle abajo en dirección al cartel vertical de tabacos que anunciaba un café en el recodo. Los colores se me aparecían brillantes, las verjas de los jardines, las decoraciones de las ventanas crepitaban, veía chispas en los bordes rectos de las cosas, como si aquella realidad acabara de formarse y aún estuviera incandescente. Unas pocas mesas y sillas se extendían por la acera del café. Un grupo de parroquianos discutía amigablemente. Vestían recios y sencillos, la mayoría con camisas blancas, y lo que decían me resultaba confuso. Conseguía escuchar sus palabras, las entendía, pero no podía dar ningún significado a su combinación. Sentado de espalda a la pared, junto a la puerta, idéntico a las fotos que de él me habían mostrado, reconocí a Claude Rimbaud. Notó que me acercaba a él y se fijó en mí.

¿El señor Rimbaud?

Sus compañeros de mesa se volvieron al unísono y me clavaron sus ojos.

Si, soy yo. ¿Le conozco, señor?

No, no nos conocemos. Tengo algo para usted, y extendí mi brazo para entregarle el sobre aún por escribir por su hija.

Se puso en pie, tiró con sus manos del borde inferior de su chaleco y tomó el sobre.

Es un mensaje importante, le aseguré.

Comencé a sentirme mal, mareado. Notaba mis miembros palpitar, después se sacudieron en pequeños espasmos. Líneas rojas comenzaron a envolverme. El mareo creció hasta convertirse en nausea. Quise irme, dar la vuelta sobre mi mismo, dar solo un paso.

He de irme, alcancé a decir.

La última imagen que vislumbré antes de que mi vista se desvaneciera en blanco fue le del grupo de hombres levantándose repentinamente, dejando sus sillas caer al suelo, llevándose las manos a la cabeza en asombro mientras Claude Rimbaud continuaba de pie, mirándome severamente, impertérrito. Después, silencio.

Como ya he dicho, nada podría haberme preparado para la singular tarea que supuso dar con Claude Rimbaud, pero sí es posible que yo estuviera destinado a heredar su condición. Suelo preguntármelo porque este estado en el que me encuentro no me resulta demasiado penoso. Permanezco hibernado, no podría llamarlo de otro modo ni podría decir por cuánto tiempo, hasta que salto de nuevo, y voy aprendiendo con las repeticiones a no preguntarme dónde o cuándo estoy porque a veces sólo estoy allí unos breves instantes. Al contrario que Rimbaud mis saltos no están delimitados a una línea o a Paris, ni tampoco a una sucesión cronológica. No sabría decir tampoco si el impulso que me empuja se está agotando o si por el contrario crece. Solo sé que en los fugaces segundos en los que puedo mirarme en un escaparate o en el agua, parezco no haber envejecido nada, lo que significa que si continúo saltando indefinidamente, de un lado a otro, sin límite de lugar o época, habrá de llegar un punto en el que el infinito me asista y encuentre de nuevo a Claude Rimbaud. Y entonces.

Santi Pagés | 12 de diciembre de 2009

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