Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
¿Ha llamado alguien preguntando por mí?, dijo Sol.
Por puro reflejo miré hacia el teléfono blanco y curvo heredado de mis padres.
No, nadie.
Aquello pareció tranquilizarle. Sol atravesó el salón en dirección a su cuarto ignorándome.
Por cierto, hola, dije cuando cruzó por delante del acuario. No respondió. Abrió la puerta de su habitación. Las persianas estaban echadas. No se molestó en subirlas y encendió la luz. La cama estaba deshecha. Hizo ademán de entrar pero se detuvo.
Sí, hola, perdona, no he tenido un buen día. ¿Qué haces?
Nada. Ver la tele. Comer arroz. ¿Te acabaste mi guiso?
Lo siento, llevaba prisa. Solo pasé un momento por aquí. Tenía hambre.
En ese momento volvió a aparecer en el televisor el anuncio de Alpha. Al escuchar la sintonía el cuerpo de Sol se tensó.
¿Ya estás viendo cosas de betas?
Según tú no hay otras, ¿no?
Sí, pero no las verías si no fuera por tu novia, dijo ya desde dentro.
Intenté disimular mi enfado.
Ya, Hazme un favor y recuérdame por qué compartimos piso.
Le vi sacar un macuto vacía de tela de debajo del armario. La tiró sobre las sábanas revueltas.
Venga, no te molestes, solo era una broma. Cojo unas cosas y te dejo en paz. Me marcho fuera unos días.
Estuve tentado de preguntarle dónde. Aquello era extraño. La gente ya no solía viajar. Fue entonces cuando sonó el teléfono. Sol dejó lo que estaba haciendo y al instante saltó desde su habitación como un resorte. Extendió la mano para ordenarme que me quedara sentado, se acercó hasta la mesilla y descolgó el auricular. Respondió. Le miré con expectación. Una voz nasal llegaba desde el otro lado de la línea soltando frases incomprensibles y nerviosas, sin pausa, una tras otra. Sol palideció. Su cara mudó de la sorpresa al terror. Colgó sin despedirse con un golpe seco que pensé haría añicos el teléfono. Corrió hacia su cuarto y abrió el armario. Yo estaba paralizado. Ni siquiera me levanté del sofá. No sabía qué hacer. Solo alcancé a preguntarle qué estaba pasando mientras él iba metiendo su ropa a puñados en la bolsa. Salió de su cuarto, abrió la puerta de casa, regresó a su habitación y continuó. Cogió dos o tres libros, los metió allí también y cerró la cremallera con un silbido brusco. Asió con fuerza el macuto y lo lanzó hacia el sofá. Impactó junto a mí, rebotó y cayó al suelo. Sol se dirigió al acuario con decisión pero en cuanto reparó en mí presencia se paró en seco, sorprendido, como si yo hubiera sido invisible para él todo aquel tiempo. Me miró de arriba abajo. Me evaluaba. Decidía qué hacer conmigo. Su examen me resultó incómodo. Le interrumpió el eco del sonido del ascensor subiendo. Sol abandonó cualquier otro pensamiento y recuperó la bolsa. Tengo que bajar antes de que lleguen, dijo, y salió disparado. No cerró la puerta. Escuché su carrera peldaños abajo. Solo entonces salí de mi estupor. Me puse en pié y salí el rellano con la lentitud de quien ha recibido un golpe en la cabeza y acaba de despertar de la conmoción. Me asomé por la baranda. Aún podía distinguir la figura de Sol bajando a toda prisa, apenas una sombra oblicua perdiéndose entre los cuadrados concéntricos que formaban los pasamanos, repetidos como una imagen infinitamente reflejada en un espejo. El ascensor se detuvo. Había alcanzado la planta quince. Para entonces Sol estaba más abajo. Me sorprendí sintiéndome aliviado. Volví hacia casa pero antes de cruzar la puerta escuché gritos. Eran voces graves que fueron respondidas por otras voces muy lejanas, apenas audibles. Después silencio. Entré de nuevo en casa pero no quise cerrar. Me senté en el sofá. Quería entender qué había sucedido. La llamada había sido un aviso, no había duda. Sol la estaba esperando y temía a quien fuera que subiera en aquel ascensor. Mal presagio. Sonó la maquinaria de nuevo. Era un mugido metálico y creciente. Subían. Los segundos que transcurrieron hasta que el ascensor se detuvo resultaron insoportables. Pero lo que vino después fue mucho peor. Nuevos gritos retumbaron en la escalera. No me atreví a moverme. Se hicieron más intensos. Conformaban frases que fueron aclarándose, no te muevas, estate quieto, no te resistas. Fui distinguiendo la voz de Sol, al principio como un murmullo, luego como quejidos, insultos sofocados hasta que entró por la puerta con la nariz sangrando, la camiseta manchada, el pelo revuelto y el brazo doblado hacía atrás atenazado por un individuo alto y de mandíbula cuadrada que le empujaba mientras apretaba los dientes. Detrás venía otro tipo casi idéntico, intercambiable. En la mano derecha llevaba una porra extensible.
Estos venían por la escalera, dijo Sol con una media sonrisa. Tenía los dientes manchados de rojo.
Cállate cabrón, dijo el tipo que le tenía agarrado, vamos a ver qué tienes.
¿Es esa su habitación? Dijo el otro dirigiéndose hacía mi y señalando con su porra en dirección al cuarto de Sol.
Sí. Oiga, exijo saber qué está pasando, dije, esta es mi casa.
Mientras Sol y su acompañante se perdían tras la puerta el segundo tipo se acercó a mi y tocándome con la porra en la rodilla me dijo tú mejor calladito, ¿eh?
Eran de la Brigada de Seguridad, claro.
Cuánta porquería tienes aquí, sácalo todo, escuché decir desde dentro. Hubo sonido de sillas, de cajones abriéndose, objetos cayendo al suelo, más insultos. Cuánta mierda, repitió. Algún problema, preguntó el otro. ¿Tienes más libros?, dijo el primero, ¿tienes más libros? insistió gritando. Sol respondió con voz apagada algo que no pude entender.
Oye, que dice que hay más libros por la casa, mira a ver, dijo el agente que estaba con él.
Quietecito aquí, dijo el que me vigilaba y se perdió por el pasillo.
Sol sollozaba. Sí, llora ahora, cabrón, le soltó el otro con desprecio. Ruidos en el baño. Cristal rompiéndose. Después más ruidos en mi habitación. Intenté mantener la calma, no levantarme. Había escuchado historias sobre las intervenciones de la Brigada. No eran historias bonitas. Miré hacia el suelo.
Nah, hay muy poco, dijo cuando volvió ¿Ya lo tienes todo?
Sí, venga cabrón, ya nos vamos, dijo el otro empujando a Sol que se estampó contra el cerco de la puerta. Viéndose por un momento libre de la pinza en su brazo, Sol se tambaleó por el salón en dirección hacia la salida pero justo al llegar a mi altura fue alcanzado por el otro agente que con la porra le golpeó en un lado de la cabeza. Sol dio un alarido y cayó de rodillas. Allí recibió otro porrazo en la nuca. La sangre se proyectó sobre la mesa frente a mí en gotas finas. Los agentes le levantaron por los brazos. Apenas se podía tener en pie. Su cara se estaba hinchando visiblemente. Entonces llegaron nuevos gritos desde la escalera.
Ya nos contarás todo en la central, dijo el tipo que me había amenazado. Venga, vamos.
Por favor, cuida del acuario, del acuario, dijo Sol mientras se lo llevaban. Tenía la boca abotargada y no podía pronunciar bien. Recuerda el acuario, repitió una vez más. Aquello fue lo último que escuché decir a Sol. Aquella fue la última vez que le vi.
Cuando creí que había pasado un tiempo prudencial salí al rellano y me incliné sobre la barandilla. Aún se veían las cabezas de algunos vecinos, asomados para ver qué pasaba. Entre ellas reconocí la cabellera rubia de la Señora Matilde. Una a una se fueron retirando. Ya ni escuchaba el ascensor bajando. Cerré la puerta tras de mí. Me senté. Estaba temblando. Al cerrar los ojos podía ver a Sol ensangrentado, arrodillado, recibiendo golpes, zarandeado y sucio, con los globos oculares encarnados, pidiéndome que cuidara de su acuario. Recuerda el acuario, dijo. El acuario. Miré hacia él. Funcionando. Borboteando. Recordé que antes de que le detuvieran Sol iba a hacer algo con él. Luego me vio y dudó. ¿Iba a moverlo? ¿Arreglarlo? La curiosidad me empujó a estudiarlo más de cerca. El agua estaba limpia. Seguía sin haber rastro de los peces de colores. Hubiera jurado que había docenas de ellos el día anterior. Me acerqué aún más hasta que mi respiración empañó el cristal. El fluorescente añil vertía una luz muy tenue, incapaz de iluminar las cavidades de las piedras del fondo. Busqué una lámpara en la habitación de Sol. No sabía dónde pisar. El barullo y el desastre del registro lo cubrían todo. Por fortuna la encontré enseguida envuelta entre las sábanas a los pies de la cama. Desenchufé la bomba del acuario. El borboteo cesó. Conecté la lámpara. Examiné las oquedades. Las sombras proyectadas por las piedras huecas bailaban con cada movimiento de mi mano. No tardé en comprobar que los peces no estaban. Se habían volatilizado. Pero algo asomaba entre la gravilla. Un triángulo negro. Parecía la esquina de algo. Apagué la luz, acerqué el taburete y me arremangué. No se me ocurrió otra manera de alcanzarlo. Comprendí que era eso lo que Sol no se había atrevido a hacer en mi presencia. Eso me hizo sentir extrañamente excitado. Metí el brazo. El agua estaba tibia. Lo metí hasta el hombro. Con esfuerzo aparté la piedra que cubría aquel pequeño triángulo y con dos dedos tiré de él. La capa de piedrecillas no ofreció resistencia. Saqué un objeto rectangular cubierto con una tela negra impermeable. Su tacto era suave y acolchado. Parecía hecha de algún tipo de plástico. Nunca había tocado una tela así. Me quité la camisa, me sequé el brazo y aparté las gotas de agua que lo cubría. Busqué una rendija, una cremallera. En un lateral encontré una pequeña cinta y tiré. La funda se abrió con un silbido. De ella saqué una tableta. Un aparato para almacenar información que era común en Oriente pero que aquí solo manejaban personas de clase alta y funcionarios de la mayor graduación. Era oscura y brillante. Mi cara se reflejaba sobre lo que parecía ser su parte frontal. Toqué aquí y allá en busca del mecanismo que la encendiera hasta que topé con una hendidura en forma circular. Apreté. Zumbó con un susurro. La pantalla se encendió con una luminosidad plácida y potente que me deslumbró. En la parte de abajo apareció una sucesión de letras en filas. Arriba, un espacio en blanco. Pedía una contraseña. Me desanimé por un momento. ¿Cuál podría ser? Probé al azar con el nombre de Sol. No funcionó. Después palabras que asociaba con él: Alphas, betas, Kunis. Tampoco funcionaron. Comencé a hablar en alto buscando otras ideas. Recordé el acuario. Volví a escuchar las palabras de Sol. Acuario. Creí que esa sería la contraseña pero no sirvió. Estaba empezando a perder la esperanza. Jamás accedería a lo que fuera que aquel aparato almacenaba. Pensé de nuevo en los peces. Los peces. ¿Dónde estaban? ¿Cómo se llamaban? Su nombre venía escrito en la comida que les dábamos. Revisé la etiqueta del primer tubo que encontré. Indicaciones: Alimentación adecuada para peces kois, payaso, ballesta, iroqueses, arlequines… Sin pensar más fui introduciendo uno a uno todos aquellos nombres pulsando las letras de la pantalla. Cuando casi había agotado la lista la luz de la pantalla se volvió azul como si hubiera pronunciado el encantamiento correcto. Aparecieron una serie de dibujos que simulaban carpetas formando una cuadrícula. Eran ocho o nueve. Cada uno de ellos tenía un rótulo. El del centro se titulaba Alpha. Supe que era ese el que debía abrir. Toqué con el dedo sobre él varias veces hasta que se desplegó un cuadro con una columna con tres palabras. La primera era “Lista”. La segunda “Planos”. La tercera “Sponsors”. Toqué en la segunda y la pantalla cambió a un croquis técnico repleto de flechas, líneas, cotas, dibujos en perspectiva de piezas mecánicas y complicadas estructuras. Era imposible de descifrar. Perplejo fui pasando página a página sin entender nada. Los objetos representados se iban haciendo menos abstractos. Se recomponían en una progresión intuitiva. Parecían motores integrados en esferas. En la penúltima página aparecía un armazón que contenía a su vez las esferas y algunas otras de las piezas que había visto antes. Cuando intenté pasar de página se sobreimpresionó un rectángulo rojo que enmarcó una parte del armazón. Desconcertado apreté de nuevo y aquella vez sí accedí a la última página. Era una perspectiva cenital de una nave de Alpha. Otro rectángulo rojo más pequeño enmarcaba ahora una sección de su lateral derecho casi en la popa.
Estaba desconcertado. No sabía muy bien que podía significar todo aquello así que abrí el otro documento que había llamado mi atención. “Lista”. Este era sencillo de interpretar. Era una compilación de nombres organizados en grupos a su vez encabezados por una fecha. Después de haber visto aquellos planos estaba seguro de que aquellas fechas correspondían a los lanzamientos de Alpha. Todo empezó a cobrar sentido. Las otras columnas parecían contener la dirección del pasajero, la duración del contrato de trabajo una vez llegado a Alfa Metris (dos años era el mínimo) y la forma de financiación, que variaba entre “sponsors” (que deduje figurarían en el tercer documento), “préstamo” y “privado”, la mayoría, que venía acompañado por uno o más nombres entre paréntesis que casi siempre compartían el mismo apellido que el pasajero. En cuanto comprendí cómo orientarme comencé a buscar la entrada correspondiente a María. Sin pensarlo. Pasé páginas y páginas. Miles de nombres. Aquel documento los había registrado todos, incluyendo los del primer lanzamiento hacía ya casi quince años. No sé cuánto tiempo estuve revisando aquella lista. Creo que horas. Me negaba a tomar un respiro. Las filas de datos se confundían unas con otras. Apretaba el botón de pasar como un autómata, sin mirar. Cuando me daba cuenta volvía atrás por temor a haberla perdido. Hasta que encontré la fecha. El corazón me palpitaba tan fuerte que notaba los latidos en mis oídos. Busqué su nombre. Contuve la respiración. Había pasado dos páginas cuando lo descubrí. No me fiaba ya de mi vista así que use el dedo índice como guía, siguiendo la fila que le correspondía. Primero sus nombre. Después su dirección. Dos años de trabajos. Financiación privada. En la última celda un nombre que me resultaba familiar aparecía como el pagador de su pasaje. Unas líneas más abajo encontré de nuevo aquel nombre. Lo entendí todo y me sentí un imbécil.
Tiré la tableta sobre la cama de Sol. Aterrizó blanda y se apagó. Volví al salón y abrí la ventana. Me apoyé sobre el alféizar. Noté la brisa aún caliente en mis mejillas. Miré hacia el bloque que se alzaba a apenas cien metros. Turbinas domésticas plagaban sus balcones. Sus hélices giraban bajo los últimos rayos de la tarde haciéndolas brillar como estrellas incandescentes.