Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Atravesé los portones de hierro negro que marcaba la entrada a los Campos y enfilé la avenida central flanqueada hasta donde alcanzaba la vista por turbinas de viento. Así, puestas en hilera, sus aspas se confundían unas con otras mezclándose en la distancia, trazando dos líneas enrevesadas como alambres de espino. Algunas hélices giraban despacio. La mayoría permanecían quietas. El aire las animaba en un azar intermitente como si estuvieran sujetas al capricho de un niño que se aburre y coge y suelta sus juguetes, entreteniéndose con ellos no más de un minuto. Las turbinas servían para hacer funcionar los regadíos y recargar las baterías de los modestos tractores eléctricos que araban los sembrados municipales que se extendían a ambos lados. Era placentero respirar el aroma de la tierra fresca vuelta contra el aire, secándose al sol, ver las filas de cabezas vegetales asomándose desde la oscuridad del suelo creciendo en su impulso ancestral. Incluso me hizo sentir calma contemplar los movimientos de las figuras silenciosas y oscuras de los peones que surcaban el interior de los invernaderos de plástico.
En el lado derecho de la avenida estaba la zona de los huertos privados, cuadrículas de quince o veinte metros cuadrados de terreno divididas por vallas metálicas. Me acerqué a contemplarlos. Casi todas las parcelas tenían una caseta de madera en un rincón. Algunas era simples cajas, poco más que para guardar aperos. Otras eran altas y estrechas y en ellas los dueños descansaban y se refugiaban del sol. A unos veinte metros de mí un hombre mayor labraba vigorosamente con una azada. Su pelo canoso y rizado asomaba por debajo de la gorra de tela verde oscura que llevaba. Detrás de él, apoyados en la pared de su caseta, descansaban una pala y una criba. En la esquina opuesta de su huerto unos tablones delimitaban un bancal de tierra húmeda en el que crecían unas acelgas tímidas. Podía escuchar los jadeos del hombre cada vez que se doblaba para descargar sobre el suelo otro golpe de azada que luego hacía girar para remover los terrones antes de levantarla de nuevo sobre sus hombros y para volver a empezar. Huertos como aquel habían sido repartidos años atrás por el ayuntamiento entre las familias más pobres para ayudarles a asegurar su sustento. Siguiendo la retórica oficial. Cuando se hizo necesario sacar todo el rendimiento posible de toda extensión de suelo disponible se comenzaron a cultivar parques, descampados, solares de edificios inacabados o vacíos, escombrerías, tierras duras y sucias, emponzoñadas y esterilizadas por la contaminación o los desagües. En las ciudades costeras incluso se habían distribuido las zonas recién inundadas -poco más que pantanos infectados de malaria – para convertirlos en arrozales. Los charlis por supuesto nos llevaban ventaja, disfrutaban de una práctica de siglos y no tardaron en acapararlas. Se decía que habían creado plantaciones clandestinas donde practicaban una esclavitud encubierta, una explotación institucionalizada y tolerada por la cual pagaban jornales igual de míseros a blancos y a fugis. Pero aquí, donde el mar permanecía lejos y la gasolina se había vuelto prohibitiva primero, clandestina más tarde, los precios de los alimentos no tardaron en escalar. Los huertos privados se hicieron demasiado apetecibles, convirtiéndose en otro bien más susceptible al tráfico y al estraperlo como ya lo eran la carne o los aparatos electricos. El reparto de las parcelas resultó un escándalo. Un completo desastre que no interesó demasiado a los medios. Muchos de los infelices que recibieron una, ignorantes de su valor o de qué hacer con ellos los malvendieron al primero que les ofrecio un manojo de carbonos, a veces no mas que una fracción ínfima de su valor auténtico, condenándose al hambre. Corrieron incluso rumores de que la mayoría de los que habían adquirido los huertos lo habían hecho no por necesidad sino por hobby para pasar allí sus ratos libres cultivando, trabajando la tierra, disfrutando de un falso y estúpido regreso a los tiempos de la abundancia y la gasolina.
El hombre clavó la azada en el suelo y fue a buscar algo a la caseta. Salió de ella con una cantimplora, bebió, se limpió con el brazo y entonces me vio. Temí que mi curiosidad le molestaría. No fue así.
Buenas tardes, chaval, dijo.
Volvió sobre sus pasos., sacudió el polvo que blanqueaba sus pantalones de labranza, se escupió en las manos, agarró la azada y continuó a lo suyo sin prestarme más atención.
Regresé al camino y giré a la izquierda en dirección a la Central de Cristal. En sentido estricto la Central no tenía más cristal que el de las pocas ventanas del edificio gris, apenas una caja de cemento, donde se alojaba el centro de control. Su nombre procedía de los tiempos en los que los Campos del Retiro eran todavía un parque ocioso y en barbecho que los habitantes de la ciudad visitaban para relajarse. Por aquel entonces se erguía allí un palacio construido en vidrio y hierro blanco que yo no alcancé a conocer pero del que cuando era niño todavía se contaba que había sido un museo de plantas raras. También escuché decir que a su lado había una fuente de la que brotaba un chorro de agua tan poderoso y enorme que era imposible ver dónde terminaba y que era capaz de hacer llover los días de verano. Mis padres me contaron que cuando se decidió demoler el palacio y construir la Central en el parque hubo protestas violentas. A muchos les aterrorizaba la idea de vivir junto a una bomba de relojería, con la posibilidad siempre presente de un escape, de un error, de un accidente que los aniquilara, aunque las autoridades intentaran convencerles de que la seguridad era perfecta y de que no ocurriría ninguna desgracia como las que habian sucedido en el extranjero. Me contaron que los enfrentamientos con la policia fueron tan duros que incluso llegó a morir gente, ecologistas radicales del Frente de Liberación de La Tierra que se negaban a aceptar que no nos quedaban más opciones. Era en definitiva un lugar que siempre me resultó fascinante, casi mágico, porque sobre el lecho de un pasado de risas y muertos descansaba ahora una cúpula de cemento muda, un depósito de acero cromado y seis chimeneas que se limitaban a sacar un humo espeso y redondo como algodón, que se elevaba perezoso hacia el cielo. Seguro. La Central de Cristal no era un palacio. Era en verdad un cofre como los de las historias de piratas, un cofre del tesoro maldito y radioactivo, envenenado por Urano. Pero sus formas rectas y grises, su pragmatismo fijo y cierto, le otorgaban la belleza profunda y sencilla de lo terco.
Me crucé con un grupo de peones. Llevaban bolsas de tela y sus ropas estaban aún limpias. Era el nuevo turno que justo comenzaba. Aprovecharían que el calor comenzaba a amainar para sacar una horas más de esfuerzo antes de que oscureciera. También me encontré con varios paseantes que no llevaban paraguas y entonces cerré el mío. Dejé de lado las columnas grafiteadas del monumento que presidía la extensión de barro fosilizado, todavía maloliente, que una vez fue el lago del parque, desecado cuando los primeros propietarios de huertos usaron sus aguas para regar sus cultivos. De aquella fiebre solo quedaban los tubos de bombeo, anillados y descoloridos, colgando de sus bordes como gusanos desfallecidos. Recuerdo que mis padres me llevaron de paseo al lago cuando era niño, cuando aún existía. Hacía sol y su superficia brillaba tanto que me deslumbraba. Había barcas. Creo que montamos en una. Había otros niños. Conservo la imagen de estar sentado entre ellos contemplando un espectáculo de marionetas y el recuerdo de haberme asustado con sus voces y los golpes que se atizaban los unos a los otros con una porra diminuta.
Todo era un intento. Huir hacia un pasado más lejano, escarbar en la memoria más antigua para escapar del sobresalto que me había causado la chica del autobús. Pero no estaba teniendo demasiado éxito. Así que decidí acortar, dejar de intentarlo y acelerar el paso. Busqué la figura de la Torre Valencia, recortada sobre los últimos álamos que quedaban en pié. Me dirigí hacia ella, hacia casa. Franqueé la salida de los Campos. Al otro lado de la calle se elevaba la Torre, robusta y aritmética. Sus balcones eran una amalgama de ropa tendida, monstruosos aparatos de aire acondicionado, turbinas caseras colocadas para capturar la más tenue brizna de aire y paneles solares adheridos a las barandas, algunas medio desprendidas, en riesgo constante de precipitarse. Era frecuente que cayera alguna de las planchas que cubrían la fachada. Sobre la acera aun yacía desintegrado y sin recoger uno de ellos, desmoronado hacía semanas, rodeado por tres vallas amarillas que alguien se había molestado en colocar allí, y que en su impacto contra el suelo habían explotado en mil trozos que habían arañado de blanco el pavimento. Rodeé las vallas como cada día para acceder al portal. Saqué las llaves. Suspiré. No podía culpar a María por haberse ido. El mundo se había convertido en un lugar demasiado inhóspito. Era descorazonador comprobar que la vida se había reducido a un tirar pa’lante sin mirar atrás, sin dejarse atrapar por la angustia de que al día siguiente todo fuera a peor, a mucho peor. No podía culpar a María por haber preferido dejarlo todo, el planeta, su familia, a mí. No podía culparla por elegir marcharse lejos, muy lejos, a salvo con Alpha.