Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Estudio experimental sobre la velocidad de un reloj en movimiento (Parte 3)

Caminábamos por el mercado de Mendez Álvaro, entre las columnas que sustentaban lo que una vez había sido la estación de autobuses, clausurada y reconvertida hacía años porque ya nadie viajaba a ningún sitio. Esquivábamos a fugis cargados de cajas que subían y bajaban del piso superior siguiendo las órdenes de los distribuidores autorizados tras los mostradores portátiles, casi todos hombres fornidos y cetrinos, en camiseta blanca, con el sudor marcándoles las axilas, la tarjeta de identificación oficial colgándoles del cuello, hombres que intercambiaban con otros hombres como ellos palabras secas y créditos de carbono, sacándolos de sus bolsillos en fajos, pasándolos de mano en mano con una rapidez que los hacía invisibles. Abajo, en las antiguas dársenas, mujeres de mediana edad se acumulaban con ansía alrededor de los puestos donde charlis con sórdidos bigotillos, delgados hasta la extenuación, habían colocado sus puestos ambulantes y vociferaban pujando por la atención de las clientas ofreciendo dos kilos de barracuda por tres carbonos, señora, abriendo mucho la boca, luchando para pronunciar cada erre, luchando con sus dentaduras incompletas, dejando ver sus muelas manchadas por las bellotas rojas que masticaban de continúo y que les ayudaban a mantenerse despiertos desde las cuatro de la madrugada cuando se levantaban en busca de los trenes de pescado que llegaban a la estación de Atocha desde los cuatro puntos cardinales cargados con la abundancia del océano, toneladas de barracudas, lajas, hojas, zapateras, peces gato, peces martillo, incluso tintoreras, porque con El Calentamiento los mares que habían agonizado por décadas eran ahora selvas prehistóricas que bullían con una vida informe y desconocida. Era frecuente que en las noticias se anunciara el descubrimiento de especies nuevas en las costas de Malta o en el Golfo de Guinea, extrañas mutaciones, mestizos, híbridos, peces gestados en los fondos sombríos y fértiles que yacían bajo la superficie cubierta de plástico o sargazos, especies alteradas que habían aprendido a comer basura, algas y medusas, peces abotargados y rojos, hipertróficos, con colmillos de vértigo y ojos hinchados, armados con una completa coraza de pinchos o con escamas duras como madera. Esa nueva jungla marina, ese nuevo Caribe, era una de las pocas esperanzas de supervivencia que nos quedaba. Un mar que se comía nuestras costas mientras nosotros continuábamos alimentándonos de él como habíamos hecho desde siempre. La carne de esos peces nuevos e insólitos era dura, correosa, repleta de espinas. Quien haya comido una barracuda sabe bien de lo que hablo: era como masticar engrudo y ramas. Con cuidado, apartando los huesos, mascándolos con paciencia, podían ser un alimento tan bueno o tan malo como cualquier otro y eran, eso seguro, casi nuestra única fuente de proteínas. Eran peces capturados a la vieja usanza, por flotas de pequeños barcos de vela triangular que habían vuelto a puntuar de blanco el Mediterráneo, más extenso y febril que nunca. Balandras que se adentraban apenas unas millas, porque no había otra forma, porque no quedaba otra, porque ni las baterías de los motores eléctricos ni los paneles solares permitían incursiones en alta mar, porque usarlos era arriesgarse a quedarse a merced del tiempo, a riesgo de quedar inmóvil en mitad del océano oliendo cómo tu carga se pudre. Con la refrigeración mínima, esos trenes diarios traían esa cosecha iodada y muerta que se descargaba en lenguas irisadas por toboganes de acero inoxidable, resbalando desde los vagones hasta el andén donde eran recogidas por un ejército de fugis armados con ganchos, trabajadores con las muñecas deformes y los codos desencajados de realizar una y otra vez los mismos movimientos, los mismos giros, dislocados de manejar monstruos de más de veinte kilos, de cargarlos en cintas de garfios, de llevarlos en carretillas llenas de cajas de hielo hasta el mercado unas calles más abajo antes de que se perdieran del todo para venderlas al mejor postor a sus amos.

María y yo nos habíamos detenido en un puesto. Uno cualquiera. Uno que acumulaba lajas abiertas en canal y crustáceos carmesíes. A un lado tenía una pequeña plancha eléctrica donde un charli preparaba calamares picantes ensartados en palillos de madera. Yo había comprado uno. Estábamos descansando. El olor en el aire era pútrido y penetrante. María apenas había dicho nada desde que habíamos llegado al mercado. Llevaba días así. Dirigiéndome la palabra solo bajo estricta necesidad. Cuando llegaba a casa, muy tarde, entrada la noche porque otra vez se había tenido que quedar trabajando, me saludaba sin gana y sin darme siquiera un beso. Hacía mucho que no hablábamos, que no nos abrazábamos, que teníamos sexo. Ni siquiera dormiamos ya en la misma habitacion. Ella habia vuelto a su cuarto minimo y asfixiante, el que le correspondia en cumplimiento de la ley de ocupación, el cuarto que ocupó cuando llegó. Recuerdo que aquel día estaba especialmente enfadado con ella. Su silencio me había hartado y más aún sus pocas ganas de ayudarme con la compra. Había delegado por completo en mí la tarea de regatear con los charlis y de tirar del carro. Durante seis meses al año, fuera de la estación de calor, esa era nuestra rutina. Comprábamos en el mercado cada dos días. No nos podíamos permitir un refrigerador, consumían demasiados créditos de carbono. A veces conseguíamos algo de espacio en la nevera de un conocido. Cuando no podíamos comprábamos para cocinar casi en el acto porque por mucho que aisláramos la despensa, el hedor se hacía insoportable enseguida.
Le tendí el pincho de calamar anaranjado. No lo cogió.
No lo soporto más. Me marcho, dijo.
¿Ya te quieres ir? Aún no hemos terminado de mirar todos los puestos.
No me refiero al mercado. Me quiero ir de aquí, de todo esto, de esta mierda de mundo que se está cayendo a trozos. ¿Es que no lo ves? No hay nada que hacer.
Hablaba muy alto, casi me gritaba. Con el barullo del mercado nadie nos prestaba demasiada atención.
Me enfadé aún más.
Ya lo hemos hablado cientos de veces. ¿Y con qué dinero nos vamos?
María llevaba un pantalon ancho de lino. Metió las manos en los bolsillos y miró hacia otro lado. Sus pendientes bailaron brevemente. Brillaron. Se los habia regalado yo. Parecío distraerse con las anguilas gruesas y grises que colgaban de los garfios del tenderete de al lado.
He reunido suficientes carbonos para irme.
¿De dónde los has sacado?
Eso no importa.
… ¿Para irte? ¿Y yo? ¿Y nosotros?
Tú, yo… no lo sé. Hace tiempo que no somos pareja. Somos amigos. Entiéndelo. Tengo que irme. No puedo seguir así.

Lo que vino después en el fondo es tan común y tan habitual que resulta aburrido. No entendí muy bien cómo sucedió. Me pareció natural y al mismo tiempo me sorprendió. Pasaron dos semanas, quizá tres, en las que apenas conversamos porque yo no quería no reprocharle nada, en las que apenas nos vimos porque ella prefería evitarme en prevencion de que mi voluntad fallara. En una ocasión llegué más tarde ella a casa. La encontré rellenando unos formularios. Cuando me oyó entrar comenzó a recoger los papeles y se metió en su habitación. Me dio tiempo a ver la carpeta azul con el logo de Alpha. Recuerdo que también pasó varias noches fuera de casa. La primera me asusté. No pude dormir. Buscaba en el silencio el sonido de los pasos en la escalera, de la cerradura abriéndose. Me angustiaba no saber dónde estaba. Tambien deseaba verla muerta. La imaginé violada por una banda de fugis o atropellada por un autobus nocturno. La imaginé llamándome desde el hospital, pidiendome que la ayudara. Me imaginé corriendo a buscarla. Me imaginé besándola cuando me pidiera perdon por lo estupida que habia sido. Todo fue, como suele suceder, mucho más prosaico. Cuando la vi al día siguiente se excusó diciendo que estaba bajo observación, que se estaba sometiendo a las pruebas físicas de Alpha, entrenándose para resistir los rigores del viaje. No pude evitar plantearle un reproche, preguntarle otra vez cómo había conseguido la gigantesca suma que costaba un pasaje, y en cuanto lo hice me amenazó con su enfado y no volvimos a hablar hasta que se marchó. No durmió en casa unas cuantas noches más en las que dejé de preocuparme y me entregué a mis fantasias de violencia. La siguiente vez que la vi me esperaba en el umbral de la puerta para despedirse. A su lado las mismas dos maletas que trajo el dia que la conocí.
Seguro que pesan mucho.
No te preocupes. Estaré bien.
No dije más. Se acerco a mí y me abrazó.
Y tu. ¿Estarás bien?
Sí, tranquila. Aunque por tu culpa me asignarán ahora a otro compañero de piso.
Sonreímos.
Sea quien sea no será como tú, añadí.
No. Será mejor. Adiós.
Abrí. Ella agarró las maletas y salió.
Supongo que te veré en veinte años.
Lo último que vi de María fue su mirada de lástima antes de cerrar la puerta.

(Continuará)

Santi Pagés | 23 de abril de 2011

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