Es para ti, dijo Marta tendiéndome el inalámbrico. Es Alemany.
Cogí el teléfono. Marta alcanzó el paquete de encima de la mesilla y se tumbó en la cama.
Diga, Alemany.
Buenas noches señor, ¿tiene el móvil estropeado? He probado a llamarle pero dice que está fuera de servicio.
Lo he apagado.
Entiendo, dijo Alemany después de unos segundos de silencio. Marta encendió un cigarrillo. Su rostro se iluminó de naranja con la primera calada.
Diga, qué ha pasado.
Un tiroteo cerca del aeropuerto, señor. Un agente muerto, otro herido. Iban de incognito. Seguían a dos coches. Les descubrieron, se lió una buena. Al menos se llevaron por delante a tres de ellos.
Mientras Alemany hablaba, yo jugaba con uno de los pezones de Marta. Estaba retraído en la aureola. Lo acaricié con un dedo. A ella aquello no le gustó. Me apartó la mano y se tapó el pecho con la sábana.
Sacaron automáticas, continuó Alemany. AK47. Eran del los Voynich, señor.
¿Cómo?
Tiene que venir. Es una locura. Uno de los coches en el que iban era un coche fúnebre.
No podía creerlo.
Voy para allá. Si es en la zona del aeropuerto se ocupa del caso quien imagino, ¿verdad?
Si, se ocupa él.
Le veo allí. Tardo media hora.
Colgué.
Me levanté de la cama. Recogí los calzoncillos. Marta me miraba con indiferencia mientras continuaba fumando. Fui al salón a recoger los pantalones. Yo sí necesité encender la luz. Volví a la habitación ya vestido. Aún olía a sexo. Marta se había incorporado y tenía ahora un cenicero en el regazo. Estaba enfadada.
Me voy.
Ya veo.
No seas tan digna.
Es lo que me queda. Lo de anoche no estuvo muy bien, ¿sabes?
Es lo que hay.
Bufó.
Qué ha pasado, dijo algo menos hostil.
Un tiroteo cerca del aeropuerto. Se ocupa Soler pero me han pedido que vaya.
Está implicada gente del Clan.
Te lo tienes merecido. Cierra bien la puerta cuando salgas.
2.
Soler y yo habíamos coincidido en la Academia. Éramos de la misma promoción. Nuestra relación era muy sencilla de describir. Nos sabíamos rivales. Nos odiábamos. Quizá porque nos parecíamos. Los dos queríamos ser los primeros. Cuando salimos vigilamos la carrera del otro en la distancia. Las promociones nos llegaron de forma simultánea. Estábamos empatados. Después todo fue a peor. Le dijo a un superior lo que pensaba de verdad de él y le asignaron la comisaría de la Zona Franca. Fort Apache. El no perdía oportunidad para decir que aquel era el primer paso hacia la jefatura. Pero el sabía que era una mierda. Una mierda peligrosa además. A mí en cambio me llegaron casos, esos tres casos, y la cagué. Volvimos a estar empatados.
El incidente había transcurrido en un camino de tierra de los que llevan a los cultivos encajados entre el aeropuerto y el delta del río, junto a la depuradora. En mitad de la nada. Una cuadricula de campos. Las lindes marcadas por cañizos. Tierra fértil, dicen, pero yo no comería nada que saliera de allí. Los que la cultivaban, casi todos murcianos o alicantinos que habían venido en los sesenta, habían conseguido echar a las putas que merodeaban por la zona y que llevaban allí a sus clientes, los trabajadores de la depuradora y del polígono industrial al otro lado del río, a los que se follaban dentro de los coches o en alguna de las masías medio derruidas aún clavadas en aquellos campos.
Me guié por las luces rojas y azules. No había otras luces en aquel llano. Eran fuertes. Hacían daño a la vista. Fui frenando. Reconocí el coche de Alemany aparcado a un lado. Bajé. Al menos hacía buena noche. Me identifiqué cuando me salieron al paso. Pregunté por Soler. Mientras le avisaban por radio divisé a unos cien metros una fila de coches oscuros y una ambulancia. Las puertas estaban abiertas. Dos tipos vestidos de verde y con chalecos reflectantes charlaban con los brazos cruzados. Fuera había unas quince personas. Entre sus piernas vislumbré uno, dos cuerpos, cubiertos con film plateado. Alguien venía hacia nosotros. Era Alemany. Me saludó con el brazo desde lejos.
Inspector, qué bien que haya venido. Soler quiere verle. Esto es una carnicería.
Mientras llegamos cuénteme algo más.
Es todo muy confuso. Le estamos tomando declaración a Martos, el agente herido. Nada serio, así que Soler le está interrogando antes de que se lo lleven al hospital. También han detenido a un tipo. Ya está en el calabozo de comisaria.
Nos acercamos. Los elementos que fui encontrando componían una escena absurda. En el terraplén del borde del camino, con el morro hundido en una acequia, había un coche fúnebre. Lo iluminaban los potentes focos de los forenses. Uno de ellos iba tomando fotografías del suelo que estaba cubierto por casquillos, hojas de papel y unos rectángulos negros. Radiografías. La puerta de atrás del coche fúnebre estaba abierta. Sobresalían dos largas bombonas. Parecían de oxígeno parecían, una roja y otra blanca. Mas allá, ya en el camino, una camilla estaba tirada. Debían de haberla usado como parapeto. Varias balas la había perforando quemando la tela. Mordiscos negros. Al pasar junto al coche fúnebre vi una máquina, una especie de cubo blanco, aplastada contra el asiento del conductor. Se había estrellado contra el cristal delantero. A juzgar por la cantidad de sangre, el pobre que estaba al volante no había sobrevivido al impacto. De la máquina colgaban varios cables. Parecía equipo médico. Me recordó a un aparato de diálisis.
Un grupo de agentes rodeaba a un hombre apoyado contra el maletero de un Citroën blanco del modelo que se usa en operaciones de vigilancia. La parte delantera estaba destrozada. El capó se había doblado como un acordeón. El hombre tenía el brazo en cabestrillo y alguien le había puesto por los hombres una chaqueta del cuerpo. Era Martos. De pie frente a él reconocí a Soler. Un poco más calvo que la última vez que le había visto pero con la misma expresión anodina de siempre. Me acerqué solo lo necesario. Quería escuchar primero antes de enfrentarme a él.
Les habíamos venido siguiendo desde la costa, dijo Martos. Era un trabajo rutinario de seguimiento del Clan. Lo del coche fúnebre nos tenía alucinados, pero con esta gente nunca se sabe. Solo empezamos a pensar que algo gordo de verdad se estaba cocinando cuando vimos a Slobodan subirse al otro coche.
Aquel nombre levantó un murmullo. Yo me quedé helado. Soler nos mandó a callar con una mano. Me vio pero hizo ningún gesto. Le pidió a Martos que siguiera.
Les seguimos hasta el aeropuerto. Eran casi las dos. Los coches no se separaban el uno del otro. Un par de ellos bajaron del coche rojo y entraron en la terminal. Iban corriendo. Al cabo de un cuarto de hora salieron con el tipo de las gafas. No parecía muy contento. Le llevaban del brazo. Le subieron al coche rojo y cuando se iban a meter uno de ellos nos vio. Le dijo algo al otro y se fueron cada uno a un coche. Salieron a toda hostia. Les seguimos porque pensábamos que podríamos detenerles por secuestro y una vez en comisaría sacarles qué coño estaban haciendo. Cuando parecía que iban a salir por la Ronda los muy cabrones se dieron la vuelta completa y se metieron por una incorporación en sentido contrario. Oscar se empeñó en seguirles y yo pedí refuerzos. Menos mal que no vino nadie de frente. Le seguíamos muy de cerca para que no se separaran. Cuando se metieron por el camino de las huertas pensamos que eran unos idiotas. Pero no, lo habían planeado muy bien. Nos llevaron bien dentro. Entonces el coche fúnebre frenó en secó y se cruzó en el camino. No pudimos frenar a tiempo y nos lo llevamos por delante. Dieron varias vueltas como una peonza, la puerta de atrás se les abrió y salió todo lo que llevaban dentro por los aires. Entonces cayeron en la acequia.
Martos tuvo que dejar de hablar porque un avión pasó por encima de nosotros. Muy cerca. Las luces parpadeantes en su vientre llegaron a iluminarnos. El ruido del motor era ensordecedor. El primer vuelo del día. Miré hacía el mar. El horizonte comenzaba a clarear. Slobodan Voynich. Qué hacía metido en todo aquello, pensé. Por qué habría salido de su escondrijo.
]]>Ir a Palermo no fue una buena idea. Sé que Emilio es un hombre bueno, siempre se preocupó por mí. Él fue el único amigo que no dejó de escribirme cartas durante mis años de ermitaño. Nunca me abandonó y sin su ayuda jamás me habrían aceptado en la facultad ni me habrían concedido la cátedra sin necesidad de pasar un examen (mi frágil voluntad no lo habría soportado). Pero no debería haber ido a Palermo a visitar a Emilio. Porque fue allí, porque fue él quien me tendió el libro. Ya es demasiado tarde.
Ahora huyo, aunque no sé de qué. Huyo porque he leído el libro, porque lo he leído pese a las advertencias, pese a sus efectos, pese a saber lo que le ocurrió a Szilard cuando lo hizo. He leído el libro y he visto. Sé lo que traerá el futuro. Lo vislumbré por primera vez en mis cálculos. Ese fue el primer paso. Lo vislumbré en las piezas que faltaban, en las inconsistencias de los cálculos erróneos y las teorías que no cierran, pequeños obstáculos que se solventaban si buscabas en el rabillo del ojo, si estabas dispuesto a explorar donde nadie más se atrevía a hacerlo. Porque un hombre puede saber sin saber que sabe, ya sea porque prefiere no mirar o porque mira desde demasiado cerca. Más tarde, cuando vi esa nueva realidad puesta en práctica en esa nueva Alemania que tanto entusiasma al Maestro Heisenberg tampoco quise aceptarla. Fue el libro, sólo el libro, el que me obligó a contemplar más allá, el mural del futuro, pintado de ferocidad y fuego, un mundo en el que todo tomará más y más velocidad hasta no poder detenerse, como una noria fuera de control que se disparará con el más leve fallo de su mecanismo. Quizá nunca ocurra. Quizá nunca dejará de acelerarse. En cualquier caso será demasiado para mí. Por eso he de buscar refugio. Ahora Nápoles, después las montañas. Si no es suficiente, Sudamérica, Argentina. O quizá renunciar a la totalidad y convertirme en monje o pordiosero. Lo que sea para regresar a lo sencillo, a lo elemental, para neutralizar el ruido blanco.
El barco parece detenerse. Los motores se han parado. Escucho gritos. La tripulación pregunta qué pasa. Puedo adivinar una estría oscura recorriendo el horizonte. Estamos a pocas millas de la costa. El sol permanece arriba, indisputado. Me asomo por la barandilla agarrándome con precaución. Las olas mansas retuercen mi sombra proyectada sobre el agua. Entonces levanto la vista y lo veo. Está apenas a unos metros de mí. Es un punto negro, una esfera más bien, no más grande que una ciruela. Es muy extraño. Parece un orificio en el puro aire. El azul se comba hacia él, lo rodea, haciéndole parecer una pupila. Es un ojo en el cielo. Cuando lo comprendo me horrorizo. No han querido esperar. Me vigilan. Saben que sé. Argentina, un monasterio, no podré escapar, no habrá donde esconderse.
Tal vez la profundidad. Allí no podrán encontrarme.
]]>Tras un chispazo las luces del tranvía se apagaron y por un instante me vi en el centro de una estancia amplia y oscura, tal vez mi planta del CIC, sentado frente a una televisión encendida, en la pantalla aquellos labios enormes, granulados como en una fotografía antigua, a punto de rebosarla, repitiendo esas cuatro palabras. Yo no quiero volver. Me llevé las manos a la cara, me froté los ojos cerrados y cuando los abrí el vagón estaba de nuevo iluminado, los pocos viajeros en sus mismas y exactas posturas como si el parpadeo eléctrico hubiera suspendido la realidad durante unas décimas de segundo.
Anochecía. Me había quedado repasando las grabaciones varias veces. También había pedido a IH la identificación de todos los invitados que habían pasado por la cocina, incluido el hombre de la piel oscura y a la mujer del pelo corto, a la que renuncié a etiquetar con el nivel más alto de prioridad para hacerla pasar como una más entre esos otros rostros que en realidad no me interesaban, con la esperanza de que los técnicos no recordaran haberla rastreado ya en sus archivos a petición mía y procedieran a una nueva búsqueda. Pero no me hacía ilusiones. Sabía que el nuevo informe sería negativo.
Quizá eran ya las diez cuando llegué a casa. Había perdido el hambre. Abrí las portezuelas del aparador, saqué la botella de oporto y me serví una copa bastante llena. Me aflojé la corbata y me dejé caer en el sofá. Recuperé de la mesa un libro antiguo de cuentos de fútbol que había comprado unos domingos atrás en el mercadillo de Straussen, uno de esos que consisten en dos largas columnas de coches alineados con los maleteros abiertos y en los que puede encontrarse todo tipo de objetos inservibles, chatarra antigua, basura usada, regalos indeseados por sus dueños. El libro lo componían historias cortas bastante insustanciales. La mayoría trataban sobre el valor del esfuerzo y del trabajo en equipo. Aburridos, sencillos, simples. Me había llamado la atención el título del primero, La mejor jugada. Era curioso el estilo en el que estaba escrito. Pero que sé yo. No soy de los que les entusiasma leer. Solo probé. No costaba más que unos pocos unos céntimos.
No leí mucho rato, no me concentraba. Intenté vencer la tentación pero no pude. Me levanté y busqué la grabadora en el bolsillo de la chaqueta. En cierto modo, cuando decidí sacarla del CIC, sabía que terminaría haciéndolo, que terminaría por ceder a la obsesión por entender qué significaban esas cuatro palabras furtivas que la mujer del pelo corto había pronunciado a solas en un idioma que nadie más a su alrededor parecía poder entender. Di un sorbo largo al oporto y pulsé el play. Escuché de nuevo mi descripción de la escena, de los antecedentes, de sus elementos, uno a uno. Mi voz sonaba al principio tranquila y a medida que la grabación avanzaba se iba haciendo más nerviosa. El tono se hacía más alto, más exasperado. Abundaban los fragmentos silenciosos en los que había olvidado apagar la grabadora y solo se oía el rumor leve de los otros observadores yendo y viniendo en sus quehaceres. Cuando terminó la reproducción la hice comenzar de nuevo. Me noté cansado y a continuación caí dormido.
El teléfono me despertó de un sueño revuelto y profundo. Me atronó su sonido. Me levanté tambaleando, choqué con la mesilla, y el marco de la puerta antes de alcanzar el aparato. Respondí diciendo mi nombre completo con una voz amodorrada. Sentí vergüenza cuando al otro lado reconocí la seriedad de la secretaria del director Krueger.
Buenas noches, Señor Brünner, disculpe que le moleste a estas horas pero tengo un mensaje urgente del señor director para usted. Le pide que se presente en su oficina mañana a primera hora. A las nueve. Un poco antes, si puede.
Aturdido alcancé a decir que había comprendido y que allí estaría puntual. La comunicación se cortó sin más. Tardé unos segundos en reaccionar. Permanecí con el auricular en la mano. Estaba muy desconcertado. Cuando colgué me pregunté qué podía querer de mí el director. Me ilusioné por un momento. Tal vez tendría que ver con el ascenso pero pronto deseché la idea. Quizá fuera un chivatazo de Gunner, una queja por mi comportamiento poco cooperativo. Intenté dejar de pensar y dormir. Apuré el oporto y me fui a la cama.
Cumplí la orden y a las nueve menos diez llegué al despacho del director. Su secretaria ni siquiera me anunció.
Buenos días, Señor Brünner, disculpe la premura con la que le he hecho llamar pero he de hablarle de un tema de extrema importancia, dijo sin esperar siquiera a que me sentara.
Ningún problema, señor director, en qué puedo ayudarle.
Se trata de aquella asignación tan “extraña” de la que me habló el otro día. No es agradable para mí decirle esto, pero esa asignación es un error.
Le pregunté cómo podía haber ocurrido aquello intentando no ofenderle con mi incredulidad.
Me temo que es así. Un fallo en Cronologías. Un caso de mal archivo y peor investigación preparatoria. Usted mismo reconoció que el informe preliminar no cumplía con los protocolos habituales. Es una situación lamentable, lo sé. Muy embarazosa. Puedo asegurarle que el responsable del error ya ha asumido su responsabilidad y ha abandonado el CIC. Aún así es mi obligación pedirle disculpas oficiales. Estoy seguro de que usted, como miembro ejemplar de este Centro, sabrá aceptarlas.
No sabía que responder. La confusión me paralizaba.
Pero señor, ayer hice un avance significativo en la investigación. Identifiqué al objetivo e incluso…
Olvídelo, dijo sin dejarme terminar. A partir de este momento ha de actuar como si esa asignación no hubiera existido nunca. Usted entiende lo delicado de una situación como esta. La Cronovisión conlleva una gran responsabilidad. Nuestra tarea a menudo entra en conflicto con la privacidad de los ciudadanos, estén vivos o muertos. Le pido que cumpla con su deber y olvide cuanto pueda tener relación con este caso. Nos hemos tomado la libertad de destruir todos los archivos, grabaciones y documentación relacionados con esta asignación. No podemos correr riesgos. Lo entiende, ¿verdad?
Asentí con toda la convicción que pude. No era mucha.
Una cosa más, dijo Krueger. Entiendo que esta situación le haya resultado frustrante, como bien me describió en nuestro último encuentro. Siento mucho que un observador de su talento haya desperdiciado su valioso tiempo en una asignación así. Por eso quisiera encargarle otra muy especial. ¿Recuerda el caso del que le hable, el del físico italiano desaparecido? Justo acabo de recibir la aprobación final de mi solicitud y el CIC ha obtenido el permiso para investigarlo. Creo que sería una asignación perfecta para usted. Aquí mismo tengo el dossier preliminar, dijo ofreciéndomelo.
Me costó reaccionar. Creo que tomé la carpeta de sus manos por puro reflejo.
Sabía que le interesaría. No tengo duda de que lo resolverá con éxito. No le puedo asegurar nada pero creo que después de cumplir con ella estará en una posición inmejorable para obtener su tan deseada promoción.
Por un momento pensé en Gunner. Fue como si el director pudiera leer mi mente.
En cuanto a Gunner, no se preocupe por él. Es un buen observador pero la lealtad es muy importante en una organización como la nuestra. Y la verdad no conozco a nadie más leal que usted. Ahora, ¡a trabajar!
Apenas balbuceé un agradecimiento y sin saber muy bien cómo me encontré de nuevo en mi cubículo sentado frente a la pantalla apagada de mi equipo de observación. No recuerdo cuánto tiempo estuve así. Sé que me despertó el sonido del dossier que me había dado el director cuando se deslizó de mi mano y se desperdigó por el suelo. Ni siquiera recordaba haberlo traído conmigo. Recogí los papeles y al levantarme vi a Gunner a los lejos. Volvía como era habitual a esa hora de la cafetería. Nada había cambiado en él. Reía, seguía con sus bromas y sus chistes. ¿Era posible que no estuviera al corriente de lo que estaba sucediendo? Todo era demasiado confuso. Probé a comenzar con la nueva asignación pero no conseguí concentrarme. Recordé las palabras del director y quise comprobar si de verdad habían borrado toda la información concerniente al caso de la mujer del pelo corto. En el servidor no quedaba rastro alguno de las grabaciones. Ni una sola imagen del concierto, ni una sola copia de los informes de IH o de Cronologías. Ni siquiera un registro de las peticiones de disparo a los calculadores. Hasta el dossier preliminar había desaparecido de mi escritorio. Debían de haberlo registrado la noche anterior o quizá habían aprovechado mi entrevista con el director. No había nada que hacer. Decidí marcharme a casa. Ni siquiera me molesté en dar una excusa.
Cuando salí del CIC los colores me parecían de otro mundo. Los sonidos de la calle me llegaban acolchados y difusos. No era siquiera la hora del almuerzo. En once años nunca había salido tan temprano. La cabeza me daba vueltas. El aire fresco pareció hacerme bien así que dejé atrás la parada de Richtung y seguí caminando hasta Tonhalle. Me resultaba imposible entender qué había sucedido. Jamás habría podido pensar que errores como aquel pudieran suceder en el CIC. Comprendía el interés del Centro en ocultarlos, pero la explicación de Krueger no tenía demasiado sentido. Era cierto que el informe preliminar había llegado a mis manos incompleto y que la escena a observar no revestía de interés histórico alguno. Pero si todo había sido un terrible fallo de investigación preparatoria que se había traducido en una asignación absurda y que por pura coincidencia y mala fortuna yo había recibido ¿por qué el informe describía de forma tan precisa al objetivo? Quizá era una casualidad. Una tonta casualidad. Subí al tranvía. Me senté al fondo. En la siguiente parada subieron más pasajeros. Entonces la vi.
No la reconocí de inmediato. Llevaba el pelo aún más corto que en el concierto y mucha más ropa. Una chaqueta gris gruesa, una bufanda de lana azul. Apareció entre un grupo que casi había conseguido abarrotar el pasillo. Miró por la ventana sujeta a una de las barras. Su perfil encajó en mi recuerdo. No había duda. Era ella. No puedo asegurar que me produjo mas ansiedad, si encontrarla resucitada en el tiempo, o la posibilidad de haber observado sin saberlo en este lado de El Muro pese a la prohibición que nos estaba impuesta. Parecía algo más mayor que durante mi observación. Creí distinguir más arrugas alrededor de sus ojos, pero no pude concluir si para ella habrían pasado más de diez años desde aquel concierto. Me prohibí pensar en las implicaciones de aquel pensamiento. El hecho cierto era que mi cuerpo temblaba por completo. Pensé en acercarme a ella. No sería fácil, pero tampoco sabía qué podía decirle. Sin poder mostrarle ninguna evidencia se asustaría, se ofendería. Tal vez me denunciaría. Sería el fin de mi carrera. Violación de confidencialidad, negligencia profesional. Las paradas se sucedieron. Pense en la ironia de que para los demas viajeros aquel era un simple trayecto en tranvía. Solo yo sabía. No quedaba ningun rastro que uniera aquella mujer anónima a la cronovisión de aquel recital de piano. Ninguna demostracion, ninguna prueba. Todas habían sido destruidas. Todas menos una, recordé. Mi grabadora.
La mujer del pelo corto bajó unas paradas más tarde. No me importó. Era probable que aquel fuera su trayecto habitual. No sería imposible encontrarla de nuevo. Sabía que existía aquí y ahora. Esperé con impaciencia el momento de llegar a mi parada. El trayecto pareció eternizarse. Por fin bajé corriendo. Entré en casa. Creo que ni siquiera cerré la puerta de la calle. Busqué la grabadora sobre la mesilla. Después en el sofá. Pensé que quizá habría caído entre los cojines al quedarme dormido. Aparté los cojines, los asientos, el respaldo. Lo desnudé hasta dejar al descubierto el armazón de madera El resultado fue el mismo cuando después levanté la alfombra, cuando abrí los cajones, cuando vacié uno a uno los estantes, los armarios. No la encontré.
Nunca la encontré.
]]>A las nueve los primeros observadores comenzaron a ocupar sus puestos. Me llegaban sus conversaciones. Se quejaban de que era martes, comentaban sus miserias, hablaban de la fiesta de la noche anterior o de ellos mismos y sus tonterías. Me coloqué los tapones en los oídos. Un mensaje entrante me avisó de que el primer disparo ya estaba preparado. Quería una perspectiva cenital del escenario. Activé el aleph. Solo podía ver una superficie gris. Giré 180 grados y contemplé el techo lejano y enorme de una estancia. Otra estancia. Los de Cálculo habían errado por unos centímetros y habían colocado el aleph en el piso de arriba, apenas sobre el suelo. Maldije a los calculadores y a su incompetencia. Pensé en enviar un formulario de protesta. Cuando me calmé pedí una rectificación de disparo. La tendrían en algo más de una hora, dijeron. Mientras tanto activé el segundo aleph. Este estaba colocado en la cocina, por encima del balcón trasero que daba a un callejón estrecho y blanco. Desde allí podría registrar sin problema los movimientos de los invitados que entraran. Contemplé una repetición más la escena del concierto, esta vez a través de la franja vertical que conformaban el pasillo y la puerta a medio entornar. Adiviné los movimientos, las secuencias. Las predije, las describí de memoria. Era sencillo reconstruirlas después de tantas reiteraciones. Cuando el recital terminó varios invitados entraron en la cocina en busca de las copas que estaban ya alineadas y preparadas sobre la mesa. Sacaron del refrigerador las botellas de vino blanco y regresaron al salón. Dos de ellos, un hombre de piel oscura y la mujer que se sentaba en el sillón claro, uno de los posibles objetivos, se apropiaron de una de las botellas. Ella le sirvió un vino espumoso mientras él la miraba. Ella levantó la vista y sonrió. Dijo algo. Se quedaron inmóviles, mirándose. La espuma se elevaba dentro de las copas que sostenían. Era sorprendente. En anteriores observaciones había visto a la mujer sentada junto al hombre mayor, tomados de la mano durante todo el concierto. Entraron más invitados y aquello les sacó de su estupor. Su conversación se diluyó en la del grupo pero para entonces ya había apuntado en mi grabadora que sería necesario observarles más de cerca. Quizá el objetivo auténtico eran ellos, aunque no sabía por qué. Me llegó otro mensaje de Cálculo confirmando que la rectificación estaba ya lista. Dejé el aleph de la cocina en modo de grabación. Repasaría las imágenes más tarde. Minimicé la ventana y activé el disparo. Esta vez los calculadores habían acertado (no era muy difícil). Giré el aleph hacia abajo. En aquel punto del continuo el concierto aún no había comenzado. Me preparé para una nueva repetición. Los invitados se estaban aún sentando. El pianista iba y venía señalándoles dónde sentarse. Los dos últimos en hacerlo fueron mis otros dos objetivos, que sin otra opción libre ocuparon la silla ancha en el borde de la terraza. La altura no era suficiente como para poder registrar toda la escena así que tuve que elegir. Ellos o la pareja del sofá. El encuadre era lo bastante grande como para incluir al hombre de la piel oscura en la esquina inferior izquierda y a la pareja de la terraza en la parte superior de la pantalla así que me decidí por esa opción. Ahora el pianista se dirigiría a sus invitados para presentar el repertorio de la velada. En ese momento Gunner asomó por encima de mi cubículo. Llevaba en la mano una taza de café con la foto impresa de sus dos hijos. Me habló. Señalé mis oídos para hacerle saber que no podía escucharle. Insistió. Me quité los tapones.
Dije que hola, Brunner. ¿Cómo estás?
Trabajando.
Ya veo. Ayer te marchaste pronto. No te quedaste a la fiesta.
Tenía que hablar con el director.
Ah, entiendo, dijo desconcertado.
Su mirada se fijó en la pantalla.
Qué escena más rara. ¿De qué se trata?, dijo acercándose.
Me levanté para cortarle el paso.
Estoy en medio de una observación muy importante, dije.
Perdona. En realidad venía a proponerte que comiéramos juntos. Quería hablarte de algo.
Estoy muy ocupado. No creo que tenga tiempo. Comeré aquí, dije señalando el sándwich sobre mi mesa.
Sí, claro, no querría molestarte, ya hablaremos con calma cuando puedas pero en cualquier caso déjame que te diga que necesitaré ayuda para el caso Baader-Meinhof. Estoy formando un equipo de observadores y me encantaría que formaras parte de él. Admiro mucho tu trabajo. Me gustaría que colaborásemos.
Así era Gunner, esa era su estrategia. Parecer inofensivo, inocente. Hacer como si nada. Pretendía que le ayudara para facilitarle el ascenso. ¿Es que me tomaba por imbécil? Me costó controlar mi enfado.
Esta asignación me ocupa por completo, dije.
De reojo vi en la pantalla que el concierto había comenzado. Me impacienté. Tenía que librarme de él.
Es un encargo del director, mentí.
Aquella nueva mención al director noqueó a Gunner.
En ese caso te deseo buena suerte, dijo. Si tienes algún hueco, por favor, dímelo. Si pudieras dedicarnos solo un par de horas para establecer el dispositivo nos ayudarías muchísimo.
No creo que pueda. Ahora he de volver al trabajo.
Gunner marchó sin responder, cabizbajo, y yo regresé a mi asiento sintiéndome triunfante. Pero mi euforia se disipó pronto. Aquella era una escena aburrida. Unas cuantas personas escuchando un recital. El pianista estaba fuera de campo. El movimiento era mínimo. El hombre calvo miraba con sus ojos cerrados hacia arriba, casi en mi dirección, concentrado en la música una vez más. Me fijé en el hombre de la piel oscura. Permanecía inmóvil con las manos apoyadas en los muslos. Le observé durante diez, quince minutos. Perdí la cuenta. Estaba empezando a perder la concentración cuando giró la cabeza. Era probable que en dirección al sofá. No podía asegurarlo. Tendría que triangularlo. La mujer de la pareja de la terraza giró la vista hacia el hombre de la piel oscura. Creo que fue entonces cuando me fijé de verdad en ella por primera vez. Tenía poco más de treinta años y el pelo muy corto. Podía distinguir unos pendientes largos y plateados cayendo sobre sus hombros desnudos. Llevaba un vestido de lunares con escote recto. El hombre que se sentaba con ella advirtió su interés en el hombre de la piel oscura y miró también hacia él. Ambos sostuvieron su examen unos segundos hasta que él levantó su mano para acariciar la oreja derecha de ella. Hice un zoom. Reevalué. Quizá el objetivo fueran ellos. La mujer del pelo corto pareció apreciar la caricia porque frotó su mejilla contra la mano de él. Ella le correspondió buscándole por detrás de su espalda. Alcanzó su muslo. Se lo acarició. Disimulaban. Fingían permanecer atentos a la música. En respuesta él fue a su encuentro y se inclinó más sobre ella. Su nueva postura me ocultó el juego de sus manos. Sus rostros ahora estaban muy juntos. Imaginé que la piel de ella sería suave. Que probablemente olería a perfume. Imaginé que él estaría deseando besar sus hombros. Me sentí extrañó. Me sorprendí respirando entrecortado. ¿Me había excitado? Seguí observándoles. Usé el zoom de nuevo. La mano izquierda de la mujer reapareció. Sus dedos recorrieron la nuca de él peinándole. Me resultó imposible seguir mirando. Agitado me puse en pié casi de un salto. Por fortuna ya era la hora del almuerzo y la planta estaba casi desierta. Un par de observadores me miraron sorprendidos pero no me prestaron más atención. El corazón me latía tan fuerte que casi dolía. Intenté recomponerme. Respiré hondo. Tosí como si quisiera aclararme la garganta. Me coloqué bien la corbata y despacio volví a mi asiento. No sabía muy bien cómo continuar. Necesitaba tranquilizarme si quería sacar algo en claro de aquella observación.
Miré mi bandeja de entrada. Ordené mensajes por carpetas para distraerme, para entretenerme en algo mecánico, para olvidar esas imágenes. Cuando empecé a relajarme recordé el aleph que había colocado en la cocina y que había dejado en grabación. Para entonces ya habría registrado toda la información que pudiera serme útil. Cargué el archivo y adelanté hasta el momento en el que los invitados habían interrumpido al hombre de la piel oscura y la mujer del sofá. En los siguientes minutos otros convidados fueron y vinieron. Se formaban pequeños grupos, conversaciones efímeras junto al refrigerador en busca de más vino o copas limpias. La joven del vestido marrón que en otras observaciones no me había parecido demasiado interesada en el concierto entró seguida del hombre calvo que apoyaba una mano sobre su hombro. Aún mantenía los ojos cerrados. Comprendí que era ciego. Detrás de ellos venía la pareja de la terraza, muy juntos. Reían. Buscaron dos copas y se sirvieron de una botella a medio vaciar. Me centré en ellos. Hablaron unos momentos sin dejar de mirarse. Me esforcé de nuevo en intentar averiguar qué decían pero resultaba imposible. Por un momento consideré buscar ayuda. Quizá algún observador pudiera identificar alguna palabra suelta y de ahí deducir el idioma que hablaban. Después con un intérprete todo sería más sencillo. Pero deseché la idea. Tenía que cumplir con esa asignación por mi mismo si quería que el director me concediera el ascenso. Sin embargo me desanimé. Iba a ser muy complicado. En ese momento ella acarició la mejilla de su pareja. Se sonrieron. El se marchó camino del baño. Ella se acercó hacia la terraza. Se acercó hacia mí. Era esbelta. El vestido se ceñía sobre sus caderas estrechas. El aleph pasó por encima de su hombro y ella se perdió detrás de mi punto visión. Lo hice girar. Ahora tenía su rostro a apenas medio metro. Estaba apoyada sobre la baranda. Miró hacia el callejón. Sus pendientes bailaron y pude distinguir mejor su rostro firme y marcado. Bebió de su copa. Un pequeño sorbo. Miró hacia el aleph casi como si pudiera verlo. Me sobresalté aunque no tardó en desviar sus ojos unos centímetros. Dio otro sorbo. Entonces movió los labios. Esta vez algo me resultó familiar. Detuve la reproducción. Fui hacia atrás unos segundos. Ella repitió las palabras. No había duda. Era alemán. Retrocedí una vez más. Hice zoom sobre sus labios. Ahora ocupaban toda la pantalla. Eran finos y rectos. Estaban apenas pintados. Habló de nuevo. Leí a la perfección cuatro palabras.
]]>Buenos días Sr Brünner, cuánto tiempo sin verle, ¿cómo está?, siéntese por favor, dígame en qué puedo ayudarle.
Me acerqué a su escritorio y antes de tomar asiento me llamó la atención la fotografía en blanco y negro que Krueger sostenía entre las manos.
Veo que se ha fijado usted en esto, dijo tendiéndomela.
Se trataba del retrato un hombre joven de labios gruesos. Sus ojos eran pequeños e intensos.
Se llamaba Ettore Majorana, continuó el director. Un físico teórico extraordinario, contemporáneo de nuestro querido Enrico Fermi, tal vez más formidable que él. Un genio inconsciente. Él fue el auténtico descubridor del neutrón y sin embargo no se molestó en publicar sus resultados porque creía que eran obvios. ¿Puede creerlo? Habría ganado el premio Nobel antes de cumplir los cuarenta. Si no hubiera sido porque…
¿Qué pasó?, dije tomando el evidente pie que el director me había ofrecido.
Pues que un buen día se subió en un barco que iba de Palermo a Nápoles. El barco llegó a puerto pero Majorana se esfumó. No se supo nunca más de él. ¿Qué le parece?
Francamente interesante, dije disimulando mi indiferencia.
¿Verdad? Eso me parece a mí también. Algunos dicen que fue secuestrado por los servicios secretos pero lo más probable es que abandonara su carrera científica. Y eso es lo que más me intriga. ¿Por qué alguien renunciaría a un futuro tan prometedor? ¿Se suicidó? ¿Se metió a monje? En fin. Como ve es un caso que me apasiona aunque por desgracia no se encuentra entre las prioridades del CIC en este momento. Aún así podría asignárselo a un observador brillante, alguien de confianza, dijo pensativo, y su mirada se se perdió en algún lugar de la habitación, por encima de mi cabeza.
Señor, de algo parecido venía a hablarle. Acabo de enterarme de que se ha asignado el caso de la muerte de los Baader-Meinhof al observador Gunner y…
Me detuve. El gesto del director cambió de pronto, como si una careta invisible se le hubiera caído del rostro. Apretaba los labios. Su cuerpo había adquirido la rigidez del mármol.
¿Y?, dijo.
Bueno… verá… es una asignación muy importante y me gustaría que estuviese en las mejores manos.
¿Está cuestionando mi decisión, Sr Brünner?, dijo sin dejarme terminar.
En aquel punto me sentía aterrorizado.
No, no, en absoluto Señor Director, pero usted sabe que yo me encargué con diligencia del caso Hess hasta que usted…
Y sabe que se lo agradezco, dijo Krueger algo más relajado. Ha de saber que el ministro quedó muy satisfecho con su trabajo en el caso del telegrama Zimmermann. Venga relájese, hombre. Gunner es un buen compañero y usted sabe tan bien como yo que hará un buen trabajo. Viene recomendado directamente por el director del departamento de IH que le tiene en gran estima. Los equipos de calculadores también están encantados con él. Entienda mi decisión. Dados esos antecedentes usted hubiera hecho la mismo. Es una suerte que podamos contar en el CIC con observadores excelentes como el Sr Gunner y como usted mismo. Por cierto, cuénteme, ¿en que anda metido últimamente?
Su gentileza casi me habia anulado.
Ese es el otro asunto del que quería informarle señor. He recibido un pedido, una asignación sumamente extraña.
¿Extraña? ¿Qué quiere decir extraña? Es una palabra inusual de boca de un observador. Explíquese.
Es difícil de decir. El informe inicial apenas contenía preliminares. Tampoco incluía la fecha ni la localización del escenario. Se trata de un concierto de piano pero no en un auditorio ni en un teatro sino en un apartamento, bastante modesto añadiría. Se me pide que observe a una pareja sin identificar. Tengo dos posibles candidatas pero…
¿Pero?
Es que verá, Señor, no parece que haya nada que sea relevante en esa escena. El pianista merecería estar en un frenopático, eso sin duda. Toca de una manera demencial, como si le poseyeran los demonios, pero más allá de eso no hay nada inusual ni nada que parezca de interés histórico.
Krueger forzó una sonrisa leve, quizá condescendiente.
Pero señor mío, confíe en el Departamento de Cronologías. Confíe. Si le han enviado esa asignación, si la han seleccionado para la cronovisión ha de ser por algo. No dude del sistema. Sabe que nuestros investigadores son los mejores. ¿Ha considerado la posibilidad de que el problema resida en usted?
¿Qué quiere decir?, dije sorprendido.
Por favor, no se lo tome a mal, Brünner, pero en este punto he de hablarle con total franqueza. Usted es un observador brillante y estoy seguro de que tiene un gran porvenir en la cronovisión. Pero también sufre usted de un defecto. He leído sus informes y son todos de una precisión impecable, magnifica. Muestran un amor por el detalle que alcanza la obsesión. Son formidables compendios de información. Muy valiosos. Pero son… como lo diría, demasiado factuales. Usted proporciona prolijas descripciones del escenario y de los objetivos pero nunca entra en su psicología o sus motivaciones. Se limita a describir lo que hacen, qué comen, qué llevan puesto, si suben o bajan. Pero la cronovisión no se trata solo de eso. ¿Qué piensan esas personas? ¿Por qué hacen lo que hacen? ¿Están tristes, alegres, tienen miedo, están preocupados? Si algún día quiere llegar a observador de primera deberá introducirse en la mente de sus objetivos. Para la mayor parte de las asignaciones eso no es necesario pero las más complicadas suelen requerir esta habilidad. Y lamento decirle que Gunner sí la posee.
Aquello me dejó helado. El director no solo se reafirmaba en su decisión sino que además había confesado que Gunner estaba por delante de mi en la carrera por el ascenso. Krueger debió de ver el abatimiento en mi cara y quiso consolarme.
Por favor, no se entristezca. Estoy convencido de que usted puede llevar a buen término esta asignación. Déjeme que le de un consejo. Vaya a casa. Relájese. No recuerdo si estaba usted casado pero supongo que será así. Converse con su mujer, hable de temas intrascendentes con ella. Juegue con sus hijos. No piense más en el CIC ni en todos nosotros. Y cuando vuelva mañana a su puesto mire las imágenes del cronovisor con ojos nuevos. Busque detalles, gestos, actitudes. La pareja que menciona, ¿se hablan? ¿Ha averiguado qué dicen? ¿Cómo se miran? ¿Se tocan? Todo eso es importante y puede ayudarle a encontrar la solución. Cuando lo haga, avíseme por favor. Quisiera saber como termina el asunto.
Alcancé a despedirme de él y regresé cabizbajo a la S20. Apagué el cronovisor y sin ordenar mi mesa recogí mi gabardina del perchero y me marché a casa. Los muchachos aún seguían celebrando la asignación de Gunner. Habían abierto una botella de champán. Tomé el tranvía en Richtung. Me sorprendió la cantidad de escolares que viajaban en él. No estaba acostumbrado a tomarlo a esas horas. Tardó poco en vaciarse. Cuando llegó a mi parada apenas quedábamos cinco viajeros.
Abrí la verja, entré en el recibidor y recogí del suelo los coloridos folletos de restaurantes chinos y turcos que alguien se había molestado en introducir por el buzón de la puerta. Servimos a domicilio. Sin gastos. Las 24 horas. Colgué la gabardina del perchero y dejé las llaves en el cuenquito donde también dejo el suelto que acumulo. No sabía muy bien qué hacer en casa tan pronto. Decidí que comer algo me entretendría. Abrí la nevera en busca de las sobras del día anterior. Un poco de puré de patatas y una salchicha y media. Las introduje en el microondas. El horno se encendió y comenzaron a dar vueltas. Mientras se calentaban pensé en las palabras del director Krueger. Nunca había pensado que la cronovisión pudiera ser como una novela de Dostoyevski. Recordé el entusiasmo del director al hablar de aquel físico italiano. Seguía sin poder comprenderlo. No entendía su fascinación por un personaje que, al fin y al cabo, había tenido una mínima importancia histórica.
El timbre del microondas sonó tres veces, tres pitidos que siempre me han recordado a los de los árbitros cuando decretan el final del partido. Saqué el plato humeante. Lo coloqué sobre la mesa de la cocina y encendí el pequeño fluorescente que yo mismo instale juto encima para no tener que usar el grande. Reconozco que su luz daba a la carne del bratwurst un tono macilento. Comí sin gana. No podía evitar volver a la idea de que si quería obtener el ascenso tendría que entrar en la mente de aquellas personas. Saber no solo quiénes eran o habian sido sino también qué deseaban, qué sentían, qué buscaban. La idea me resultaba incómoda, incluso algo repugnante. Pero era evidente que si quería llegar a ser observador de primera tendría que seguir los consejos del director. Ademas, si Gunner era capaz yo también sabría hacerlo. Finalmente lo había comprendido. Aquella asignación era una prueba, un examen que me había impuesto el destino. Si lo pasaba, me promocionarían. Lo conseguiría. Ya no tenía ninguna duda. El ascenso sería mío. Y cuando llegara a ser observador de primera podría elegir yo mismo las asignaciones. Sería libre para observar lo que quisiera. Lo primero que haría, pensé, sería colocar un aleph en medio del estadio olímpico de Munich y sentarme a ver la final de la Copa de Europa que el Borussia Dortmund ganó a la Juventus en 1997. Qué gran partido. Qué maravilla. Llevo al Borussia en mi corazón, en mi sangre. Desde niño, cuando mi padre me llevaba de la mano al estadio. Era pitar el comienzo y erizárseme el vello. Mi corazón empezaba a latir tan fuerte que creía que iba a desmayarme. Notaba mis oídos vibrar cada vez que la multitud gritaba. Cada gol era un estallido de placer casi insoportable. Por supuesto no llegué a vivir la edad de oro del Borussia, aquella época a finales del siglo pasado con Otmar Hitzfeld dirigiendo desde el banquillo y en la que lo ganamos todo. Tres ligas, cuatro supercopas, una copa de Europa y una copa Intercontinental. Mi padre era un adolescente por entonces y a menudo me hablaba de lo maravillosos que habían sido esos tiempos. Se refería a Hitzfield con mucho respeto, el hombre tranquilo le llamaba, siempre serio, elegante, con su gabardina marrón, y me describía uno a uno a ese puñado de jugadores bravos, Klos, Sammer, Kohler, Kree, Reuter, Heinrich, Lambert, Paulo Sousa, Möller, Riedle, Chapuisat, ay, aún los recuerdo, que doblegaron a la todopoderosa Juventus en la que jugaba un italiano menudo votado como el mejor jugador de Europa y un francés que según decían obligaba al balón a hacer cabriolas imposibles entre sus pies. Sí. Lo primero que haría como observador de primera sería regresar a aquella final histórica, verla desde ese punto preciso desde el que aquel chico cuyo nombre ningún aficionado del Borussia hemos olvidado, Ricken, y que tan solo llevaba dieciséis segundos en el campo, dio un patadón a la pelota que se elevó y se elevó superando al portero, batiéndole, hasta besar la red y llevarnos a la gloria.
Pero desde hace unos meses Carl Gunner está copiando mi táctica. Gunner es observador de segunda clase como yo. Cuando me siento en mi cubículo él ya está allí con su sonrisa idiota y su taza de café humeante. Se levanta, me saluda con la mano y me da los buenos días con su voz gangosa. Pero no me dejo engañar. Aunque no lo parezca por su expresión beata y sus mofletes rosados Gunner no es imbécil. Desde que entró en la sección del siglo XX (S20) ha entablado conmigo una guerra implacable. Quiere la promoción a observador de primera. No se resigna a que me elijan a mi en la próxima convocatoria por mis superiores méritos. En la academia siempre obtuve mejores puntuaciones que él, en especial en Lectura de Labios, una habilidad muy valiosa en nuestro oficio pues la cronovisión no registra sonidos. Pero Gunner suple su mediocridad con la ausencia de escrúpulos. No le importa medrar jugando sucio. Miente sobre sus éxitos, niega sus fallos, y estoy convencido de que habla mal de mí a mis espaldas. Y lo que es peor: además tiene suerte.
Fue Gunner quien que se llevó el mérito de descubrir que dos agentes británicos que se hacían pasar por enfermeros asesinaron a Rudolph Hess en el laberinto-prisión de Spandau. Pero fui yo quien dedicó semanas de trabajo a establecer el dispositivo de vigilancia y a describir las rutinas del objetivo. Mi desgracia fue que debido a mi eficacia en anteriores asignaciones el director Krueger me ordenara ocuparme de inmediato del caso del telegrama Zimmermann, una anécdota histórica sin ninguna importancia pero que fascinaba a un importante miembro del gobierno que había pedido que el CIC lo esclareciera como favor personal. Así fue como el director Krueger reasignó el caso Hess a ese oportunista de Gunner que con todo ya hecho solo tuvo que sentarse, observar y esperar a recibir los honores. A partir de entonces ese ladino infeliz empezó a creer que tenía posibilidades de arrebatarme el ascenso.
Admito que Gunner me enerva más allá de lo recomendable. Al fin y al cabo no debería preocuparme tanto. Pero parece que soy el único que puede ver el chacal que se esconde detrás de su sonrisa estúpida y constante, de sus falsos elogios a los otros observadores de la S20, de su mal disimulado peloteo al Sr Krueger. Parece que todos se han dejado seducir por su fingida amabilidad, por los chistes tontos que cuenta cuando va o vuelve de la cafetería con su grupito de habituales mientras yo continúo trabajando duro en mi puesto para cumplir los pedidos del día. Pero Gunner no habría sido más que una minucia molesti si no hubiera sido por aquella maldita asignación con la que estuve estancado durante semanas y que casi consiguió llevarme a la locura.
El pedido de Cronologías era escueto. Contra lo que suele ser habitual no contenía apenas información sobre los antecedentes, el periodo o los objetivos de la asignación. Las coordenadas temporales tampoco incluían la traducción a una fecha precisa. Aquello era muy extraño. Enseguida pude ver que se trataba de una ventana muy breve, apenas dos horas. Por lo demás el informe inicial solo indicaba que se trataba de observar a dos objetivos, un hombre y una mujer, probablemente pareja (su falta de definición era irritante) que estarían insertados en un grupo no muy numeroso dentro de una estancia de dimensiones sin especificar. Quedaba por tanto a mi habilidad el distinguirlos aunque supuse que no resultaría demasiado difícil dada la contención espacial del escenario. Entre desconcertado y enfadado por la parquedad de los datos reenvié las coordenadas a mi equipo de calculadores de confianza que al poco respondieron asegurando que ya disponían de ellas y que incluso habían programado el disparo unos 45 minutos más tarde. Siguiendo órdenes. No las mías, les respondí. Todo estaba listo sin que yo hubiera necesitado mover un solo dedo. Admito que no puedo decir que aquello me desagradara. Creí que se trataría de una asignación sencilla. Me coloqué los tapones en los oídos que uso para concentrarme mejor, respiré hondo e introduje el código de activación del protocolo.
Como siempre apareció un fogonazo blanco en la pantalla que fue aclarándose hasta que la escena terminó de enfocarse. La neblina se difuminó y dejó ver un piano negro que con el escorzo se me aparecía gigante. Detrás de él había dos hileras de sillas de madera y un ancho sofá de color claro. El techo lo surcaban vigas de madera casi negra. El suelo lo componían baldosas cuadradas que formaban un mosaico de formas florales. Era un tipo de decoración que no había visto antes. Al fondo se fue dibujando una puerta abierta que daba a un balcón pequeño. Más allá, al otro lado de lo que parecía una plaza, se veían unos edificios grises de apariencia antigua. No reconocí la arquitectura. No era alemana. Cuando el cuadro se asentó puse en marcha la grabadora y fui describiendo sus elementos uno a uno. Es mi método. Aunque el cronovisor registra las imágenes del aleph y es posible revisarlas después cuantas veces se quiera, encuentro que mis primeras impresiones habladas suelen resultar muy útiles. Me gusta escucharlas mientras repaso las escenas que he estado observado. Me ayuda a encontrar los pormenores que se me hayan podido escapar durante el primer visionado.
La escena continuó vacía. Era un auditorio que esperaba a su público. Permaneció así quizá una media hora. Cuando empezaba a aburrirme una sombra pasó fugaz cubriendo parcialmente la pantalla. Me acerqué. Nada. De pronto la sombra cruzó rápida otra vez. Repetidas veces. Una puerta se abrió en el margen izquierdo. Apareció un hombre con camisa blanca que se detuvo junto a ella. No podía ver su cara. Estaba de pie muy cerca del aleph, a solo dos palmos. No me molesté en hacerlo girar. Él probablemente no era el objetivo. Fueron entrando varias personas. Les describí. Que vestían, su edad, su rostro. Mi procedimiento acostumbrado. Aburrido pero útil. El hombre de blanco les fue recibiendo dándoles la mano o con un abrazo. Entró una mujer con un vestido de verano marrón. El hombre se inclinó y se dieron dos besos. Obviamente mantenía con los invitados una relación muy cercana. Aparte de la estación del año, deduje por sus ropas que aquel punto temporal debía de ubicarse en las postrimerías del siglo.
Conté catorce personas. La estancia se había llenado. Fui girando el aleph y comprobé que habían formado pequeños grupos. Conversaban de pie mientras bebían vino. Localicé una botella y registré la marca. Me serviría para ubicar la escena. El hombre de blanco iba y venía. Atravesó varias veces el aleph por lo que pude vislumbrar brevemente sus órganos internos. Es algo frecuente en la cronovisión pero nunca es agradable. (De hecho, hay quien sostiene que puede resultar dañino para los sujetos observados. Al fin y al cabo el aleph funciona mediante una concentración formidable de energía. Aún así creo que exageran). Adiviné que la cocina se encontraba al fondo de la estancia. Fui esbozando el plano de la casa. Con la nueva perspectiva me fijé en dos estanterías de madera que cubrían las paredes. Estaban llenas de discos de vinilo, una forma de almacenaje de música muy popular durante el siglo XX. También se acumulaban libros de apariencia pesada pero estaban demasiado lejos y no alcanzaba a ver sus títulos. Intenté leer los labios de los invitados pero no reconocí ninguna palabra de las que pronunciaban. Cuando comenzaron a sentarse abandoné cualquier otro intento de establecer el lugar concreto donde se había desarrollado la escena.
Ahora podré identificar a los invitados, pensé.
El hombre de blanco se sentó al piano. Su rictus cambió y empezó a aporrearlo con fuerza. Levantaba los brazos como si fuera a destrozarlo. Varias veces se detuvo en seco y permaneció congelado unos segundos. Sin poder escuchar los sonidos sus movimientos resultaban de lo más cómicos. Parecía fuera de sí. Una parodia. Mi punto de observación era perfecto. Había acertado a la primera. Podía observar a todos los asistentes con detenimiento. Sus caras variaban entre la entrega y el desconcierto. Un hombre calvo cerraba los ojos y asentía como si leyera lo que escuchaba. La muchacha del vestido marrón tomaba un sorbo de vino y de cuando en cuando miraba al techo. Busqué a los objetivos descritos en el informe. Había dos parejas posibles. Una, joven, los dos sentados muy juntos al lado de la salida al balcón. Otra, ya canosos, sentada en el sofá claro que se encontraba detrás del pianista. Por pura rutina registré en la grabadora que sería necesario enviar instantáneas de los cuatro al servicio de identificación facial de IH. En ese momento fui consciente de lo absurdo que resultaba que yo estuviera observando aquella escena. A no ser que los resultados de los análisis me contradijeran ninguno de los presentes tenía un valor histórico relevante. En realidad aquello parecía ser un concierto bastante doméstico, una velada sin mayor relevancia como de las que ha habido miles y de las que habrá otras tantas. Me resultaba imposible encontrar cualquier trascendencia cronológica que mereciera el interés o el uso de los valiosos y escasos recursos del CIC. Sentía la indignación acumulándose en mi pecho.
Esperé a que la ventana de observación terminara, con la esperanza de que algo fuera de lo normal sucediese. Una interrupción brusca, quizá un accidente. El ritmo del pianista fue creciendo. Sus movimientos se hacían cada vez más espasmódicos hasta que alcanzó el paroxismo como si fuera un chamán entrando en contacto con los dioses o un hechicero culminando un encantamiento y se desplomó desfallecido sobre el teclado. Los asistentes aplaudieron durante más de un minuto. Él se levantó, saludó inclinándose varias veces. Se abrazaba tomándose de sus propios brazos. Los invitados se acercaron a felicitarle efusivamente. Intenté mantener la concentración en la observación pero me resultaba imposible. Demasiados movimientos, demasiado desconcierto después de dos horas llenas de nada. Los informes de IH lo confirmaron más tarde. No había información histórica alguna sobre las personas que había identificado como posibles objetivos. El nombre de la marca de vino no dio tampoco ningún resultado. Al día siguiente repasé las imágenes usando el zoom para leer los títulos de los libros que ocupaban las estanterías. Casi todos eran de música y arte, algo nada inusual si pertenecían a aquel pianista. Estaban escritos en francés, italiano y español. Dediqué la semana siguiente a recalcular las coordenadas temporales. Coloqué alephs en los puntos ciegos de la estancia. Aquello no sirvió de nada más que para aumentar mi frustración. No conseguí observar algo que pareciera relevante, nada que se saliera de lo normal. Era obvio que esas dos parejas mantenían una actitud muy afectuosa entre ellas pero aquello tampoco era nada extraordinario para un profesional como yo que lleva años dedicando ocho horas diarias a observar a otras personas. Había llegado a un punto muerto donde no sabía ni qué mirar, ni qué buscar ni tampoco dónde y cuando estaba observando.
Entonces ocurrió algo que terminó por agotar mi paciencia.
Una mañana, cuando concluí una nueva observación de la escena del concierto sin ningún resultado me quité los tapones y escuché mucho revuelo en la oficina. Me asomé por encima de mi cubículo y vi cómo la gente se arremolinaba alrededor del cubículo de Gunner. Casi todos eran otros observadores de la S20. También reconocí a varios chicos de IH y a unos cuantos calculadores. Reían y hablaban muy alto. Felicitaban a Gunner. Le daban palmadas en la espalda. Me acerqué.
¿Qué… qué pasa?
Hombre, Brünner, ¿no te has enterado? ¡Han asignado a Gunner el caso del suicidio de los Baader-Meinhof! ¡Va a ser histórico!
Gunner me miró y me tendió la mano con un gesto que parecía realmente sincero. Me asombró su capacidad para fingir. Incluso se había ruborizado. Sabía que por dentro se estaba riendo satisfecho de mi. Sentí como me ardían las mejillas de ira. Aquello era intolerable. No podía continuar así. Me di la vuelta, les deje allí y me dirigí hacia el ascensor. Tenía que hablar con el Sr Krueger.
]]>Volviendo al caso Newton, aunque la mayoría de la población lo desconozca, la cronovisión opera en tiempo real lo que nos obligó a establecer varios focos de observación y a emplear turnos rotatorios con el fin de comprimir esos siete años suyos en un intervalo razonable de nuestro tiempo. Eran jornadas tan intensas que hasta llegamos a dormir en el CIC. En total fueron treinta y siete meses agotadores. Pero gracias al liderazgo del Sr Krueger el resultado fue impecable. Sin embargo al público eso no le importó en absoluto. Se ignoró el magnífico informe de mil doscientas páginas que elaboramos. El proyecto dejó de importarle a nadie fuera del CIC en cuanto se supo que Newton no había obtenido su brillante idea gracias al legendario incidente de la manzana. Aquella experiencia me enseñó otra gran verdad sobre la cronovisión: Nadie quiere que la Historia le estropee un buen mito.
No exagero si digo que existe una gran incomprensión en la sociedad hacia nuestra profesión. El público ya no nos aprecia. Los historiadores nos odian. Varias religiones nos temen. Los políticos tratan de utilizarnos y los medios de comunicación solo quieren exprimirnos titulares. Al menos las editoriales de libros de texto nos adoran. Y no crean que la vida privada de un observador de segunda clase como yo es mucho mejor. No se nos respeta. No se valoran nuestros años de estudio, los enormes temarios aprendidos, nuestros vastos conocimientos de Historia, Geografía y Antropología. La mayor parte de la gente ahí fuera es muy ignorante y ahora que creen que las “grandes cuestiones históricas” ya han sido resueltas solo somos para ellos unos funcionarios más, parásitos con un sueldo excesivo y un puesto de por vida. Su incomprensión es irritante pero el excesivo interés puede resultar peor. Por ejemplo, siempre anticipé con angustia cada fiesta de amigos a la que se me invitaba. Era inevitable que llegara el momento en el que alguien me preguntaba qué haces, cómo te ganas la vida, y que cuando respondiera todos los invitados se giraran hacia mi y empezaran a pedirme chismorreos sobre tal o cual persona famosa de la que yo nunca había oído hablar, y de nada servía decirles que hay impuesta una moratoria de observación sobre los últimos diez años, una prohibición a la que llamamos El Muro y por la que no se nos permite observar el pasado reciente. No, no sirve de nada. Por eso ya no voy a ninguna fiesta. Supongo que por eso ya no tengo muchos amigos.
Pero me temo que me estoy desviando del tema. Para que puedan entender mejor mi caso creo necesario explicar con algo de detenimiento cómo funciona la cronovisión. Al menos hasta donde yo conozco sobre su funcionamiento. Si desean detalles técnicos será mejor que pregunten a los calculadores.
En un principio el mundo se mostró escéptico ante la afirmación del Padre Pierluigi Ernesti de que en su poder obraba el único prototipo jamás fabricado del cronovisor, que él habría robado de las profundidades de los sótanos del Vaticano aprovechando un descuido de la guardia suiza. Por su traición el Padre Ernesti nunca llegó a ser procesado criminalmente aunque sí fue excomulgado en secreto por Pablo VI. Y es que el Vaticano siempre negó la existencia de aquel aparato con el que según el renegado sacerdote era posible observar el pasado. El artefacto habría sido desarrollado décadas atrás por el célebre físico Enrico Fermi, hombre devoto y pío educado en su infancia por los jesuitas del Colegio de Roma, con el fin de ayudar al Santo Padre a investigar la veracidad histórica de la figura de Jesús de Nazaret e incluso registrar si fuera posible sus ultimas palabras. Las conclusiones de los primeros análisis de veracidad encargados al célebre Profesor Feinberg resultaron alucinantes: aunque rudimentario, aquel aparato era capaz de producir, utilizando enormes cantidades de energía, un haz de taquiones, partículas capaces de viajar más rápido que la luz, y por tanto hacia atrás en el tiempo, cuya existencia el mismo Feinberg había conjeturado teóricamente en su artículo de 1967 titulado On the possibility of Faster-Than-Light Particles, pero cuya demostración experimental se le había resistido en innumerables reveses. Feinberg llegó a una deducción inapelable: El cronovisor podía iluminar el pasado. Si el haz era dirigido y sincronizado para que coincidiera con el punto preciso que la Tierra había ocupado durante su viaje espacial en un determinado momento de la historia sería posible observar lo que allí había sucedido.
Fueron necesarios años de investigaciones, pruebas y fracasos para que se perfeccionara el uso del cronovisor. Su proceso de operación es en apariencia sencillo. Para observar un momento del pasado un equipo de calculadores computa el punto de la trayectoria ya transitada por la Tierra al que se ha de dirigir el haz. Este es disparado y con el impacto se crea una singularidad en el espacio-tiempo a la que se bautizó con el pomposo nombre de aleph. Cuando el aleph está ya colocado es posible adquirir una visión de 360º grados alrededor de ese punto. Se puede mirar a la izquierda, hacia la derecha, arriba o abajo, aunque su emplazamiento no puede ser alterado. Los cálculos han de ser infinitamente precisos. Si los taquiones atraviesan una zona donde orbita (u orbitaba, mejor dicho) una supernova o una nube de materia oscura el haz se comba como una lona tensa bajo el peso una piedra. Como resultado el aleph puede terminar colocado en la ionosfera, en medio del mar, en el interior de una roca o incluso en Marte. Depende de lo diestro que sea el equipo de calculadores con sus correcciones. En este punto me veo en la penosa obligación de denunciar que la calidad de su trabajo ha descendido desde que entré en el CIC. Antes acertaban casi siempre y eran extremadamente profesionales. Ahora es cada vez más frecuente que fallen en sus cálculos y que el observador se quede con cara de tonto mirando una pantalla en negro.
Pero vuelvo a desviarme del tema.
Cuando el cronovisor se declaró operativo al ciento por ciento el revuelo fue enorme. La humanidad estaba ansiosa por saber cómo habían ocurrido realmente la crucifixión, el primer desembarco de Cristóbal Colón en América, la toma de Constantinopla. Querían imágenes del descubrimiento del fuego, de la toma de La Bastilla, del suicidio de Hitler. De repente parecía que la Historia se había hecho visible por completo, que se había convertido en una inmensidad repleta de cajas de regalo esperando a ser abiertas, cajas llenas de secretos de diversa consideración, a veces grandes, otras mundanos. Los profesionales de la observación pronto comprendimos que no era así. Por un lado estaba El Muro, una contención necesaria para evitar las tremendas repercusiones que la posibilidad de observar cualquier evento que acaba de suceder podía desencadenar. Por otro lado estaban las limitaciones de la cronovisión misma. No crean a quienes sostienen que no se ha observado la muerte de Jesús o la vida de Mahoma o la de Siddharta por motivos religiosos o políticos. Lo cierto es que el cronovisor es muy poco útil para analizar la Antigüedad, aunque seguro que todavía recuerdan la publicación en los medios las sangrientas fotografías del asesinato de Julio Cesar o del espectacular incendio de Persépolis a manos de Alejandro Magno. Por lo general las localizaciones que nos ofrecen las crónicas o los textos sagrados son demasiado vagas o están equivocadas o, las más veces, son del todo inventadas (pronto se hizo evidente que Herodoto y Jenofonte no escribían más que cuentos y leyendas). La cronovisión solo es efectiva cuando se trata de observar lugares conocidos. Si no, es una tarea tan imposible como buscar una aguja en el pajar de la eternidad.
Por eso la cronovisión funciona mejor para observar los tiempos modernos. Y eso es precisamente lo que la gente quiere: Averiguar quién asesinó a Kennedy (como casi siempre una revelación decepcionante). Comprobar cómo la ineptitud derrotó a Napoleón en Waterloo. Obtener las dramáticas imágenes de los últimos momentos de Scott en su pugna por alcanzar el Polo Norte. Resolver el enigma de Kaspar Hauser o examinar los increíbles contenidos del equipaje que Lenin portaba en el tren que le llevó a Rusia en 1917. En comparación, descubrir que a Winston Churchill le gustaba vestirse de mujer por las noches resultaba un hallazgo ridículo.
Eso, lo descubrí yo.
]]>Por puro reflejo miré hacia el teléfono blanco y curvo heredado de mis padres.
No, nadie.
Aquello pareció tranquilizarle. Sol atravesó el salón en dirección a su cuarto ignorándome.
Por cierto, hola, dije cuando cruzó por delante del acuario. No respondió. Abrió la puerta de su habitación. Las persianas estaban echadas. No se molestó en subirlas y encendió la luz. La cama estaba deshecha. Hizo ademán de entrar pero se detuvo.
Sí, hola, perdona, no he tenido un buen día. ¿Qué haces?
Nada. Ver la tele. Comer arroz. ¿Te acabaste mi guiso?
Lo siento, llevaba prisa. Solo pasé un momento por aquí. Tenía hambre.
En ese momento volvió a aparecer en el televisor el anuncio de Alpha. Al escuchar la sintonía el cuerpo de Sol se tensó.
¿Ya estás viendo cosas de betas?
Según tú no hay otras, ¿no?
Sí, pero no las verías si no fuera por tu novia, dijo ya desde dentro.
Intenté disimular mi enfado.
Ya, Hazme un favor y recuérdame por qué compartimos piso.
Le vi sacar un macuto vacía de tela de debajo del armario. La tiró sobre las sábanas revueltas.
Venga, no te molestes, solo era una broma. Cojo unas cosas y te dejo en paz. Me marcho fuera unos días.
Estuve tentado de preguntarle dónde. Aquello era extraño. La gente ya no solía viajar. Fue entonces cuando sonó el teléfono. Sol dejó lo que estaba haciendo y al instante saltó desde su habitación como un resorte. Extendió la mano para ordenarme que me quedara sentado, se acercó hasta la mesilla y descolgó el auricular. Respondió. Le miré con expectación. Una voz nasal llegaba desde el otro lado de la línea soltando frases incomprensibles y nerviosas, sin pausa, una tras otra. Sol palideció. Su cara mudó de la sorpresa al terror. Colgó sin despedirse con un golpe seco que pensé haría añicos el teléfono. Corrió hacia su cuarto y abrió el armario. Yo estaba paralizado. Ni siquiera me levanté del sofá. No sabía qué hacer. Solo alcancé a preguntarle qué estaba pasando mientras él iba metiendo su ropa a puñados en la bolsa. Salió de su cuarto, abrió la puerta de casa, regresó a su habitación y continuó. Cogió dos o tres libros, los metió allí también y cerró la cremallera con un silbido brusco. Asió con fuerza el macuto y lo lanzó hacia el sofá. Impactó junto a mí, rebotó y cayó al suelo. Sol se dirigió al acuario con decisión pero en cuanto reparó en mí presencia se paró en seco, sorprendido, como si yo hubiera sido invisible para él todo aquel tiempo. Me miró de arriba abajo. Me evaluaba. Decidía qué hacer conmigo. Su examen me resultó incómodo. Le interrumpió el eco del sonido del ascensor subiendo. Sol abandonó cualquier otro pensamiento y recuperó la bolsa. Tengo que bajar antes de que lleguen, dijo, y salió disparado. No cerró la puerta. Escuché su carrera peldaños abajo. Solo entonces salí de mi estupor. Me puse en pié y salí el rellano con la lentitud de quien ha recibido un golpe en la cabeza y acaba de despertar de la conmoción. Me asomé por la baranda. Aún podía distinguir la figura de Sol bajando a toda prisa, apenas una sombra oblicua perdiéndose entre los cuadrados concéntricos que formaban los pasamanos, repetidos como una imagen infinitamente reflejada en un espejo. El ascensor se detuvo. Había alcanzado la planta quince. Para entonces Sol estaba más abajo. Me sorprendí sintiéndome aliviado. Volví hacia casa pero antes de cruzar la puerta escuché gritos. Eran voces graves que fueron respondidas por otras voces muy lejanas, apenas audibles. Después silencio. Entré de nuevo en casa pero no quise cerrar. Me senté en el sofá. Quería entender qué había sucedido. La llamada había sido un aviso, no había duda. Sol la estaba esperando y temía a quien fuera que subiera en aquel ascensor. Mal presagio. Sonó la maquinaria de nuevo. Era un mugido metálico y creciente. Subían. Los segundos que transcurrieron hasta que el ascensor se detuvo resultaron insoportables. Pero lo que vino después fue mucho peor. Nuevos gritos retumbaron en la escalera. No me atreví a moverme. Se hicieron más intensos. Conformaban frases que fueron aclarándose, no te muevas, estate quieto, no te resistas. Fui distinguiendo la voz de Sol, al principio como un murmullo, luego como quejidos, insultos sofocados hasta que entró por la puerta con la nariz sangrando, la camiseta manchada, el pelo revuelto y el brazo doblado hacía atrás atenazado por un individuo alto y de mandíbula cuadrada que le empujaba mientras apretaba los dientes. Detrás venía otro tipo casi idéntico, intercambiable. En la mano derecha llevaba una porra extensible.
Estos venían por la escalera, dijo Sol con una media sonrisa. Tenía los dientes manchados de rojo.
Cállate cabrón, dijo el tipo que le tenía agarrado, vamos a ver qué tienes.
¿Es esa su habitación? Dijo el otro dirigiéndose hacía mi y señalando con su porra en dirección al cuarto de Sol.
Sí. Oiga, exijo saber qué está pasando, dije, esta es mi casa.
Mientras Sol y su acompañante se perdían tras la puerta el segundo tipo se acercó a mi y tocándome con la porra en la rodilla me dijo tú mejor calladito, ¿eh?
Eran de la Brigada de Seguridad, claro.
Cuánta porquería tienes aquí, sácalo todo, escuché decir desde dentro. Hubo sonido de sillas, de cajones abriéndose, objetos cayendo al suelo, más insultos. Cuánta mierda, repitió. Algún problema, preguntó el otro. ¿Tienes más libros?, dijo el primero, ¿tienes más libros? insistió gritando. Sol respondió con voz apagada algo que no pude entender.
Oye, que dice que hay más libros por la casa, mira a ver, dijo el agente que estaba con él.
Quietecito aquí, dijo el que me vigilaba y se perdió por el pasillo.
Sol sollozaba. Sí, llora ahora, cabrón, le soltó el otro con desprecio. Ruidos en el baño. Cristal rompiéndose. Después más ruidos en mi habitación. Intenté mantener la calma, no levantarme. Había escuchado historias sobre las intervenciones de la Brigada. No eran historias bonitas. Miré hacia el suelo.
Nah, hay muy poco, dijo cuando volvió ¿Ya lo tienes todo?
Sí, venga cabrón, ya nos vamos, dijo el otro empujando a Sol que se estampó contra el cerco de la puerta. Viéndose por un momento libre de la pinza en su brazo, Sol se tambaleó por el salón en dirección hacia la salida pero justo al llegar a mi altura fue alcanzado por el otro agente que con la porra le golpeó en un lado de la cabeza. Sol dio un alarido y cayó de rodillas. Allí recibió otro porrazo en la nuca. La sangre se proyectó sobre la mesa frente a mí en gotas finas. Los agentes le levantaron por los brazos. Apenas se podía tener en pie. Su cara se estaba hinchando visiblemente. Entonces llegaron nuevos gritos desde la escalera.
Ya nos contarás todo en la central, dijo el tipo que me había amenazado. Venga, vamos.
Por favor, cuida del acuario, del acuario, dijo Sol mientras se lo llevaban. Tenía la boca abotargada y no podía pronunciar bien. Recuerda el acuario, repitió una vez más. Aquello fue lo último que escuché decir a Sol. Aquella fue la última vez que le vi.
Cuando creí que había pasado un tiempo prudencial salí al rellano y me incliné sobre la barandilla. Aún se veían las cabezas de algunos vecinos, asomados para ver qué pasaba. Entre ellas reconocí la cabellera rubia de la Señora Matilde. Una a una se fueron retirando. Ya ni escuchaba el ascensor bajando. Cerré la puerta tras de mí. Me senté. Estaba temblando. Al cerrar los ojos podía ver a Sol ensangrentado, arrodillado, recibiendo golpes, zarandeado y sucio, con los globos oculares encarnados, pidiéndome que cuidara de su acuario. Recuerda el acuario, dijo. El acuario. Miré hacia él. Funcionando. Borboteando. Recordé que antes de que le detuvieran Sol iba a hacer algo con él. Luego me vio y dudó. ¿Iba a moverlo? ¿Arreglarlo? La curiosidad me empujó a estudiarlo más de cerca. El agua estaba limpia. Seguía sin haber rastro de los peces de colores. Hubiera jurado que había docenas de ellos el día anterior. Me acerqué aún más hasta que mi respiración empañó el cristal. El fluorescente añil vertía una luz muy tenue, incapaz de iluminar las cavidades de las piedras del fondo. Busqué una lámpara en la habitación de Sol. No sabía dónde pisar. El barullo y el desastre del registro lo cubrían todo. Por fortuna la encontré enseguida envuelta entre las sábanas a los pies de la cama. Desenchufé la bomba del acuario. El borboteo cesó. Conecté la lámpara. Examiné las oquedades. Las sombras proyectadas por las piedras huecas bailaban con cada movimiento de mi mano. No tardé en comprobar que los peces no estaban. Se habían volatilizado. Pero algo asomaba entre la gravilla. Un triángulo negro. Parecía la esquina de algo. Apagué la luz, acerqué el taburete y me arremangué. No se me ocurrió otra manera de alcanzarlo. Comprendí que era eso lo que Sol no se había atrevido a hacer en mi presencia. Eso me hizo sentir extrañamente excitado. Metí el brazo. El agua estaba tibia. Lo metí hasta el hombro. Con esfuerzo aparté la piedra que cubría aquel pequeño triángulo y con dos dedos tiré de él. La capa de piedrecillas no ofreció resistencia. Saqué un objeto rectangular cubierto con una tela negra impermeable. Su tacto era suave y acolchado. Parecía hecha de algún tipo de plástico. Nunca había tocado una tela así. Me quité la camisa, me sequé el brazo y aparté las gotas de agua que lo cubría. Busqué una rendija, una cremallera. En un lateral encontré una pequeña cinta y tiré. La funda se abrió con un silbido. De ella saqué una tableta. Un aparato para almacenar información que era común en Oriente pero que aquí solo manejaban personas de clase alta y funcionarios de la mayor graduación. Era oscura y brillante. Mi cara se reflejaba sobre lo que parecía ser su parte frontal. Toqué aquí y allá en busca del mecanismo que la encendiera hasta que topé con una hendidura en forma circular. Apreté. Zumbó con un susurro. La pantalla se encendió con una luminosidad plácida y potente que me deslumbró. En la parte de abajo apareció una sucesión de letras en filas. Arriba, un espacio en blanco. Pedía una contraseña. Me desanimé por un momento. ¿Cuál podría ser? Probé al azar con el nombre de Sol. No funcionó. Después palabras que asociaba con él: Alphas, betas, Kunis. Tampoco funcionaron. Comencé a hablar en alto buscando otras ideas. Recordé el acuario. Volví a escuchar las palabras de Sol. Acuario. Creí que esa sería la contraseña pero no sirvió. Estaba empezando a perder la esperanza. Jamás accedería a lo que fuera que aquel aparato almacenaba. Pensé de nuevo en los peces. Los peces. ¿Dónde estaban? ¿Cómo se llamaban? Su nombre venía escrito en la comida que les dábamos. Revisé la etiqueta del primer tubo que encontré. Indicaciones: Alimentación adecuada para peces kois, payaso, ballesta, iroqueses, arlequines… Sin pensar más fui introduciendo uno a uno todos aquellos nombres pulsando las letras de la pantalla. Cuando casi había agotado la lista la luz de la pantalla se volvió azul como si hubiera pronunciado el encantamiento correcto. Aparecieron una serie de dibujos que simulaban carpetas formando una cuadrícula. Eran ocho o nueve. Cada uno de ellos tenía un rótulo. El del centro se titulaba Alpha. Supe que era ese el que debía abrir. Toqué con el dedo sobre él varias veces hasta que se desplegó un cuadro con una columna con tres palabras. La primera era “Lista”. La segunda “Planos”. La tercera “Sponsors”. Toqué en la segunda y la pantalla cambió a un croquis técnico repleto de flechas, líneas, cotas, dibujos en perspectiva de piezas mecánicas y complicadas estructuras. Era imposible de descifrar. Perplejo fui pasando página a página sin entender nada. Los objetos representados se iban haciendo menos abstractos. Se recomponían en una progresión intuitiva. Parecían motores integrados en esferas. En la penúltima página aparecía un armazón que contenía a su vez las esferas y algunas otras de las piezas que había visto antes. Cuando intenté pasar de página se sobreimpresionó un rectángulo rojo que enmarcó una parte del armazón. Desconcertado apreté de nuevo y aquella vez sí accedí a la última página. Era una perspectiva cenital de una nave de Alpha. Otro rectángulo rojo más pequeño enmarcaba ahora una sección de su lateral derecho casi en la popa.
Estaba desconcertado. No sabía muy bien que podía significar todo aquello así que abrí el otro documento que había llamado mi atención. “Lista”. Este era sencillo de interpretar. Era una compilación de nombres organizados en grupos a su vez encabezados por una fecha. Después de haber visto aquellos planos estaba seguro de que aquellas fechas correspondían a los lanzamientos de Alpha. Todo empezó a cobrar sentido. Las otras columnas parecían contener la dirección del pasajero, la duración del contrato de trabajo una vez llegado a Alfa Metris (dos años era el mínimo) y la forma de financiación, que variaba entre “sponsors” (que deduje figurarían en el tercer documento), “préstamo” y “privado”, la mayoría, que venía acompañado por uno o más nombres entre paréntesis que casi siempre compartían el mismo apellido que el pasajero. En cuanto comprendí cómo orientarme comencé a buscar la entrada correspondiente a María. Sin pensarlo. Pasé páginas y páginas. Miles de nombres. Aquel documento los había registrado todos, incluyendo los del primer lanzamiento hacía ya casi quince años. No sé cuánto tiempo estuve revisando aquella lista. Creo que horas. Me negaba a tomar un respiro. Las filas de datos se confundían unas con otras. Apretaba el botón de pasar como un autómata, sin mirar. Cuando me daba cuenta volvía atrás por temor a haberla perdido. Hasta que encontré la fecha. El corazón me palpitaba tan fuerte que notaba los latidos en mis oídos. Busqué su nombre. Contuve la respiración. Había pasado dos páginas cuando lo descubrí. No me fiaba ya de mi vista así que use el dedo índice como guía, siguiendo la fila que le correspondía. Primero sus nombre. Después su dirección. Dos años de trabajos. Financiación privada. En la última celda un nombre que me resultaba familiar aparecía como el pagador de su pasaje. Unas líneas más abajo encontré de nuevo aquel nombre. Lo entendí todo y me sentí un imbécil.
Tiré la tableta sobre la cama de Sol. Aterrizó blanda y se apagó. Volví al salón y abrí la ventana. Me apoyé sobre el alféizar. Noté la brisa aún caliente en mis mejillas. Miré hacia el bloque que se alzaba a apenas cien metros. Turbinas domésticas plagaban sus balcones. Sus hélices giraban bajo los últimos rayos de la tarde haciéndolas brillar como estrellas incandescentes.
]]>Ver la televisión tampoco me fue muy útil para dejar de pensar. Solo encontré noticias que sonaban a viejas. El Presidente había dado un discurso en el parlamento sobre la necesidad de hacer nuevos sacrificios, de aplicar nuevos recortes y planes de ahorro, sobre la urgencia de reducir el consumo de energía y de contribuir más recursos al proyecto Alpha. A los parlamentarios aquellas propuestas debieron de parecerles una buena idea porque al terminar el alegato se pusieron en pie y aplaudieron en unanimidad. Con aquel aplauso pareció cerrarse el escándalo que había explotado tan solo la semana anterior cuando se descubrió que los dos hijos del Presidente viajarían en el próximo lanzamiento de Alpha; y es que si ni el mismo Presidente creía en la salvación de la humanidad y mandaba a sus hijos al espacio, ¿por qué habríamos de creer en ella el resto? El noticiero de otro canal informaba de la caída de un dirigible de crucero en Bangkok por culpa de un repentino tifón. Ningún superviviente. Otras noticias de alcance. Obras de renovación de las barreras marinas de Amsterdam. Incendios cercando San Petersburgo. Más noticias de interés humano. Un perro se salva de una inundación en Perú flotando sobre una plancha de hojalata. Yo comía mi arroz y miraba la pantalla sin demasiado interés, cambiando de canal cuando me aburría demasiado, hasta que me topé con el nuevo anuncio de Alpha, ese que estaban proyectando las pantallas del autobús justo cuando se fundió la batería. En blanco y negro una mujer de unos cuarenta y pocos llevaba con fatiga un abultado carro de la compra hasta llegar un supermercado del que salía una larga cola de gente. Después apareció una chica joven, bastante guapa, de pie en un autobús, apretada por una multitud de fugis con muy mala pinta. En la tercera escena un tipo con traje de unos treinta se quedaba atrapado en un ascensor por culpa de un apagón. En la siguiente un niño trabajaba bajo el sol recolectando de un matojo unos frutos que no identifiqué. Después una sucesion de primeros planos de cada uno de ellos preguntando a cámara “¿es que no hay otra vida?”. La imagen siguiente era la de una nave de Alpha saliendo desde la base orbital muy despacio, movida apenas por la inercia. De pronto los motores explosionaban con una potente luz blanca que servía de corte a la siguiente escena en la que los cuatro, la mujer, la chica guapa, el niño recolector y el tipo del traje, ahora vestidos con monos blancos y relucientes paseaban por pasillos brillantes charlando entre ellos, riendo, hasta llegar a una estancia con varias cabinas de suspensión ya preparadas y abiertas en las que se introducían sonrientes, felices, que después se cerraban sellándoles del exterior, momento que daba paso a un nuevo primer plano de cada uno de ellos cerrando los ojos, cayendo en estado de suspensión con expresión mirífica antes de pasar de nuevo al exterior en el que se veía la nave perdiéndose con un estallido relampagueante en un espacio repleto de estrellas. La última estampa del anuncio era una recreación en tres dimensiones del sistema de Alfa Metris que iba centrándose en Metris Tres, el planeta más parecido al nuestro, que aparecía como una esfera azul celeste atigrada de nubes blancas. Por detrás de Metris Tres, antes de fundir en negro, amanecía la frase Alpha. Da el salto.
Era difícil no sentirse atraído por aquel argumento, por la posibilidad de abandonar las penurias de lo cotidiano, las miserias que soportábamos día a día, y lanzarse en un viaje de veinte años a un mundo nuevo aún por explorar o manchar, con la esperanza de poder permanecer allí o de que al menos la Tierra fuera a la vuelta un lugar mejor. El viaje interplanetario era caro, mucho más que caro. Tenía un precio imposible. Un pasaje costaba más de lo que la vasta mayoría de la población podía ahorrar en una sola vida. Pero eso no parecía importar demasiado. Nunca entendí cómo pero de algún modo, en un cortocircuito de la lógica, muchos creían que era posible reunir aquella enorme suma y vivían bajo la ilusión de que en un golpe de suerte lo lograrían. Un desconocido e inesperado golpe de suerte como el que al parecer había tenido María. Otros cuantos, menos esperanzados aunque más locos, se atrevían a firmar los llamados “préstamos intergeneracionales” con los que hipotecaban parte de los futuros ingresos de sus hijos para poder pagar su propio pasaje. El viaje interplanetario implicaba tantos gastos, tantas dificultades, que cuando se hizo técnicamente viable muy pronto quedó claro que ningún país podía hacer frente por sí mismo a los tremendos costes que suponía desarrollar la tecnología requerida, construir un prototipo capaz de alcanzar Alfa Metris y mucho menos poner en orbita la base desde la que efectuar los lanzamientos sin el obstáculo de la gravedad terrestre. Alpha nació para eso, para coordinar los esfuerzos del mundo. Una organización global con el poder de someter todos sus recursos y dirigirlos en pos de la empresa más gigantesca que la humanidad había conocido. Porque nuestro planeta agonizaba y la única opción parecía ser aquel plan descabellado e imposible: Lanzarse al espacio con la esperanza de que alguno de los planetas que giraba alrededor de nuestra recién descubierta estrella gemela pudiera albergarnos algún día. Mandar colonos, extraer recursos, crear bases permanentes, tal vez terraformar aquellos mundos, viajando hasta allí a 0.948 veces la velocidad de la luz, en algo menos de tres años de ida y vuelta pero que con la traición de la Relatividad de la que nos advirtieron los relojes de Einstein y Larmor pasarían como veinte para los que nos quedáramos en la Tierra.
Qué absurdo. Cuando María regresara no parecería que por ella hubiera pasado el tiempo. Yo en cambio sería casi un viejo.
No todos estaban a favor de Alpha, por supuesto. Algunos teníamos una perspectiva más práctica del asunto. Los sacrificios, el racionamiento, las colas de abastecimiento, la asignación individual de carbonos, las leyes sobre ocupación de viviendas, La Prohibición, todo aquello era necesario con Alpha o sin ella si queríamos evitar terminar con los dodos y los dinosaurios en el catálogo de especies extintas. Otros en cambio eran mucho más hostiles, Sol entre ellos, como no tardé en averiguar gracias a sus lecturas, sus posters y nuestra conversación aquella noche, a partir de la cual su actitud hacía mi se había hecho mucho más hiriente. ¿Todavía esperando a tu novia?, me preguntaba con sarcasmo cuando me descubría viendo anuncios o noticias sobre Alpha, o si me encontraba buscando ofertas de trabajo en el boletín de empleo se metía conmigo llamándome “beta”. Sé bien que no quería ofenderme con aquello, que según su visión estaba intentando despertarme del letargo en el que “el sistema” nos tenía sumidos. Según los grupos de extremistas, como por ejemplo los radicales violentos del Frente de Liberación de la Tierra, el proyecto Alpha era un fraude a escala planetaria, una estafa por la cual los pobres estábamos pagando el billete de salida a los ricos que nos tentaban con la zanahoria de una vaga posibilidad de salvación a cambio de obligarnos a trabajar para ellos y a aguantar los pilares del mundo mientras este se venía abajo. Incluso algunos dementes afirmaban en sus delirios que Alfa Metris no existía y que todo era un montaje para salvar a los poderosos llevándolos a una base secreta en Marte o en la cara oculta de la Luna según las versiones. Cuando nació Alpha hubo manifestaciones, intentos de sabotaje de sus instalaciones, pero eso solo sirvió para aumentar el control policial sobre los que se llamaban a sí mismos “La resistencia”. Yo tenía la certeza de que Sol pertenecía a alguno de esos movimientos antialpha. Con frecuencia traía mochilas y bolsas que metía en su habitación. Lo que allí llevaba no eran libros. Tal vez armas o bienes prohibidos, aparatos electrónicos portátiles cuya posesión estaba penada con la perpetua o con años de trabajos forzados. Una noche me levanté al baño y vi un tenue resplandor blanco al otro extremo del pasillo. Me asomé más y pude ver que aquel halo provenía la puerta entreabierta de la habitación de Sol. Le llamé sin acercarme y de inmediato aquel fulgor se apagó. Qué quieres, preguntó desde dentro en un tono desagradable. Le di las buenas noches y volví a mi cama sin querer buscar más problemas. Jamás le mencioné aquel incidente pero desde entonces siempre cerraba su cuarto con llave al irse. Su comportamiento esquivo terminó de convencerme de que escondía una tableta, un aparato para almacenar información que era común en Oriente pero que aquí solo manejaban personas de clase alta y funcionarios de la mayor graduación.
Terminé mi plato. El noticiero destacó que el número de lanzamientos de Alpha ya había superado el del año anterior y a continuación un tipo con corbata al que no reconocí anunció de manera triunfal que la producción doméstica de alimentos había crecido más de un 200% el anterior semestre. Un paso más hacia la autosuficiencia, dijo. Entonces sonó la puerta abriéndose. Era Sol. Entró en el salón. Parecía muy nervioso.
(Concluye en la próxima entrega)
]]>¿Dónde puedo poner el acuario?
Esa fue la primera frase que escuché decir a Sol. Poco a poco, con la ayuda de una carretilla de mudanzas, había subido él solo los seis pisos que nos separaban de la última parada del ascensor cargado con aquel cubículo de cristal sin más previsión que unas cuerdas e imagino que mucha paciencia. Nunca supe de dónde había podido sacar aquel acuario. Era muy excepcional encontrar uno. Demasiado caros de mantener aunque Sol me convenció de que no era necesario pagar carbonos extra, que bastaba colocar una miniturbina en el balcón (yo por aquel entonces no usaba todavía ninguna). Le hicimos sitio junto a la tele. Aún más misterioso sin embargo era el origen de aquellos pececillos que fue trayendo de uno en uno en bolsas transparentes en los días sucesivos. Las normativas sobre posesión de animales domésticos ya eran muy duras por aquel entonces y los animales raros o exóticos estaban prohibidos por completo. Se traficaba con ellos, eso era sabido, pero por lo general solo los ricos podían permitirse atesorarlos y exhibirlos como antaño atesoraban y exhibían coches u obras de arte. Pero Sol no parecía rico. Si lo hubiera sido no habría necesitado acogerse a la Ley de Ocupación y compartir piso conmigo. Durante un tiempo crei que tal vez era el hijo descarriado de alguna familia millonaria aunque no lo pareciera a juzgar por la forma en que vestía. Casi siempre en camiseta negra, nunca le vi llevar pantalones que le llegaran por debajo de las rodillas. Quizá, pensé cuando descarté las otras hipótesis, Sol era un estraperlista. Eso explicaría el acuario. Pero con su barba demadejada y su tierna barriga no daba en absoluto el tipo de criminal rudo y sin escrúpulos que solía aparecer en las noticias de redadas. En cualquier case supe desde aquel primer día en que se plantó en mi puerta con aquella pecera gigante a su lado y presentándose como mi nuevo inquilino que Sol escondía algo, que bajo su aspecto desaliñado, lo relajado de sus costumbres, su poco interés por el orden o las rutinas prácticas de nuestra convivencia existía una corriente subterránea que de verdad le definía y le arrastraba, que solo emergería en ocasiones, y que era la razón última de su dejadez para conmigo y con el resto del mundo. No tardé mucho en comprobar que estaba en lo cierto.
Cuando Sol llegó apenas hacía un mes que María se había marchado. Pocos días antes, mientras veía por televisión la noticia del nuevo y exitoso lanzamiento de Alpha que la transportaba a las estrellas, me había jurado hacer como si nada, continuar con mis costumbres y mi vida, reproducir al detalle mis hábitos de siempre con una obsesión milimétrica que, estaba seguro, me salvaría de la melancolía. Al fin y al cabo los últimos meses con ella los había vivido como si estuviera solo. Durante las semanas iniciales de nuestra coexistencia Sol había intentado relajar las típicas prevenciones del comienzo interrogándome sobre mí, mi antiguo trabajo, el edificio, los vecinos, mis anteriores inquilinos. Teníamos una edad muy parecida, él quizá era un poco mayor, y si yo hubiera querido seguir el juego, preguntarle por sus antecedentes, por su familia o sus conocidos, no habría sido difícil llegar a entendernos. Pero sus preguntas no me resultaban cómodas en aquel momento. Yo me sentía maltratado por el mundo y evitaba responderle o si lo hacía era con frases hurañas y cortantes. Él comprendió enseguida que yo prefería no hablar de ello y no volvió a preguntarme más. Supongo que me dio por imposible. Se dedicó a lo suyo, por ejemplo, a decorar su habitación. Colgó posters de propaganda radical. El que enganchó en su puerta decía No somos chusma, no somos Betas debajo de un logo de Alpha tachado en rojo. Nunca comprendí qué utilidad podía tener colocar esos mensajes que como me tendrían a mí como unica audiencia. Una mala táctica, porque a mi todos esos eslóganes reivindicativos siempre me parecieron vacíos y estúpidos, como gritos que se dan en una discusión cuando se agotan los argumentos. A menudo Sol llegaba cargado con bolsas llenas de libros que decía traer de casa de unos amigos con los que había estado viviendo los meses anteriores. Pronto se quedó sin espacio para ellos en su cuarto y me preguntó con evidente fastidio si le daba permiso para acomodar alguno en los estantes del salón. Le dije que no me importaba siempre que él se encargara de su limpieza. A partir de entonces encontré sus libros por toda la casa. Eran casi todos muy finos (el papel se había hecho muy caro) o muy antiguos. Un día, en el baño, sobre la cisterna, apareció una pequeña pila. El primero se titulaba El Programa Alpha: Cómo nos engañan. Creo que no llegué a ojearlo aunque el nombre de su autor me llamó mucho la atención: C. G. Kunis.
Mi nuevo compañero de piso y yo mantuvimos durante bastante tiempo aquella frialdad más o menos cordial que habiamos pactado de forma tácita hasta que una noche, creo que era sábado, me emborraché solo en mi cuarto. Dentro tenía mucho calor. Fui al salón y me dejé caer en el sofá. Vi la televisión, creo que durante horas, cambiando de canal sin ver ninguno hasta que me dolieron los ojos, despreocupado del gasto que iba registrando el contador de carbonos junto a la pantalla, quizá buscando dejarme una fortuna haciendo una estupidez, una tontería cobarde, para que a la mañana siguiente me doliera algo distinto a lo de siempre.
Sol salió de su habitación aún medio dormido, con los ojos entreabiertos y el pelo revuelto.
¿Qué pasa? ¿Por qué tienes la tele tan alta?
No sé… perdona… no quería… alcancé a decir.
Sol me miró de arriba abajo. Yo estaba tan tirado que la mitad de mi cuerpo casi descansaba en el suelo.
Estás hecho una mierda.
No me digas.
Venga, ya vale. Fue hasta el televisor y lo apagó.
¿Sabes, Sol? Eres un tío muy raro, dije dejandome caer ya del todo sobre el terrazo fresco. Llevas viviendo aquí meses y todavía no te entiendo.
Suelen decime eso, dijo, y se sentó a mi lado. Mira, esto ya lo he visto antes, yo también he pasado por momentos así, todos lo hemos hecho. Así que dime, cómo ha sido.
Le miré. Respiré hondo. Era como si finalmente alguien me hubiera alertado del peligro de desbordamiento y me hubiera dado permiso para abrir todas las compuertas. Hablé. No sé cuánto tiempo. No dejé de hacerlo. Hablé como si estuviera hipnotizado, siguiendo con la mirada los pececillos que bailaban de un lado al otro del acuario mientras me iba brotando todo lo concerniente a María, hasta los más estúpidos detalles, lo que le gustaba comer, cómo vestía, su pefume, su llegada a casa, lo desvalida que me pareció aquel primer día, las conversaciones durante la cena, la noche en que se coló en mi habitación y me pidió dormir conmigo porque tenía frío, los dos años juntos que siguieron, las dificultades cuando me quedé sin trabajo, la distancia que siguió, el cambio en ella, los cajones cerrados de repente, las ausencias, los silencios, aquella revelación en el mercado, la noche en que volvió a dormir en su habitación, la despedida, su viaje con Alpha.
Cuando terminé creí sentirme mejor.
¿No estarás pensando en esperarla los veinte años que dura el viaje?, me preguntó Sol.
Le miré sorprendido. Yo estaba borracho pero no lo suficiente como para que no me turbara descubrir lo que me había negado a admitir hasta entonces. No fui capaz de responder.
Me lo temía. Pues si se ha ido con Alpha será mejor que te olvides de ella para siempre.
Sol se levantó, volvió a su habitación y cerró la puerta tras de sí.
(Continuará)
]]>Con ascensores y trenes. Así nos lo habían explicado una y otra vez en el colegio. El experimento consistía en colocar un reloj dentro del ascensor de un rascacielos Si el ascensor es muy rápido, tan rápido que asciende casi a la velocidad de la luz, y el rascacielos es muy, muy alto, cuando alcance la última planta el reloj parecerá haberse atrasado. En el interior del ascensor el tiempo habrá pasado más despacio. Lo mismo si colocas dentro gallinas o personas. Cuando lleguen al última piso tú habrás envejecido un poco más que ellos. Has entendido algo, me preguntaba Ignacio. Ignacio Del Mazo era el chico que se sentaba detrás de mi en la escuela. Tenía los dientes separados, hablaba mucho y siempre mascaba chicle de sandía. Cuando quería decirme algo me tocaba en el hombro y se echaba hacia delante para hablarme en la oreja, que se empañaba con el olor dulzon de su aliento. Pues debe de ser un ascensor mágico, le respondía. Después de aquella explicacion, el profesor no enseñaba fotos en blanco y negro, fotos de hacía casi doscientos años, en el que dos señores mayores se daban la mano sonriendo a cámara. Estos son los hombres que lo inventaron, niños, Einstein y Lorentz. Al primero lo había reconocido. Lo había visto en otras fotos, más viejo, sacando la lengua y con pinta de loco. Pero en aquella foto llevaba un traje negro. Un frac. Los dos vestíian elegantes pero parecían estar llenos de polvo. A Ignacio Del Mazo y a mí nos resultaba difícil creer que aquellos dos viejos que no parecían muy diferentes de nuestros propios abuelos y que nos miraban sonrientes y muertos desde aquella imagen desvaída hubieran descubierto cómo viajar a otros planetas. Luego, más mayores, como a todos, nos enseñaron la curva roja de la Ecuación de Larmor, aquella parábola que se acombaba al final, hacia el infinito, y que medía el retraso del reloj del ascensor según lo rápido que subiera. Como el ascensor de un rascacielos pero tan alto que llega al espacio, nos repetían, porque era necesario educarnos, convencernos, insistir, porque por culpa de ese ascensor nos estábamos sacrificando todos. Los permisos de carbono, la Ley de Ocupación, el racionamiento de energía, la prohibición de gasolina, los campos municipales. Ese ascensor era nuestra única esperanza. O eso nos decían. Todo para que pudiéramos ganar tiempo, retrasar el desastre, desarrollar motores, construir naves, bases orbitales y así poder marcharnos si la humanidad no era capaz de evitar que sucediera.
Lo que durante años había sido una mera posibilidad teórica se había comvertido en algo real. La culpa la habia tenido Larmor y su ascensor. Por eso estabamos obligados a conocerle. Larmor y un telescopio espacial. Es curioso cómo a veces se suceden las cosas.
Yo aún no había nacido. Fue entonces cuando un telescopio en órbita descubrió tuna nueva estrella que había permanecido oculta tras una nebulosa o quizá un cúmulo de materia oscura hasta que las rotaciones de los cuerpos celestes la habían colocado de nuevo en nuestra línea de visión. Una estrella más cercana que ninguna otra conocida, a menos de dos años luz. Una estrella gemela al Sol.
La bautizaron Alpha Metris.
Su hallazgo pudo explicar por fin porcentajes de error en los cálculos gravitacionales que hasta entonces habían resultado incomprensibles para los astrónomos y los dos soles que brillaban por encima de las manadas de antílopes y los cazadores prehistoricos pintados sobre las paredes de las cuevas del Sahara.
Pero el descubrimiento no parecia poder servir de mucho más. La nave más veloz hasta entonces tardaria unos 50.000 años en alcanzarla.
Entonces los telescopios y sus espectrómetros determinaron que alrededor de Alpha Metris giraban nueve planetas. Tres de ellos quizá con agua, quizá habitables. El descubrimiento sacudió a la humanidad. Funcionó. El género humano decidió hacer algo. Investigar, crear prototipos, nuevas naves que pudieran alcanzar aquel mundo tan cercano. Se rescató el viejo Proyecto Orión. Se reunieron a los mejores científicos. Se volcaron todos los recursos. Se pensó en la fusión fría, en el plasma a temperature solar, en pulsos nucleares. Se trabajaba a contrarreloj. Nadie sabía aún cuánto permanecería Alpha Metris a tiro. Quizá un siglo. Quizá un año. Subían los mares. Los incendios se multiplicaban. Los aviones caían desconcertados por las tormentas y el humo. Las cosechas se perdían o se hacian pauperrimas. Crecí. Hubo guerras. Lejanas. Tantas que no recuerdo la lista. Hubo accidentes nucleares. Quizó alguna bomba. Millones abandonaron sus casas. Los fugis llegaban a nuestras fronteras al mismo ritmo que las salas mortuorias se llenaban por los rigores de los nuevos veranos. Cumplí los veinte. Mis padres murieron en uno de ellos. No quedaba espacio. Ni para la comida ni para la gente. Cuando parecía que todo estaba perdido, se anunció: El viaje a otros mundos ya era posible.
Y entonces nació Alpha.
(continuará)
]]>María y yo nos habíamos detenido en un puesto. Uno cualquiera. Uno que acumulaba lajas abiertas en canal y crustáceos carmesíes. A un lado tenía una pequeña plancha eléctrica donde un charli preparaba calamares picantes ensartados en palillos de madera. Yo había comprado uno. Estábamos descansando. El olor en el aire era pútrido y penetrante. María apenas había dicho nada desde que habíamos llegado al mercado. Llevaba días así. Dirigiéndome la palabra solo bajo estricta necesidad. Cuando llegaba a casa, muy tarde, entrada la noche porque otra vez se había tenido que quedar trabajando, me saludaba sin gana y sin darme siquiera un beso. Hacía mucho que no hablábamos, que no nos abrazábamos, que teníamos sexo. Ni siquiera dormiamos ya en la misma habitacion. Ella habia vuelto a su cuarto minimo y asfixiante, el que le correspondia en cumplimiento de la ley de ocupación, el cuarto que ocupó cuando llegó. Recuerdo que aquel día estaba especialmente enfadado con ella. Su silencio me había hartado y más aún sus pocas ganas de ayudarme con la compra. Había delegado por completo en mí la tarea de regatear con los charlis y de tirar del carro. Durante seis meses al año, fuera de la estación de calor, esa era nuestra rutina. Comprábamos en el mercado cada dos días. No nos podíamos permitir un refrigerador, consumían demasiados créditos de carbono. A veces conseguíamos algo de espacio en la nevera de un conocido. Cuando no podíamos comprábamos para cocinar casi en el acto porque por mucho que aisláramos la despensa, el hedor se hacía insoportable enseguida.
Le tendí el pincho de calamar anaranjado. No lo cogió.
No lo soporto más. Me marcho, dijo.
¿Ya te quieres ir? Aún no hemos terminado de mirar todos los puestos.
No me refiero al mercado. Me quiero ir de aquí, de todo esto, de esta mierda de mundo que se está cayendo a trozos. ¿Es que no lo ves? No hay nada que hacer.
Hablaba muy alto, casi me gritaba. Con el barullo del mercado nadie nos prestaba demasiada atención.
Me enfadé aún más.
Ya lo hemos hablado cientos de veces. ¿Y con qué dinero nos vamos?
María llevaba un pantalon ancho de lino. Metió las manos en los bolsillos y miró hacia otro lado. Sus pendientes bailaron brevemente. Brillaron. Se los habia regalado yo. Parecío distraerse con las anguilas gruesas y grises que colgaban de los garfios del tenderete de al lado.
He reunido suficientes carbonos para irme.
¿De dónde los has sacado?
Eso no importa.
… ¿Para irte? ¿Y yo? ¿Y nosotros?
Tú, yo… no lo sé. Hace tiempo que no somos pareja. Somos amigos. Entiéndelo. Tengo que irme. No puedo seguir así.
Lo que vino después en el fondo es tan común y tan habitual que resulta aburrido. No entendí muy bien cómo sucedió. Me pareció natural y al mismo tiempo me sorprendió. Pasaron dos semanas, quizá tres, en las que apenas conversamos porque yo no quería no reprocharle nada, en las que apenas nos vimos porque ella prefería evitarme en prevencion de que mi voluntad fallara. En una ocasión llegué más tarde ella a casa. La encontré rellenando unos formularios. Cuando me oyó entrar comenzó a recoger los papeles y se metió en su habitación. Me dio tiempo a ver la carpeta azul con el logo de Alpha. Recuerdo que también pasó varias noches fuera de casa. La primera me asusté. No pude dormir. Buscaba en el silencio el sonido de los pasos en la escalera, de la cerradura abriéndose. Me angustiaba no saber dónde estaba. Tambien deseaba verla muerta. La imaginé violada por una banda de fugis o atropellada por un autobus nocturno. La imaginé llamándome desde el hospital, pidiendome que la ayudara. Me imaginé corriendo a buscarla. Me imaginé besándola cuando me pidiera perdon por lo estupida que habia sido. Todo fue, como suele suceder, mucho más prosaico. Cuando la vi al día siguiente se excusó diciendo que estaba bajo observación, que se estaba sometiendo a las pruebas físicas de Alpha, entrenándose para resistir los rigores del viaje. No pude evitar plantearle un reproche, preguntarle otra vez cómo había conseguido la gigantesca suma que costaba un pasaje, y en cuanto lo hice me amenazó con su enfado y no volvimos a hablar hasta que se marchó. No durmió en casa unas cuantas noches más en las que dejé de preocuparme y me entregué a mis fantasias de violencia. La siguiente vez que la vi me esperaba en el umbral de la puerta para despedirse. A su lado las mismas dos maletas que trajo el dia que la conocí.
Seguro que pesan mucho.
No te preocupes. Estaré bien.
No dije más. Se acerco a mí y me abrazó.
Y tu. ¿Estarás bien?
Sí, tranquila. Aunque por tu culpa me asignarán ahora a otro compañero de piso.
Sonreímos.
Sea quien sea no será como tú, añadí.
No. Será mejor. Adiós.
Abrí. Ella agarró las maletas y salió.
Supongo que te veré en veinte años.
Lo último que vi de María fue su mirada de lástima antes de cerrar la puerta.
(Continuará)
]]>Regresé al camino y giré a la izquierda en dirección a la Central de Cristal. En sentido estricto la Central no tenía más cristal que el de las pocas ventanas del edificio gris, apenas una caja de cemento, donde se alojaba el centro de control. Su nombre procedía de los tiempos en los que los Campos del Retiro eran todavía un parque ocioso y en barbecho que los habitantes de la ciudad visitaban para relajarse. Por aquel entonces se erguía allí un palacio construido en vidrio y hierro blanco que yo no alcancé a conocer pero del que cuando era niño todavía se contaba que había sido un museo de plantas raras. También escuché decir que a su lado había una fuente de la que brotaba un chorro de agua tan poderoso y enorme que era imposible ver dónde terminaba y que era capaz de hacer llover los días de verano. Mis padres me contaron que cuando se decidió demoler el palacio y construir la Central en el parque hubo protestas violentas. A muchos les aterrorizaba la idea de vivir junto a una bomba de relojería, con la posibilidad siempre presente de un escape, de un error, de un accidente que los aniquilara, aunque las autoridades intentaran convencerles de que la seguridad era perfecta y de que no ocurriría ninguna desgracia como las que habian sucedido en el extranjero. Me contaron que los enfrentamientos con la policia fueron tan duros que incluso llegó a morir gente, ecologistas radicales del Frente de Liberación de La Tierra que se negaban a aceptar que no nos quedaban más opciones. Era en definitiva un lugar que siempre me resultó fascinante, casi mágico, porque sobre el lecho de un pasado de risas y muertos descansaba ahora una cúpula de cemento muda, un depósito de acero cromado y seis chimeneas que se limitaban a sacar un humo espeso y redondo como algodón, que se elevaba perezoso hacia el cielo. Seguro. La Central de Cristal no era un palacio. Era en verdad un cofre como los de las historias de piratas, un cofre del tesoro maldito y radioactivo, envenenado por Urano. Pero sus formas rectas y grises, su pragmatismo fijo y cierto, le otorgaban la belleza profunda y sencilla de lo terco.
Me crucé con un grupo de peones. Llevaban bolsas de tela y sus ropas estaban aún limpias. Era el nuevo turno que justo comenzaba. Aprovecharían que el calor comenzaba a amainar para sacar una horas más de esfuerzo antes de que oscureciera. También me encontré con varios paseantes que no llevaban paraguas y entonces cerré el mío. Dejé de lado las columnas grafiteadas del monumento que presidía la extensión de barro fosilizado, todavía maloliente, que una vez fue el lago del parque, desecado cuando los primeros propietarios de huertos usaron sus aguas para regar sus cultivos. De aquella fiebre solo quedaban los tubos de bombeo, anillados y descoloridos, colgando de sus bordes como gusanos desfallecidos. Recuerdo que mis padres me llevaron de paseo al lago cuando era niño, cuando aún existía. Hacía sol y su superficia brillaba tanto que me deslumbraba. Había barcas. Creo que montamos en una. Había otros niños. Conservo la imagen de estar sentado entre ellos contemplando un espectáculo de marionetas y el recuerdo de haberme asustado con sus voces y los golpes que se atizaban los unos a los otros con una porra diminuta.
Todo era un intento. Huir hacia un pasado más lejano, escarbar en la memoria más antigua para escapar del sobresalto que me había causado la chica del autobús. Pero no estaba teniendo demasiado éxito. Así que decidí acortar, dejar de intentarlo y acelerar el paso. Busqué la figura de la Torre Valencia, recortada sobre los últimos álamos que quedaban en pié. Me dirigí hacia ella, hacia casa. Franqueé la salida de los Campos. Al otro lado de la calle se elevaba la Torre, robusta y aritmética. Sus balcones eran una amalgama de ropa tendida, monstruosos aparatos de aire acondicionado, turbinas caseras colocadas para capturar la más tenue brizna de aire y paneles solares adheridos a las barandas, algunas medio desprendidas, en riesgo constante de precipitarse. Era frecuente que cayera alguna de las planchas que cubrían la fachada. Sobre la acera aun yacía desintegrado y sin recoger uno de ellos, desmoronado hacía semanas, rodeado por tres vallas amarillas que alguien se había molestado en colocar allí, y que en su impacto contra el suelo habían explotado en mil trozos que habían arañado de blanco el pavimento. Rodeé las vallas como cada día para acceder al portal. Saqué las llaves. Suspiré. No podía culpar a María por haberse ido. El mundo se había convertido en un lugar demasiado inhóspito. Era descorazonador comprobar que la vida se había reducido a un tirar pa’lante sin mirar atrás, sin dejarse atrapar por la angustia de que al día siguiente todo fuera a peor, a mucho peor. No podía culpar a María por haber preferido dejarlo todo, el planeta, su familia, a mí. No podía culparla por elegir marcharse lejos, muy lejos, a salvo con Alpha.
]]>Cuando llegó hasta la Calle de los Príncipes su amplitud le trajo un viento frío que le hizo refugiarse cuanto pudo en su abrigo. No había nadie más en la avenida. En eso no era diferente de otra noche cualquiera. Las mañanas en cambio sí eran diferentes. Desde hacía días el centro había dejado de atestarse con compras. Llevaba una bolsa pesada de papel marrón que tintineaba cada vez que chocaba con sus rodillas. Aprovechó para comprobar su reflejo en un escaparate. Todos permanecían encendidos. Como si nada hubiera pasado. Como si no fuera a ocurrir nada. Como si tres semanas antes no hubiera quedado claro que el mundo llegaba a su término. Sobre los fondos iluminados, uno tras otro, se recortaban las figuras de maniquíes negros suspendidos en sus poses, cocinas totalmente equipadas, relojes de diseño, la moda otoño-invierno. Mirado así, el mundo aún se mantenía en su sitio. Recordó cómo la normalidad empezó a desmoronarse cuando surgieron los primeros rumores sobre la influencia a distancia de La Niebla. Los síntomas iniciales eran los sueños. Sueños eléctricos que sacudían las noches de unos cuantos los más sensibles, los malditos y que les hacían moverse angustiados, revolverse en la cama, hablar sin sentido. Entrevistados en los noticieros, los que sufrían aquellas pesadillas galvánicas aseguraban ver torrentes de imágenes confusas que se entremezclaban en espirales. Formas vegetales enormes y angulosas como plantas primitivas. Masas acuosas en las que se sentían ahogarse. Remolinos de espuma poblados por formas oscuras que nadaban rápidas entre las corrientes sin llegar nunca a definirse. El segundo y definitivo síntoma de la cercanía de La Niebla era El Letargo. Cuando se acercaba a unas centenas de kilómetros la población iba entrando en un sopor del que casi nadie despertaba. No había un patrón claro en quién dormía. Cualquiera podía caer y no levantarse. Lo único evidente era que el número de durmientes crecía con la cercanía de la amenaza. La parálisis progresiva iba apagando de forma incruenta las ciudades, vaciando las calles, las fábricas, las autopistas. Asientos vacíos en el autobús. Bares que cerraban pronto. Sesiones de cine canceladas. Dormir significaba evaporarse. Nadie sabía muy bien qué ocurría cuando alguien caía en El Letargo. Nadie, ni siquiera los médicos, se atrevía a quedarse mucho tiempo junto a alguien que había pasado al otro lado, que era el eufemismo que se había acordado usar en en los medios para no mencionar la muerte. El Letargo se consideró una enfermedad más, breve y fulminante, y los aún despiertos evitaban acercarse a sus familiaries o amigos caídos por temor a su contagio. Se habló de familias enteras que en una especie de suicidio comunal se administraban somniferos en sincronía y esperaban al Letargo acostados en una misma habitación. Se contaban también casos de ancianos que vivían solos y ponían el televisor a un volumen atroz durante las veinticuatro horas para evitar caer dormidos. Pero el caso es que pese a la certidumbre del fin nunca llegó a haber revueltas, ni saqueos, ni robos. Apenas hubo gestos melodramáticos siquiera. La influencia invisible y a distancia de La Niebla era un silencio que se imponía paulatino, una solución piadosa que nadie osaba impugnar como si la humanidad hubiera aceptado finalmente que merecía desaparecer.
Ellos, los dormidos, eran cobardes, pensó mientras terminaba de recorrer la calle. Ellos hacía días que se habían marchado, que habían bajado los brazos. Él había visto cómo casi todos se desvanecíandía tras día, faltando al trabajo, silenciando su barrio, dejando sin responder sus mensajes, sus llamadas, quitándole una a una las molestías ajenas que definían su vida cotidiana. Otros que como él eran insensibles a ese sopor misterioso y que tampoco tenían valor para acudir a las pastillas o los cortes en las muñecas tendrían que sobrevivir hasta el final. Hasta que La Niebla les envolviera. Permanecerían despiertos hasta averiguar qué les aguardaba al otro lado. Visto así, se dijo, me siento orgulloso de mi mismo.
Mientras este pensamiento le hacía sonreír una chica joven dobló la esquina. Rubia. Un abrigo muy corto con las solapas subidas. Botas negras gruesas. Cuando se cruzaron la muchacha le lanzó una mirada furtiva y asustada. Después evitó cualquier otro contacto visual y pasó de largo sin más. Escuchó cómo el sonido de sus tacones contra el pavimento se iba haciendo más y más lejano. Ya no se encontró con nadie más.
Tomó el Puente del Norte dejando atrás el centro. Antes de terminar de cruzarlo se dio la vuelta para contemplar por última vez, para retener esa imagen antes de internarse por las calles antiguas y empredradas de la Ciudad Vieja que le conducirían hasta la casa de ella. El alumbrado en la zona ya no era bueno. Demasiado angosto. Por suerte conocía bien ese barrio. En contraste con las luces que acababa de dejar atrás, allí los edificios parecían abandonados y huecos como decorados de cartón. Creyó escuchar ruidos de platos rompiéndose. Miró hacia arriba, hacia el único balcón que vio encendido. Después del estropicio oyó el llanto de un bebé. Apretó el paso. No podía perder más tiempo. Tenía aún que subir una buena cuesta. Ella vivía en un ático diminuto al borde del Parque de la Pradera. Era una sola habitación cuya incomodidad era compensada por las vistas y por ella. Ella también seguía despierta. Habían sido amigos durante años. Ahora eran algo más. Sin futuro, sin preocupación. Lo que durase. Él estaba solo. Ella también. Todos los demás, los novios, los amigos, las familias, vivían lejos y llevaban varias semanas dormidos o habían huido hacia el Norte intentando escapar del fin.
Los refugiados eran lo más parecido a un pánico social que había ocurrido desde que La Niebla fuera avistada por primera vez tres meses atrás en el Amazonas. Los primeros y confusos informes mencionaban una cadena de incendios en la selva. De cientos de aldeas aisladas por culpa del humo. Cuando días después llegaron noticias similares desde el Congo y Borneo quedó claro que aquello no era una casualidad. Los primeros periodistas occidentales que alcanzaron aquellas zonas informaban de una calma total. Nadie huía despavorido. No había alarmas ni refugiados. Por eso en un principio no pareció una emergencia. Los corresponsales escuchaban habladurías sobre un humo gris que estaba engullendo la jungla. Leyendas. Los que marcharon a explorar la verdad que podía haber en ellas no escribieron ninguna crónica más. No regresaron nunca. Las redacciones de los medios y los gabinetes de crisis después se sumieron en la frustración. Algo grande estaba sucediendo pero nadie sabía bien el qué. Llegaron noticias de movimientos de tropas en Brasil y Argentina. Se escucharon noticias sobre masas de refugiados subsaharianos agolpándose en los puertos del Norte de África. Después solo hubo silencio. Dejaron de llegar noticias de los paises del Sur. Tampoco llegaban vuelos. El flujo habitual de inmigrantes ilegales se detuvo como si el mar se los hubiera tragado a todos. Los portavoces de gobierno se encogían de hombros en los ruedas de prensa. No sabemos más, decían. Hasta que se filtraron las primeras imágenes tomadas por satélite. En ellas se veía un cinturon oscuro rodeando La Tierra alrededor del Ecuador, un cinturón grueso y opaco que se extendía en apariencia por capricho. Se dijo que los vientos la aceleraban. Que las cordilleras la frenaban. Solo estaba claro que no paraba de avanzar hacia Norte y Sur. En Estados Unidos, Europa y Australia se formaron las primeras caravanas, convoyes que abandonaban las ciudades con la vaga idea de huir en dirección a los polos. Se habló de campos de refugiados instalados por los gobiernos en Tierra de Fuego y en Siberia, en Labrador y en Alaska. Algunos grupos se organizaban y conducían por las calles anunciando con megáfonos el lugar y hora de partida del próximo convoy. Pedían ser puntuales y traer solo lo imprescindible. Pero cuanto más se acercaba La Niebla más exiguo era cada grupo, más breve cada recuento.
Cuando ella abrió la puerta se abrazaron. Buscaron sus labios.
¿Qué has traído?
No me quedaba mucho, dijo él abriendo la bolsa. Unas pocas latas. Dos botellas de vino. ¿Tienes velas?
Sin responder ella desapareció en el salón. Escucho un cajon abrirse y cerrarse. Ella volvió con unas cuantas velas rojas y largas sujetas contra el pecho.
Todas las que quieras, respondió sonriendo.
Colocaron los platos en la mesa mientras charlaban. Sobre el color del mantel, sobre las sardinas en lata o lo estúpidos que pueden llegar a ser los guisantes.
Por favor, saca las copas. Esta es una noche especial.
Él pregunto dónde las guardaba. Había estado en su casa unas cuantas veces pero esa era la primera que cenaban juntos. No habían tenido tiempo para mucho más.
Seguro que nunca habías tenido una cena romántica a base de latas, dijo él mientras abría el aparador siguiendo instrucciones.
Qué problema tienes con las latas, pueden estar exquisitas. Por ejemplo la piña en almíbar. En mi casa nos encanta. Bueno, nos encantaba.
Ella paró de hablar. Sus ojos se quedaron fijos en los platos vacíos. Su mirada se hizo acuosa.
Él pensó que era el momento de encender las velas.
Mira que bonitas quedan.
Sí, dijo ella aún abrumada. Se enjugó las lágrimas con la mano. Carraspeó. Venga, sentémonos. Vamos a servir la comida.
Le sobresaltó un sonido, un chisporroteo. Se despertó. Se maldijo por haberse quedado dormido.
¿Estás bien? Te has quedado fuera de combate en un momento.
Ella le abrazó. Notó la piel de ella ajústandose a la suya. Era agradable sentir de nuevo la suavidad de su cuerpo desnudo. La cama había quedado muy revuelta. La manta colgaba de su lado casi por completo. Apenas les tapaba una sabana arremolinada. Todo les había sobrado.
Sí, no pasa nada. Me ha despertado un ruido. ¿Lo has oído?
Ella negó con la cabeza, pasó su pierna por encima de la de él y reposó sobre su pecho. Empezó a acariciarle el pelo como se tranquiliza a un niño que ha tenido una pesadilla. Él se sintió mejor.
¿Crees que habrá algo? Al otro lado, me refiero.
El buscó sus ojos. No los pudo encontrar en la oscuridad.
No sabía qué decir.
Al comienzo los científicos propusieron múltiples teorías sobre el orígen de La Niebla. Contaminación. Un escape de un gas desconocido desde el interior de La Tierra. Una singularidad de las leyes físicas. La irrupcion de otro universo. Incluso una invasión extraterreste. Luego comenzaron los análisis, las pruebas. Se mandaron robots equipados con cámaras que dejaban de responder órdenes en cuanto se adentraban unos metros en aquella nube imparable y hosca. Se comprendío entonces el destino fatal de los aviones de reconocimiento que días atrás habían sido mandados a investigarla. Después se enviaron hombres embutidos en trajes aislantes, incluso trajes espaciales. Ninguno volvió sobre sus pasos. La Niebla grisácea se los tragó imperturbable. Aquello hizo abandonar cualquier esperanza de luchar contra ella. Todo se perdía allá dentro. Solo se supo de un superviviente, Tommy, un niño de Arizona que pudo ser rescatado tras entrar en La Niebla durante unos segundos por un descuido de sus padres. Su caso ocupó los medios durante unos días. Pero Tommy nunca alcanzó a contar nada sobre su experiencia. Aquellos pocos segundos bastaron para dejarlo en un coma del que no llegó a recuperarse.
Puede que haya algo. Pero me temo que no será mucho.
Cuando iba a añadir algo más para intentar consolarla el sonido de un chisporroteo les hizo callar.
Eso es lo que he escuchado antes.
Suena como los rayos que disparan en las películas de doctores locos, dijo ella.
Se levantaron. Se vistieron deprisa. Miraron por ventana de la terraza sin atreverse a abrirla. Al otro lado vieron cómo la ciudad iba poco a poco apagándose como una ofrenda de velas al viento. Sobre ella se abatía una masa gris, casi negra, que parecía moverse muy despacio como una mancha de tinta densa. Cada farola, cada ventana, cada bombilla que estaba a punto de tragarse parpadeaba varias veces antes de extinguirse.
Se decidieron a abrir. Salieron a la terraza.
La Niebla terminó de engullir el centro de la ciudad y la oscuridad se apoderó de la casi noche por completo. No se veían estrellas. Era como si el cielo hubiera dejado de existir. Se hizo díficil calcular la velocidad con la que la nube se acercaba a ellos. Les pareció que aceleraba. Notaron que el aire se hacia más espeso. Escucharon un crepitar eléctrico cada vez más alto. La Niebla se escurría entre los bloques de pisos, firme, cierta, sin pausa, siguiendo los resquicios de las calles. Después se abalanzaba sobre ellos como una ola gigante. Ahora parecía más líquida. Alcanzó su edificio. La Niebla chocó contra los primeros pisos pero no hubo sacudida. Se asomaron a la barandilla. Miraron hacia abajo. Vieron como La niebla iba acumulándose, escalando. Fue entonces cuando pudieron distinguir las chispas, poblando cada voluta, aquí y allá, chispas que estallaban en pequeños fogonazos, en relámpagos que iluminaban la nube grisácea como mínimas tormentas.
¿Crees que dolerá?
No lo creo.
Se abrazaron.
Cuando La Niebla alcanzó la terraza no los encontró allí.
Ella me llevó a su piso desde el principio. Apenas un cuarto pequeño, un estudio reconvertido creo, sin los típicos muebles angulosos de madera falsa o las lámparas de metal cromado pero en el que aún podía reconocerse una funcionalidad excesiva, una limpieza exagerada, unos espejos demasiado grandes, un armario demasiado pequeño. Más alla de la cocina americana, una cama con un edredón blanquisimo ocupaba la estancía casi en exclusiva. No había fotos suyas en los estantes, ni retratos de amigos, ni de familiares. De las paredes sólo colgaban unos carboncillos abstractos enmarcados. No había nada suyo en realidad y por eso siempre sospeché que debía de vivir en otro lado, que aquel lugar solo le resultaba conveniente. Un ático en la zona de negocios, junto a la estación, luminoso, moderno, con vistas espléndidas a la otra mitad de la ciudad que se derramaba tranquila sobre los montes al otro lado del río, cuyas formas apenas podían disintiguirse al sol de invierno. A la derecha, casi en la desembocadura, se elevaban las columnas de humo blanco de las fábricas y las grúas grises de los astilleros.
Ella abrió la ventana, como hacia siempre, quejándose de que hacía mucho calor y de que la calefacción no podía regularse. Entró una brisa helada que me hizo bien.
¿No tendrás frío?, le dije mientras la desvestía.
No te preocupes, solo abrázame, y me dio un beso en la mejilla.
Hicimos el amor despacio. Yo me notaba algo entumecido aún. Primero bajo el edredón, luego nos sofocamos y lo apartamos. Ella se puso en cuclillas sobre mí apoyando sus manos en mi vientre mientras subía y bajaba. A intervalos miraba como entraba en ella y me tocaba. En otros me miraba a los ojos, seria y severa, como esperando a que yo cumpliera mis deberes. Aparté la mirada y por la ventana vi una gaviota sostenida en el cielo a pocos metros de nosotros. Graznó y se dejó caer llevada por las corrientes. Con cada soplo de brisa podía oler la humedad del estuario. Fantaseé con ella jugando de niña en el jardín, en la playa un día de verano. Fantaseé con ella esperando al autobús bajo el aguanieve, cambiándose de ropa en el gimnasio. Eso fue bastante como para hacerlo llegar y darle paso.
Después nos quedamos callados. Más de media hora diría yo. Tumbados de espaldas, abrazados, mirando cómo la mañana se convertía lentamente en tarde. A menudo nos sumergíamos en esos silencios. Por lo general, ella no hablaba de ningún tema a menos de que yo le preguntara. Al principio no me parecía mal, lo entendía. Creo que incluso me gustaba. Con el tiempo empezó a inquietarme que ella pudiera vivir así, solo viviendo, solo animada cuando yo le daba cuerda. Hubiera preferido que al terminar me contara cómo había estado durante esas dos semanas que no nos habíamos visto, cómo le iban los estudios, por qué estaba más delgada. Si yo era el único al que llevaba allí o si lo hacía también con otros.
Me despertó el ruido del agua de la ducha. Miré el reloj de la mesilla. Era casi la una. Cuando entré en el baño ella ya había terminado y estaba sentada en el borde de la bañera escurriéndose el pelo, vestida con una toalla alrededor del cuerpo. Llené el lavabo con agua fría y me lavé la cara.
Antes no has dicho nada de mi lencería. Es nueva.
Es muy bonita, es verdad, dije mirando a su reflejo. Te la he quitado demasiado deprisa.
Asintió. Me pareció triste.
Ahora deja que me vista.
Claro. Pero no tardes tanto como siempre.
Pareció alegrarse y me sacó la lengua burlona. Empezó a rebuscar en su bolsa de maquillajes. Cuando salí y cerró la puerta tras de mi.
Decidimos ir a comer a un restaurante nuevo por el que ella tenía curiosidad. Era un sótano reformado con las mesas organizadas alrededor de un patio interior con el suelo cubierto por una capa gruesa de cantos rodados entre los que habían plantado varios troncos limpios y gruesos, pintados con líneas blancas como si fueran tótems indios. Velas en vasos de cristal puntuaban cada mesa. Clientes ausentes, camareros ausentes, no había nadie más allí que nosotros y el hilo musical.
He leído que este sitio está muy bien.
Claro, como quieras.
Nos sentamos donde quisimos. Ella se ha cambiado y llevaba un vestido negro muy elegante que no tardó en hacer que un camarero se metarializara de la nada. Tomamos una sopa servida en una taza de espresso y un pescado al horno garabateado por encima con sirope verde.
¿Cómo van los estudios?
Bien, supongo. ¿Cómo están por casa?
No hablamos más. Cuando terminamos, pagué sin querer mirar la cuenta.
Al salir la ciudad parecía nuestra. Apenas cruzaban personas o coches y cada semáforo era una espera inútil. Pasamos junto a un parking enorme y vacío, que subía en torres de espiral y por delante de edificios de oficinas con puertas giratorias que no daban paso a nadie. Sobre el puente que cruzaba el río se podía ver ya la guirnalda de luces rojas formada por los coches que volvían a casa. El sol se estaba marchando y el atardecer se reflejaba en las fachadas acristaladas de los edificios iluminando de rosa el vaho que acompañaba nuestro aliento.
No quería que aquel paseo acabara nunca. Hubiera dado mil vueltas a la ciudad, hubiera subido mil veces sus cuestas por poder seguir a su lado, por seguir cogidos de la mano un poco más. Me sentía bien, me sentía bien sabiéndome con ella, sabiéndome visto con ella. No tanto porque estuviera orgulloso de su atractivo, porque era tan guapa que parecía modelo o actriz, porque en todos los locales nos trataban mejor que al resto. Era poder convivir en el mismo espacio y en el mismo instante. Que ella ocupara el espacio infinito y vacío que solía rodearme. Que su existencia demostrara la mía, que su presencia me convenciera de que no iba a disolverme, de que no todo en mi vida había sido en vano. Era poder extender el brazo y alcanzarla, eran todas esas ocasiones en las que ella buscaba mi mano en mi bolsillo o me subía el cuello del abrigo, eran esos segundos en que ella callaba mientras pensaba una respuesta o la eternidad que tardábamos en decidir qué película ver en el cine para terminar siempre volviendo a su casa.
Esperamos la luz verde de un semáforo, la atraje hacia mí y la besé mientras pensaba en todo aquello.
¿Qué tienes? ¿Estás bien?
Sí, perdona, no sé que me ha dado.
No quería que aquel paseo acabara nunca. Y tampoco era porque la gente con la que nos cruzábamos se volvía para mirarnos y nos sonreía.
Tengo frío, vámonos a casa, dijo ella.
Creía saber lo que pasaría cuando llegáramos. Haríamos el amor una vez más, y estaría bien, muy bien, como siempre. Al poco de acabar, fingiendo interés en mí, ella me preguntaría cuándo sale tu tren de vuelta y yo sabría entonces que esa era la señal que invitaba a retirarme. Pensé en parar el tiempo allí, en detenerlo en ese instante, porque cuando algo ha sucedido tantas veces ya no necesitas esperar a que ocurra. Creía saber lo que pasaría. Pero no fue así.
No sabía muy bien cuándo decírte esto. No me ha llegado el pago.
Estabamos sentados al borde de la cama, ella con las piernas cruzadas por los tobillos, las manos sobre el regazo. Miraba al suelo.
Lo siento mucho, dije. No se qué ha pasado, hice la transferencia antesdeayer, mentí. Si quieres les llamo ahora mismo.
No te preocupes, dijo sujetándome del brazo, no hace falta. A veces estas cosas funcionan mal, supongo.
No quiero que pienses lo que no es. El lunes sin falta hablaré con ellos.
Está bien, solo quería que lo supieras. Yo confío en ti.
Claro.
Nos quedamos callados.
¿Cuándo sale tu tren de vuelta?
Son las cinco y veinte. Entramos por la puerta principal de la estación que es grandiosa y está flanqueada por dos columnas gigantes y clásicas. En la parada no hay ni un solo taxi. Hay redes colgando bajo la bóveda para recoger las molduras que de vez en cuando caen. Nos despedimos, como siempre, junto al obús dorado.
Gracias por acompañarme, gracias por todo. Ha estado muy bien. Como siempre.
No hay de qué. Ten buen viaje de vuelta.
No dice más, ni hace ademán de besarme y eso me desconcierta. No sé muy bien cómo despedirme. Cuando me he decidido a darle un beso y me acerco a ella deja de parecer tan buena idea de repente, me aparto y la abrazo.
Abrígate, le digo.
Cuídate. Saluda en casa. Ciao.
Camino hacia las vías y mientras espero a que el billete salga del torno miro hacia atrás para ver si ella aún está junto al obus. No la veo. Dentro del vagón, cuando ya estoy sentado y el tren se ha puesto en marcha saco el móvil del bolsillo, busco su número en la agenda, dudo solo un segundo, y lo borro.
Al día siguiente me perdí buscando la dirección del trabajo. Un barrio sin nada de especial, con bloques de pisos no muy grandes, todos iguales, que me jugaron una mala pasada. No me quedó más remedio que preguntar varias veces. Me dieron indicaciones contradictorias. Decidí aparcar delante de lo que parecía un almacén abandonado y seguir a pie. No podía estar muy lejos. Saqué la caja de herramientas, un saco y la manta de trabajo de la parte de atrás. Necesité andar un buen rato hasta encontrar el lugar.
Los dueños no están, se han ido de vacaciones, han apartado todos los muebles, me dijo el tipo de la agencia al darme las llaves aquella misma mañana. Déjalo todo limpio y como estaba. Y por favor, apunta bien las horas que hagas.
La puerta del piso se abrió con un sonido arenoso. Estaba a oscuras. Olía a cerrado. Al fondo del pasillo podía ver unos ventanales con las persianas echadas. Encontré el interruptor de la luz. No funcionaba. Estupendo, pensé, mientras buscaba la linterna en la caja de herramientas. Di dos pasos más. Al segundo el suelo crujió.
Al parecer ha habido una fuga de agua en la cocina y parte del suelo de parquet se ha levantado. Tienes que limpiar aquello, colocar uno nuevo donde haga falta y encerarlo todo, recordé que me habían encargado en la agencia.
Encendí la linterna. No era muy potente pero al menos podía ver donde pisaba. En efecto el parquet estaba roto, levantado a trozos, con las tablillas montadas unas sobre otras, quebradas como si hubieran reventadas. En otras partes el suelo se había combado. Había manchas de salpicaduras en la pared justo por encima del zócalo, que también se había deformado. Dando unas zancadas atravesé el pasillo, pasé por delante de la puerta cerrada de lo que debía de ser la cocina, y entré en el salón para abrir las persianas y tener más luz. Me costó subirlas. Estaban muy duras. La estancia estaba vacía y con cada tirón de la cinta el sonido del rodillo hacía un eco fortísimo. Las paredes también estaban vacías a excepción de un reloj redondo y parado. La pintura clareaba donde antes hubo cuadros colgados. Me fijé en el suelo. Había mucho polvo. Demasiado. Me dije que por qué no, y miré por los otros cuartos. Tenía curiosidad. Cuando subí la persiana de la habitación principal vi que tan solo contenía una cómoda con espejo muy antigua, un somier y un cabecero de cama de caoba muy pesado en apariencia. No me atreví a entrar en el baño, que seguía oscuro, fuera del alcance de las ventanas y del que salía un olor a cañerías sucias. El resto de la casa estaba igualmente vacío. Allí no había vivido nadie en un buen tiempo. Las vacaciones de los dueños estaban siendo muy largas.
Me sentía algo intranquilo. No quería pasar allí más tiempo del necesario y no esperé más a ponerme con el trabajo. Alguien había tenido que quitar las tablillas del umbral para poder abrir la puerta y las había amontonado, rotas y arañadas, al fondo del pasillo. Las fui metiendo en el saco. Con la boca del martillo desprendí el zócalo, que se astilló con el primer tirón. Puse la manta bajo mis rodillas y comencé a quitar las tablillas que todavía cubrían el suelo. Estaban en muy mal estado, pero se separaban con facilidad, todavía pegadas las unas a las otras. Había sido una fuga de agua grande y era necesario retirarlo casi por completo. Cuando quité toda la franja junto a la pared me pareció ver algo grabado en el suelo de cemento. Unas marcas extrañas. La luz de las persianas no era suficiente y encendí de nuevo la linterna. Eran cinco surcos paralelos, muy juntos, casi rectos, algo curvados al final. No podía creer que aquello fuera lo que parecía ser. Pensé en otras explicaciones, que eran marcas de herramientas, de la llana o de un mueble que por casualidad había dejado grabado en el cemento fresco aquellas lineas. Pero era imposible. Todavía no sé porque no me largué en aquel mismo momento. En vez de eso me lancé a arrancar el resto de tablillas. Necesitaba saber qué más había allá debajo. Las aparté sin cuidado, con las dos manos, tirándolas lejos. Me corté los dedos varias veces. Sujetaba la linterna con los dientes. No tardé en encontrar más surcos. Otros cinco casi idénticos. Fui siguiéndolos, quitando parquet, aunque no estuviera dañado, cada vez con más ansia. Estos seguían paralelos a los primeros. Cuando termine estaba exhausto y me costaba respirar. Me tumbé boca abajo junto a ellos y los examiné con cuidado. Fui recorriendo con la mano sus rebordes, después seguí las marcas con mis propios dedos hasta que tropecé con algo. Una escama pequeña y roja. Una uña rota de mujer.
Recogí las herramientas y salí corriendo.
Así recuerdo las primeras palabras del Doctor Penrose la noche en que Esther y yo le conocimos. Ella me había arrastrado una vez más a una de esas conferencias, como siempre entusiasmada por el cartel y los panfletos que nos habían repartido a la entrada. “Hoy, ponencia sobre los secretos de la mente a cargo del famoso Dr Penrose.” Una de tantas, pensé, otra como aquellas sobre espiritismo, nueva conciencia, sobre el poder del fosfenismo o sobre el drama de las almas extraterrestres atrapadas en cada uno de nosotros. Al contrario que a Esther, a mi me deprimía ese circuito de conferencias y congresos sobre temas esotéricos que me resultaba lo más parecido que se podía encontrar a uno de esos club de intercambio de parejas sin llegar a serlo, siempre con los mismos personajes, las mismas mujeres de mediana edad, gruesas como dos, vestidas con chaquetas de punto, los mismos hombres encorvados, con pelo largo y sucio, los mismos jubilados sentados en las primeras filas y que siempre terminaban dormidos. A fuerza de ir a una y otra de estas reuniones me había acostumbrado al olor a té de frutas y mantequilla rancia que desprendían esas reuniones de personas que parecían no tener otra cosa que hacer, que parecían dar vueltas de tugurio en tugurio, de sótano a sótano como una noria. Supongo que en el fondo nosotros eramos como ellos. Una pareja más. Esther y yo también les pareceríamos familiares y aburridos. Por eso, lo primero que me sorprendió aquella tarde fue ver que el público que había ido a escuchar a Penrose era desconocido y distinto. Más joven, más limpio y con dinero.
La sala sin embargo no era muy diferente a otras muchas. Era el almacén de una librería esotérica, un cuartucho húmedo y destartalado con manchas oscuras en las esquinas y cajas vacías acumulándose en los rincones. Llegamos tarde según el horario que indicaba el panfleto. Pero Penrose aún no había llegado. Las cinco hileras de sillas de plástico estaban ocupadas por completo y ya había tres o cuatro personas esperando de pie, apoyadas en la pared, solas y silenciosas. El organizador, un hombre con un jersey grueso de un verde muy brillante, miró la hora, se levantó y buscó con mirada impaciente entre los asistentes. Fue entonces cuando nos vio, recién entrados por la puerta, sin saber dónde sentarnos ni si marchar o quedarnos. Nos hizo un gesto para que nos acercáramos, ofreciéndonos amablemente su asiento y el contiguo que pertenecía a otro hombre que tras unas palmaditas en el hombro nos lo cedió gustoso con unos movimientos de manos tan exagerados que casi eran una reverencia. Por aquel entonces Esther ya tenía muy mala salud y era frecuente que la gente se apiadara de su aspecto. Sufría dolores de cabeza constantes. Apenas dormía, apenas comía y las cuencas de sus ojos se habían oscurecido hasta hacerla parecer un espectro. Ella sabía que la visión de su cuerpo esquelético, de sus pechos desaparecidos y de sus costillas marcando sus costados me era imposible de resistir. Que verla desnuda nos hacía discutir sobre médicos y medicina, sobre el origen espiritual de su enfermedad, discusiones en las que yo no podía evitar terminar reprochándole sus creencias en algún momento para inmediatamente después arrepentirme y pedirle perdón entre lágrimas. Esther había dejado de desnudarse en mi presencia y no mucho después empezamos dormir en habitaciones separadas. No podía levantarse de la cama más que unas pocas horas y cuando lo hacía permanecía sentada, casi siempre en la cocina, en un estado de silencio insoportable, mirando la taza de té con la que calentaba sus manos huesudas y que acababa enfriándose sin haber bebido un solo sorbo. Más de una vez la encontré al volver del taller exactamente en el mismo lugar y en la misma postura en la que la había dejado al marcharme unas horas antes. Solo la idea de ir a esas charlas absurdas la sacaba de su enfermedad y llegaba incluso a entusiasmarla. Usaba los pocos periodos en los que su dolor aflojaba para buscar información sobre ellas. Acumulaba papeles y más papeles que imprimía o pedía por correo, y apuntaba después en una pequeña agenda las fechas, horas y lugares. Ir juntos a aquellos encuentros era nuestro único momento como matrimonio. En aquella epoca en la que conocimos a Penrose, Esther aún se maquillaba para salir. El carmín y el colorete hacían que su rostro pareciera aun más cadavérico, como el de un muerto adecentado para su funeral. Pero nunca me atreví a decirselo. Cuando ella me preguntaba si le quedaba bien recordaba nuestros tiempos de novios, cuando yo la esperaba una calle más abajo de la suya porque no quería que sus padres nos vieran juntos, cuando al verme nada mas torcer la esquina se echaba en un salto sobre mi para abrazarme, preciosa y radiante.
(Concluye la próxima semana)
]]>Sudorosos, tumbados, porque hace calor, porque es verano, porque nos ha cansado el paseo por un Retiro que con el sol enhiesto y sus sombras picudas era Marienbad encarnado. Porque poco más se puede hacer que lo que hemos estamos haciendo a tiempo casi completo. Porque nuestra profesión es ser ávidos. Hemos reído, hemos comparado nuestras manos, hemos jugado a atrapar los rayos dorados que esquivaban las persianas. Las manos de R son esbeltas. Sus dedos son largos, capaces de dar varias vueltas a mis manos. Después, mientras la calle recobraba sus sonidos, los motores abroncados, los gritos de los escolares de vacaciones, R se ha dormido y cuando su respiración se ha hecho honda y lenta he abandonado mis esfuerzos por acompañarla, me he vuelto hacia ella, la he contemplado y he comprendido que el auténtico peligro residía en su pelo. Como un animal fiero. Tocarlo significaba arder, el final del principio, que me brotaría por todas partes las caricias, que me desharía en besos en sus mejillas, pacer en sus muslos con ternura. Sin vuelta atrás posible. Los reflejos del atardecer hicieron sus rizos aún más rojos y dejé de tener miedo. Al fin y al cabo es tan apetecible necesitar algo.
Miramos cómo la pequeña furgoneta de limpieza sube por Goya traqueteando, delineando la acera con su chorro a presión. Estamos asomamos al balcón de hierro pesado y antiguo, respirando el aire caliente y manso que nos trae la madrugada. R suspira y me dice que la vida parece traerla hasta aquí en momentos cruciales, como aquella última en que aterrizó huyendo de algo que no quiere contarme, de una decisión terrible cuya naturaleza intuyo. Por aburrimiento o por soledad, R no lo explica demasiado, frecuentaba sola los cafés del centro y se acostaba de vez en cuando con un camarero del Café Príncipe, o quizá era un DJ o quizá aquel chico ultracatólico de Valladolid. No lo sería tanto, le digo, y ella se ríe y me cuenta que si al final se marchó de Madrid fue porque aquel santurrón se obsesionó con ella. R nunca se censura al hablar de sus amantes. El alemán del gatillazo, el futbolista que la trataba mal, el colombiano que se duchaba tres veces al día, el tipo que fue portero del Hacienda en los tiempos de Tony Wilson el jamaicano cuya madre la odiaba por ser blanca. La franqueza de R es quebradora y ciega. Yo miro al frente, al campanario alto y triangular que los focos esculpen sobre la noche y hago como si escuchara con indiferencia, como si no me importasen sus relatos. R me pasa el brazo alrededor de la cintura y me besa como si adivinara mi turbación, con sus besos tiernos y menudos que me vencen y me encienden, que se van haciendo más profundos hasta que la fiebre nos posee y la llevo de vuelta a la cama, porque pese a sus proezas y sus hitos, o quizá por eso, R se deja hacer como si fuera una ofrenda, dispuesta siempre a entregar su blanco vientre a un puñal de ónice. Sin más hago sus piernas mías y me lleno las manos con sus pechos, que son hermosos e inofensivos como puñados de harina. Dejo sus pezones escurrírseme por entre los dedos para luego apretarlos por sorpresa como quien asusta un niño jugando al escondite.
Juegos febriles, juegos continuos, como rozar sus pezones con hielo hasta entrecortar su aliento, como desnudarla despacio frente al espejo de los hilos que apenas la visten, como rozarnos hasta hacernos fuego para luego caer prendidos de cera. Juegos que nos desarticulan, que nos consumen, que nos hacen atravesar nuestro pasado como un tren que aulla sin detenerse en las estaciones, primero lo inmediato, luego su adolescencia y mis derrotas y, cuando ya solo habla ella misma, su infancia, el origen de todo, los abrazos paternos nunca dados, el ejemplo inexistente, las irrupciones de otros, las escapadas, las fugas. R me relata todo esto temblando, mientras se va apagando, balbuceando apenas, mientras sus sollozos van confundiéndose con el sueño y se lleva su carga más allá de mi alcance dejándome desvelado en la eternidad del insomnio, habiéndome entregado un acertijo lleno de trampas, laberintos, callejones sin salida, teoremas de imposibilidad, demostraciones falsas.
Tomo a R de las nalgas y la elevo. Es ligera y no opone resistencia. La siento sobre el mármol del lavabo que es amplio como una mesa de banquete. Me pregunto por una décima si sentirá frío, lo olvido y la penetro con fuerza. Ella abre los ojos con asombro, conmocionada, como si nos hubiéramos saltado el guión previsto, ese que ella conoce tan bien e interpreta con descaro. Yo trato de mantener esta fantasía prestada y de no resbalar en este suelo sobre el que chorreamos y que estamos dejando empapado de huellas y fricciones. Me abraza, aprieta sus tobillos a mi espalda y la empujo contra mi en cada embestida sin decir mas nada, por no romper el hechizo de este instante verídico. R cierra los ojos, se aferra a ellos como si estuviera mirándose dentro, como si estuviera buscando un resorte que la haga por fin saltar, que la eleve por encima de la costumbre, porque me ha confesado hace un rato que fingió, que finge, que siempre ha fingido, con unos, con otros, conmigo, y quiero pensar que hemos traspasado un límite, que hemos entrado en territorio virgen, ese que nunca llegamos a cartografiar aunque creamos lo contrario, aunque nos convenzamos de haberlo transitado, aunque nos empeñemos en desmantelar la inocencia, en ser inmunes a lo desconocido, porque mas allá de las posturas, de los amantes, de las cadencias siempre existe una región ignota, una porción del mapa en blanco, una ciudad perdida. R busca y busca y cuando horas después se corre en un grito que desmorona las paredes, en un aullido que la desencaja por completo, termina desmadejada sobre mi pecho y me dice que aparte de mi no quiere estar con más nadie, que no quiere que nadie más la toque.
Mercancía volátil. Bien dañado. Sustancia peligrosa.
]]>Llevo cinco años soñando con ella. Aparece al menos una vez por semana, justo antes de que despierte, en ese último sueño que se queda contigo todo el día aunque se desvanezca con las horas. He soñado con ella en aeropuertos, restaurantes, playas, en La Fundación, en mitad de un campo. Siempre en un margen de la escena, escondida en el rabillo del ojo, mirándome fijamente, recordándome que me observa. Muchas veces no necesito verla para saberlo. Tiene siete u ocho años y viste de blanco aunque nunca consigo ver bien qué lleva. En ocasiones parece asustada, de ese modo en que los niños se asustan de los desconocidos. Otras parece decepcionada, como si no le hubieran traído el juguete que ha pedido. Durante mucho tiempo estuve obsesionado con descubrir quién era. Aunque no me resultara familiar, esa forma de mirarme, esa persistencia en visitarme me convencieron de que debía conocerla de algo. Al principio pensé que podría ser alguien de la familia. Una prima más o menos lejana, qué sé yo. Quizá la recordaba de alguna reunión familiar de cuando mis padres aún vivían. Quizá había sido un amor prohibido e ingenuo cuya memoria reprimida había regresado para vengarse. Mi padre no guardaba ningún álbum familiar, los quemó cuando murió mi madre. Supongo que aquella fue su forma particular de terapia. El único pariente con el que mantuve algún contacto fue con mi tía, una hermana de mi padre que me enviaba al internado dulces y un cheque en mi cumpleaños. Tal vez ella conservara algo. Cuando establecí que los sueños no iban a abandonarme contraté unos detectives para que reunieran fotografías de familia. No quería tener que dar explicaciones a ningún pariente. Consiguieron unas cuantas, no muchas, no sé cómo. Fotos borrosas de cumpleaños, de niñas comiendo pasteles alrededor de una mesa, fotos de excursiones escolares, grupos de colegialas entre las que se suponía que estaban mis primas aunque no reconocí a ninguna ni a nadie que se pareciera a la que se aparecía en mis sueños.
Llaman de recepción para decir que la autolimo está ya esperándome. Término de vestirme y bajo al hall. Un botones me abre la puerta, entro y nada más me siento el navegador automático me da los buenos días. No respondo. No entiendo por qué hay gente que lo hace, un robot es un robot por mucho que hable. Destino, Fundación Kabuto, tiempo estimado, 35 minutos, abróchese el cinturón por favor. La autolimo arranca con un suave silbido y en cuanto nos ponemos en marcha el videotélefono se enciende. Hoy no me han dado tiempo ni a reclinar el asiento. Es Sayaka. Por lo seco de su saludo sé que está enfadada conmigo. El enfado también le hace parecer más vieja. Me dice que tengo que firmar unos contratos antes de la misión. Es urgente. Le pregunto para qué son aunque en realidad no me importe mucho. Míralo tu mismo, responde. Suenan dos chasquidos y de la ranura bajo la pantalla salen dos hojas. Una es el papeleo legal. La otra es un montaje de varias fotografías tomadas desde diferentes perspectivas de una zapatilla deportiva estilizada y naranja. Tiene una ka escrita en azul a cada lado. Su caligrafía se alarga por el talón y el empeine enlazando una con otra. No está mal, me gusta.
La línea deportiva para este año, continúa Sayaka. Este es el primer modelo, el de casual wear. El contrato cede tus derechos de imagen para toda la colección. Sólo tienes que firmar abajo. Hazlo ahora.
Luego.
No, ahora.
¿Qué más te da, Sayaka?
Bah, haz lo que quieras.
¿Dónde toca hoy?
Creo que es Sidney, déjame mirar. Sí, Sidney.
¿Está el Dr Yumi? Necesito hablar con él.
No. Irás directamente al meka. Te pondremos al corriente durante el vuelo. Es prioritario.
¿Eso es todo?
Sayaka baja la vista y se queda en silencio unos segundos.
No soy tu secretaria, Koji. No puedo estar persiguiéndote todos los días para que hagas lo que tienes que hacer. Has de tomar tus propias responsabilidades.
No digo nada. Estoy esperando a que acabe.
¿Dónde estuviste anoche?
Donde siempre. ¿Has terminado?
Antes de colgar, Sayaka frunce la boca con asco y me lanza una mirada de odio.
Busco el botón que abre el minibar en la consola del reposabrazos. La puerta se abre y la bandeja se despliega mostrando unas botellas. Moriría por tomar algo de alcohol pero prefiero no beber cuando voy a combato. Demasiado riesgo. Me sirvo un zumo y me trago un Rapidol con él. Reclino por fin el asiento. No quiero cerrar los ojos así que miro a través de la ventana. La autolimo está parada en un semáforo. Del edificio de enfrente cuelga un anuncio con mi foto. Es enorme. El cartel debe de tener unos diez pisos de alto. En la imagen se me ve de pie sobre un fondo blanco, mirando hacia arriba y a lo lejos con una mezcla de esperanza y decisión. Estoy sujetando el casco bajo el brazo y llevo puesto un mono naranja con dos kas escritas en azul en el lado izquierdo del pecho. Es el nuevo uniforme. Me hubiera gustado mantener el antiguo, el rojo con mangas y botas amarillas, pero si no se cambia de modelo no se vende, y si no se vende no hay negocio. En el cartel, sobre mi cabeza, hay escritas tres palabras. Just do it.
Una noche soñé que volvía al internado porque se descubría que por un error no había pasado todos los exámenes del último curso. Era angustioso. En el patio, cuando nos mezclaban a todos, niños y niñas, como era habitual, se arremolinaban los rostros vagamente familiares de los compañeros de clase, rostros a los que apenas podía dar un nombre. Ella estaba allí también, esperándome. Tras aquel sueño pensé que debía de ser allí donde la había conocido. Quizá unos pocos recreos, unos pocos juegos en común, los suficientes como para que su imagen se guardara en mi memoria pero no los bastantes como para recordarla en vigilia. Los detectives consiguieron el anuario de mi año. No la encontré allí. Después los anuarios de todo del resto de cursos. Tampoco. Estudié una vez más todas las caras, repasé todos los nombres. Me tomé mi tiempo. Quise recomponer bien su rostro en mi memoria. Cada vez que ella se aparecía en mi sueño corría a examinar cuidadosamente esos tomos delgados y negros antes de que su rostro se perdiera de nuevo. Fue inútil. No encontré nada.
En cuanto nos acercamos a la puerta del recinto de La Fundación comienzo a escuchar los gritos. Los guardas de seguridad apenas pueden contener a los cuarenta o cincuenta fans que están esperando junto a la verja. Casi todos son chicas muy jóvenes. Hay algunos niños vestidos con la versión infantil de mi uniforme que van acompañados de sus padres. Incluso han montado dos tiendas de campaña. Muchos portan carteles con mi foto pegada, corazones, brillantina, I love u KK, Save the world!. Cuando la autolimo reduce la velocidad para atravesar el portón los gritos arrecian, los flashes se suceden y escucho dos o tres golpes sobre la carrocería. Después, mientras enfilamos la larga recta que lleva hasta el complejo, ya solo hay una extensión verde y silencio. La pantalla deflectora que cubre La Fundación se abre un cuarto, atravesamos el perímetro y nos detenemos en la entrada. La puerta de la autolimo se abre, salgo, y los técnicos me reciben con las inclinaciones de siempre. Todos llevan batas blancas. Me rodean, me preguntan cómo me encuentro y me acompañan hasta el ascensor, atravesando un número ridículo de puertas que requieren identificación digital para ser abiertas. Entramos en la cúpula y ni siquiera miro al meka. Recuerdo que cuando lo vi por primera vez, hace ya ocho años, no podía dejar de contemplar la enormidad inabarcable de su cuerpo, cómo se elevaba sin descanso, sin término, hasta el límite mismo de la bóveda, recorrido por una gigantesca estructura de andamios. No podía articular una palabra, no podía siquiera cerrar la boca, me dolía el cuello de tanto mirarlo, mis ojos resultaban demasiado pequeños para poder verlo con una sola ojeada. Estaba tan paralizado que tuvieron que empujarme hasta este mismo ascensor acristalado, al que subí con el Dr Yumi, que miraba mi asombro con infinita ternura. Recuerdo que mientras ascendíamos miré hacia abajo, al abismo vertiginoso que hacía casi invisibles los pies del meka y tuve miedo. El doctor se dio cuenta, pasó su brazo por mis hombros, me señaló el inmenso rostro reluciente e inanimado y me dijo, este será tu protector, tu compañero. Eso fue entonces. Ahora este trayecto en ascensor me resulta siempre interminable. Nunca habla nadie. No me gusta que me hablen. Ellos lo saben. Así es mejor.
Me consumía el empeño de averiguar quién era. Tumbarme, apagar la luz, intentar dormir, sabiendo que esa noche quiza aparecería. Me consumía la impotencia al despertar. Con el tiempo fue obsesionándome otra idea. ¿Y si jamás había visto a esa niña en persona? Tal vez era una imagen tomada de algún otro sitio, absorbida inconscientemente de una película, una revista, de un retrato en el salón de alguien, tal vez en la casa de una fan que antes de follar se empeñó en enseñarme fotos de su familia, de su mísero pueblo, de su infancia, para convencerse de que yo era buena persona y de que no estaba cometiendo un error. Si así fue, me he acostado sin saberlo con la niña. Si así fue, no la encontraré nunca.
Cuando llego a Sidney los daños no son aún catastróficos. El meka del Barón ha salido del mar y ha cortando el puente que cruza la bahía retorciendo sus arcos hasta convertirlos en un amasijo de metal del que asoman unas llamas porque algunos coches deben de haber explotado con el impacto. El teatro de la ópera está completamente destruido, reducido a unas carcasa chafada y negra. El Barón siempre busca causar daños más simbólicos que estratégicos, prefiere aterrorizar más que aniquilar a la población. Por eso sus mekas tienen unos diseños delirantes y disfuncionales. Este fantoche de hoy, por ejemplo, es morado y cilíndrico. Su cabeza asemeja una calavera lo que le da el aspecto de un esqueleto hipertrofiado. Tiene dos guadañas en vez de manos, tan largas que me pregunto cómo hará para no tropezarse con ellas al moverse. Cuando tomo contacto con él está usándolas para cortar un rascacielos como un leñador que corta a hachazos un árbol. Con cada golpe la estructura se inclina un poco más. Las ventanas saltan disparadas en todas direcciones como esquirlas iridiscentes que después caen lentamente como copos de nieve. Me echo sobre él desde arriba. No me ve llegar. Las creaciones del Barón son bastante torpes. Al principio las conducían pilotos esclavos, pobres diablos tan aterrorizados que a menudo se quedaban paralizados, que apenas conseguían que el meka respondiera o que lo hacían moverse como un gordo borracho, desequilibrándolo hasta hacerlo caer ellos mismos. Más tarde el Barón probó con el control remoto, después con pilotos robóticos. Aquellos primeros modelos automatizados eran ridículos. El que atacó Osaka tenía dos cabezas que en vez de atacarme se desintegraron mutuamente. La tecnología de sus mekas ha mejorado con el tiempo pero nunca resulta difícil vencerlos.
Empujo al bruto morado de vuelta hacia la costa, se trastabilla, sus articulaciones rechinan, queda suspendido un segundo en el aire y cae al mar levantando una enorme cortina de agua que inunda el parque al otro lado de la bahía. Quiero sacarle de la ciudad cuanto antes porque me han pedido que minimice los daños. No siempre es así. A veces La Fundación no insiste tanto. Cuando aquel bruto que tenía una bola de demolición por brazo atacó Shangai no hubo tanta urgencia. Cuando el Barón atacó a Moscú me sugirieron que no acabará con su meka demasiado pronto. No soy imbécil. Algunos ataques son más prioritarios de repeler que otros. Sé que hay unos cuantos se benefician con cada reconstrucción, con cada nuevo proyecto urbanístico. Sé que el Dr Yumi recibe llamadas de aquí y de allí, que hay presiones diplomáticas, regalos corporativos, contratos por adjudicar, espónsores que complacer. Allá ellos. A mi me da igual. Combatir me divierte.
Hace unos meses, cuando ya estaba a punto de darme por vencido, decidí hablarle al Dr Yumi de la niña. Hasta entonces no había contado mis sueños a nadie. No quería que cuestionaran mi capacidad, no quería que me apartaran del meka. Pero la curiosidad y mi obsesión resultaron demasiado fuertes. Le confesé lo repetido de sus apariciones, le relaté mis infructuosos esfuerzos por descubrir la identidad de la niña. Él me escuchó en silencio. Cuando terminé asintió, se mesó el bigote y tardo un buen rato antes de responder.
¿A qué potencia colocas el sensibilizador cuando combates?
El sensibilizador. En los primeros modelos de mekas la relación entre el piloto y el robot se reducía a una alerta de proximidad y a un interfaz que señalaba las partes de su cuerpo que estaban siendo dañadas. En los primeros combates se comprobó que era un sistema insuficiente porque el tiempo de respuesta a un ataque era demasiado largo. El piloto tenía que procesar la información que recibía visualmente a través del interfaz y después responder con una maniobra defensiva. Por eso se desarrolló el sensibilizador, un sistema que conecta el sistema nervioso del piloto al fuselaje del meka y que le hace sentir el cuerpo robótico como si fuera el suyo propio. El piloto siente dolor en la misma zona en la que el meka es agredido y eso genera movimientos defensivos reflejos y por tanto muy rápidos. El sensibilizador puede colocarse a diferentes niveles de intensidad. A mayor potencia, más agudo es el estímulo
No lo sé, supongo que la adecuada, respondí.
Koji, tienes que entender que cada vez que usas el sensibilizador este descarga en tu cerebro una corriente de estímulos de la que no eres consciente por completo como por ejemplo no eres consciente del tacto del aire en tu piel ni de la posición de tu cuerpo en todo momento. En realidad es como si estuvieras viviendo en dos cuerpos. Cuanto mayor potencia más información descargas, y cuanto más descargas mayor es el espectro de estímulos a los que te vas haciendo inmune. Aunque el sensibilizador vaya perdiendo su efecto esos estímulos están ahí, electrificando tu cerebro mientras lo usas. No me sorprendería que la exposición a esas corrientes y toda esa actividad neuronal inducida generen en ti percepciones alteradas, espejismos, sueños, imágenes. Por favor, tienes que usar el sensibilizador a menor potencia. O tomar un descanso. Deberíamos considerarlo y meditarlo. Unas vacaciones podrían sentarte muy bien. ¿Qué te parece?
Me levanté.
Doctor, estoy bien, no se preocupe, controlo el sensibilizador. Y los sueños… son solo sueños.
Me fui de su despacho sin darle tiempo a responder. Comprendí que en realidad no importaba, no debía tener ningún miedo. Era intocable, era una estrella planetaria. No había nadie más como yo, no se atreverían a reemplazarme. Además, ¿qué harían si no con todo el merchandising?
Subo la potencia del sensibilizador. Un cosquilleo recorre mi espina dorsal de arriba a abajo. Me arqueo en el asiento, cierro los ojos. Veo a la niña una vez más. Apenas puedo distinguir ya su cara. El meka del Barón reacciona por fin. Chapotea, se incorpora, se apoya sobre una rodilla y se levanta. Cruza sus guadañas sobre el pecho y estas van tornándose de un rojo incandescente. Tiene un truco guardado pero no me impresiona. Jugaré un poco más con él. Le daré ventaja. Le dejaré que dé el siguiente golpe.
]]>Había sostenido el telefono en la mano, mirándolo, reuniendo fuerzas, sin atreverme a marcar porque llamarla no me sacaría de dudas ni me ofrecería nada nuevo. Ella estaba de vacaciones en la isla con unos amigos, un par de semanas, quizá tres. Estarás entretenido, me dijo antes de irse, antes de dejarme en medio de los preparativos de la feria, de los pedidos, de las facturas, del transporte, angustiado por los innumerables detalles que podían salir mal.
Marqué.
Hola, cómo estás, qué haces, dije en cuanto ella contestó. Fue en ese momento cuando le vi acercarse por primera vez. En la primera impresión me irritó levemente que vistiera traje en un día tan caluroso. Lo grueso de sus lentes. Después no le presté más atención.
Qué te puedo contar, que ahora cogeremos el coche, respondió ella, iremos a un sitio donde hacen unas tortillas estupendas y luego a la playa, allí estarán todos. Hablamos en un rato si quieres.
Colgué. Me quedé mirando el telefono. El anciano sacó el pañuelo, limpió las gafas con él y su gesto me despertó del ensimismamiento. Intenté concentrame de nuevo en las razones del tono distante de ella, de su frialdad repentina en aquellos últimos días. Pero no pude. Al poco el viejo me preguntó si tenía La desaparición.
Busqué en las estanterías. Estaba seguro de tenerlo. Lo encontré. Cuatro copias más. Lo metí en una bolsa, se lo dí, pagó y me dio las gracias. Le seguí con la mirada hasta que se perdió entre el público. Niños con globos rojos, una mujer que empujaban un carrito de bebé doble y vacío, una pareja de chicos que paseaban abrazados por la cintura. Sonaba Rosana. El talismán de tu piel lo dice. La canción se interrumpió y la megafonía anunció la lista de autores que firmaban libros aquella tarde. Nada interesante. Pensé en cuándo sería apropiado volver a llamarla, como quien calcula la hora de la siguiente dosis. Me senté. No había más que hacer que esperar.
No habría pasado más de medía hora cuando le ví acercárse por segunda vez, con el mismo sigilo y las mismas dudas, inseguro de que fuera a encontrar lo que buscaba.
¿Sé le ha olvidado algo, amigo?
El viejo no se inmutó y empezó a explorar los títulos expuestos como si nada. Insistí. Me ignoró. Pensé que quizá estaba sordo, que llevaba un aparato en la oreja que no alcanzaba a verle. Sacó el pañuelo, limpio las gafas, lo guardó y con la misma cara de desconcierto con la que lo había hecho la primera vez me preguntó si tenía La desaparición. Estaba desconcertado. No entendía nada. Contuve mi primer impulso, responder que ya se lo había llevado. Así perdería una venta. Me dije que tal vez buscaba más de una copia, tal vez era un regalo. Quizá lo había perdido de camino a casa. No llevaba la bolsa que le había dado unos minutos antes. Puede que simplemente estuviera loco. Tenía curiosidad así que sin replicar ni argumentar ni decir nada tomé otra copia, la introduje en una bolsa y se la tendí. Él pagó, me dio las gracias y se fue por donde había venido.
Recuerdo haberme reído casi en alto, haberme prometido contárselo a Hierro la próxima vez que lo viera para que lo así incluyera en su compendio histórico de clientes raros. Me volví a sentar. Abrí el periódico. Dos señoras vestidas con chándal se acercaron a mirar el stand sin mucho interés. Se marcharon en cuanto comprendieron que el género que vendíamos era ajeno a su gusto. Me olvidé del transcurrir tiempo hasta que recordé que hacía un rato que había dejado de pensar en ella. Miré el móvil. Era demasiado pronto aún.
La tercera vez no le ví venir.
Cuando levanté la vista estaba allí. Como la primera. Me puse en pie. Mis manos soltaron solas el periódico. El viejo prescindía de mi presencia. Su larga uña amarillenta iba señalando uno a uno los títulos, deteniéndose unos segundos en cada uno, recorriéndolos de izquierda a derecha, leyéndolos. Movía los labios. Seguí sus movimientos como si fueran los de un hipnotizador hasta que se detuvo, sacó el pañuelo blanco, limpió sus gafas y volvió a guardárselo. Me miró. Adiviné lo que iba a preguntarme. ¿Tiene La desaparición?
Pensé entonces que todo era una broma y exploté. Claro señor, cómo no, ¿quiere otra copia?, hoy nos lo quitan de las manos. El viejo despreció mi sarcasmo por completo. Con idéntico gesto, vacío y refractario, tomó el libro con sus manos agitadas, pagó, me dio las gracias y se marchó de nuevo.
En cuanto se largó me asomé fuera del puesto. No vi nada. Luego salí precipitadamente. Buscaba cámaras ocultas, equipos, grupos de gente detenida, una furgoneta quizá, lo que fuera, algo. Pero el fluir de gente continuaba con normalidad. Pensé que quizá Hierro habría montado la broma y que el viejo del traje gris era un amigo suyo así que le llamé a la libreria. Fue su hija quien respondió al teléfono. Me incomodó. Había estado esquivándola desde hacía meses. Ella lo sabía. Intercambiamos los protocolarios hola, cómo estas, cómo va todo, cuánto tiempo. Ella respondía despacio como si sopesara la gravedad de cada palabra, cuánto estaba revelando en cada una de ellas. Al final fuí yo quien cometió un error y contó demasiado.
La feria es un poco aburrida, ya sabes cómo es. Además estoy yo solo.
¿Y eso? ¿Ha pasado algo? ¿Va todo bien?, preguntó con voz recobrada.
Nada, todo bien, solo que se equivocó con las fechas, compró mal los billetes a la isla, y como eran muy caros de cambiar y ella necesitaba descansar al final decidimos que era mejor que se fuera.
Si lo llego a saber habría ido a hacerte compañia. Así podríamos haber hablado con más calma.
No te preocupes, esto es mucho lío. Pero te llamo después de que la feria termine y quedamos.
A ver si es verdad. Por si acaso lo dudas, me encantaría verte.
¿Está por ahí tu padre?
Sí, ahora te lo paso, un beso.
No hablé mucho con Hierro. No paraba de quejarse. El médico le había prohibido el tabaco y tenía que fumar sus Ducados a escondidas. Ni siquiera la amenaza de verse obligado a convivir con una bombona de oxígeno le había disuadido. Le conté la historia el viejo. Le pregunté si tenía algo que ver con él.
Chaval, te juro por mi calva que yo no sé nada. Además mis amigos no son de los de llevar traje, ya sabes.
Insistí. Él protestaba. Le molestó mi obstinación. Discutimos. Empezó a toser. Se apartó del auricular. Todavía podía escuchar su tos sofocada y densa.
Perdona Hierro, estoy un poco nervioso. Te creo. Al menos lo podrás poner en tu lista de clientes marcianos.
Entre toses aceptó mis disculpas. Me despedí de él avergonzado. Mi desconcierto aumentaba. Miré el estante. Quedaban dos copias más. ¿Y si el viejo regresaba? ¿Que pasaría cuando se las llevara todas? Agarré otra vez el móvil. Tenía que contárselo aunque ella no me pudiera dar ningún consejo. Marqué. Los tonos se sucedían. Tardó una eternidad en responder.
Dime, qué pasa. Sus evidentes jadeos me descompusieron y con una gramática casi incomprensible alcancé a decirle que tenía algo muy curioso que contarle.
¿Te importa si me lo cuentas luego? Estamos jugando al volley y los demás me están esperando.
Apenas murmuré un hasta luego y me senté a esperar la cuarta visita del viejo.
El viejo acaba de marcharse por cuarta vez. Se me ocurre que quizá he caído sin darme cuenta en una especie de Día de la Marmota y por un instante me anima la idea de haber encontrado una explicación aunque esta sea improbable. Me fijo en el público. Busco un bucle, una patrón, una repetición, lo que sea, un algo. Busco el carrito doble de bebé, una madre que lo empuje estoicamente, una pareja de chavales que paseen agarrados por la cintura. Pero ni siquiera alcanzo a ver niños que lleven globos rojos. Mi entusiasmo se va desvaneciendo. Me detengo a escuchar el hilo musical. Ahora suena Maná. Oye mi amor, no me digas que no. Frustrado miro el estante. La ultima copia de La desaparición descansa en diagonal en el hueco que las otras han dejado. Jugueteo con el móvil, le doy vueltas. La pantalla esta sucia de sudor y manos. Quizá ya ha terminado su partido de volley. Marco. Suena. No responde. Después de un minuto el teléfono me devuelve un mensaje pregrabado. El usuario no puede atenderle en este momento. No cuelgo. Dejo que se repita el mensaje. Pasa un grupo de adolescentes ruidosos. Desde la fila de puestos de enfrente un anciano vestido con un traje gris deshilachado me está mirando.
]]>(Sirva este microrrelato para recordarles que aun pueden participar en este concurso)
]]>¿Eres fotógrafo?
Llamé al portero automático. Silencio. Insistí. Poco después me respondió un zumbido. Subí. Encontré la puerta de la pensión abierta. En el pasillo de la entrada una cómoda hacía de mostrador. El chico me esperaba de pie. Mientras rellenaba la ficha de huésped, se fijó en la cámara que colgaba de mi hombro.
¿Has visto la cola de ahí abajo?
Sí, me había fijado. Había venido corriendo desde el parque, buscando calles concurridas, sin saber muy bien adónde ir, sin querer pensar. Cuando quedó bien atrás aflojé el paso. Estaba exhausto. Me crucé con unos chavales con los brazos tatuados y vestidos con camisetas ceñidas que salían de un bar. Nos vemos en El Bruja, gritó el más alto. Pasé de largo, giré la esquina y me di de bruces con una cola larguísima. Fui remontándola. Chicos cetrinos con las manos en los bolsillos, chicas con vestidos centelleantes subiéndose el escote, bebiendo de latas plateadas, esperando a entrar. En la puerta tres gorilas con traje y corbata negra miraban a izquierda y derecha sin hablar entre ellos.
Te pondré en una habitación con cama doble. Si bajas al Bruja con esa cámara seguro que te hincharás a ligar. Luego te traes alguna aquí y te la follas.
Asentí, pero yo había preferido ignorarles a todos. No quería arriesgarme. Mientras cruzaba la plaza vi el cartel luminoso en la esquina. Pensión Azul, primer piso. Subí.
Sólo te quedas esta noche, ¿verdad?
Pili me había dejado fotografiarle las piernas. Las piernas bronceadas y esbeltas. Casi desnudas. Pili llevaba puesta una gabardina muy corta atada a la cintura cuando la encontré en aquel vagón del metro. Era divertido imaginar que no llevaba nada debajo. Pili era una chica de las de coleta en alto, tan adolescente que casi me sentí culpable deseándola.
Me parece que tu eres un fresco.
Qué va. Soy fotógrafo de moda. Mira. ¿Has visto alguna vez una cámara como la mía?
La gente tiene dos reacciones muy marcadas ante la cámara. La primera es de rechazo porque parece que mostrar vergüenza ante ella es lo que dictan las normas sociales. Después depende de cuánto se quieran a sí mismos. Unos la evitan. A otros la vanidad termina seduciéndoles. Es importante aprender a adivinarlo, anticipar si su primer rechazo será falso, saber leer su reacción en la décima de segundo después de sacar el objetivo. Pili tenía ojos finos y huidizos. Sabía que le encantaría.
¿A dónde vas así vestida?
A una fiesta.
¿Puedo ir contigo?
No. Es privada.
Pili no llevaba tacones sino unos zapatitos de bailarina que apenas cubrían sus pies de ninfa altísima. Pili creía tener clase. Pili no era de las chicas que te follan por un poco de farlopa ni de las que te la chupan en la primera cita solo para demostrar que son modernas. Pili creía valer más. Aún le quedaba por descubrir su plusvalía.
Tienes unas facciones preciosas. ¿Nunca te lo han dicho?
¿Y para qué revista me has dicho que trabajas?
Uy, muchas. Gira la cabeza. Así.
Pili se ha ruborizado y a sus pómulos altos se le asoman rojeces que el maquillaje no oculta porque Pili confía tanto en su juventud que sale de fiesta sin pintarse. Envidio al señorón de posibles que, sin duda, se la está follando.
Me bajo en la próxima.
Toma mi tarjeta. Te llamaré. ¿Tienes facebook?
Sí, me llamo Pili.
Y cruza todo el vagón, vacío salvo por un grupo de adolescentes asombrados por la liquidez de nuestro encuentro y desaparece a través de las puertas mecánicas que se cierran apenas pasa ella. Pili, pienso, qué nombre más ridículo.
La cámara me mira desde la cama, pidiéndome explicaciones. Ha refrescado. Entro de nuevo pero prefiero no tocarla. No quiero escucharla, no quiero saber nada de lo que lleva dentro, aunque solo tenga que cerrar los ojos para que las imágenes acudan. En la habitación huele a guiso y cena y me pregunto si una ducha será una buena idea. Pero tengo que seguir despierto y temo que el agua caliente me amodorre. Me siento sobre la almohada, me apoyo sobre el cabecero, cojo el mando del televisor y miro. Paso los canales sin detenerme. Los fragmentos de la programación van acumulándose en una retahíla sin sentido. Un grito, un gemido, una ocasión de gol, el frenazo de un coche. No sé que hacer, si esperar o huir. Solo sé que mañana tengo una sesión con Bella y que no iré. Siempre puedo excusarme en el estudio diciendo que me embarqué en un viaje, en un proyecto africano, en una clínica de desintoxicación, en un éxtasis místico. Lo que sea. No puedo volver a casa. Quizá me esté esperando allí. Tendré que desaparecer al menos unos días aunque tampoco sé si servirá. Todo, menos cerrar los ojos.
Había salido del metro deprisa, con la esperanza de poder aprovechar aún la luz del atardecer que estaba cayendo precioso y seco gracias al viento. Estaba contento. Casi feliz. Veía posibilidades de llevarme a Pili a la cama. Hasta que apareciera algo mejor. Atravesé los portones del parque y me interné por el camino que subía a meandros por la colina, esquivando corredores y niños desbocados que huían de las exhortaciones de sus madres. No tomaba fotos. Quería estar tranquilo, reposar, alejarme un poco. Había estado retocando y editando todo el día. Necesitaba aire. Deambulé un buen rato. El parque iba haciéndose cada vez más sombrío, los arboles más gruesos y espesos. Vi a una pareja a lo lejos, sentada en un banco y me divirtió la idea de espiarles. Creo que conversaban, pero desde allí solo podía escuchar el rumor constante del viento en las ramas. La tarde parecía haber quedado suspendida en ese intervalo de tiempo en el que se resiste a convertirse en noche. Miré por el objetivo. Usé el zoom. Se tomaban de las manos. Comencé a disparar. Ella llevaba un vestido largo negro. Su melena clara no me permitía ver su cara. El contraste de colores era interesante. Continúe disparando. Ella recogió las piernas para sentarse sobre ellas y al hacerlo se le levantó la falda. Cuando fue a cubrirse él no la dejó. Al principio pensé que estaba jugando a desnudarla. Pero no era así. Él se había quedado petrificado, con la mano levantada, agarrando el borde de la falda, mirando hacia abajo, hacia sus muslos, mirando algo que yo no alcanzaba a ver. Ella se la quitó de un manotazo y se tapó las piernas. Amplié más el zoom. Ahora podía entrever su gesto. Estaba enfadada. Él estaba sentado de medio lado. Yo solo podía distinguir que sus labios se movían y que parecía repetir una y otra vez la misma frase. Ella no hablaba y no apartaba sus ojos de él. Intuí que algo iba a suceder. Coloqué el disparador en modo automático. Apreté. Ya solo escuchaba el golpeteo rítmico del obturador. Él comenzó a levantarse apartándose de ella, sin darle la espalda. Los ojos me picaban. Pestañeé. No vi cómo ella se le echó encima. A él se le quebró el cuerpo, las piernas dobladas sobre si mismas, el torso completamente fuera del banco. Creí que le estaba estrangulando. Ella tenía las manos alrededor de su cuello. Ninguno de los dos se agitaba. Los oídos me latían. Me había quedado rígido, me faltaba el aire. No dejé de tomar fotografías. Ella se apartó por fin y quedó descansando sobre su pecho. Pude ver que el cuello de él se doblaba sobre el suelo en un ángulo imposible. Los ojos en blanco. Entonces ella comenzó a olisquear el aire. Levantaba la cabeza en pequeños espasmos, girándola despacio, poco a poco, buscando, buscándome. Me temblaban las manos. Agarré la cámara más fuerte, como si fuera a salvarme, hasta hacerme daño. Ella se detuvo. Escudriñó los setos, me encontró y miro hacia mi con sus ojos negros, sin párpados.
]]>Abandonados a nuestra suerte, sin comunicación con el resto de la flota, nos habíamos visto abocados a orbitar a la deriva alrededor del planeta. Mientras se agotaba el combustible, sin otra alternativa que descender para evitar el desastre, discutíamos si sería mejor hacerlo de noche o de día, en una zona deshabitada o cerca de lo que parecía ser la capital. Al final no hubo caso. Las alarmas se dispararon, probablemente un microasteoride perforó el sistema de navegación, y tuvimos que iniciar un aterrizaje de emergencia sin calcular siquiera las coordenadas ni analizar la orografía.
Había dado instrucciones. Monitorizar ese espinazo lobulado y espeso que habíamos dejado tras nuestro destartalado descenso y que ahora se iba retorciendo con los vientos, enredándose en sí mismo, quebrándose y haciéndose cada vez más grueso. Sabíamos muy poco del planeta. Lejano, pequeño, de rotación lenta. Una atmósfera similar a la de La Tierra pero con un 5% de gases desconocidos y una cantidad tan desmesurada de oxígeno que nos hubiera convertido en dementes amoratados de haberla respirado unos segundos. Y estaba habitado. Había pedido más información al oficial científico. No tenemos el equipo químico necesario para un análisis más preciso, señor. Recortes presupuestarios.
Atardecía. El sol, diminuto y blanco, iba poniéndose tras el horizonte del llano. Emergieron las siluetas curvas de lunas y planetas. La ominosa columna de humo, convertida ya una formación nubosa grande como un país, albergaba algunos relámpagos. Fue entonces cuando se decidieron a aparecer, cuando se mostraron claramente. Estaba claro que querían que les viéramos. Nuestras caras lisas y nuestros cuerpos blancos parecían no darles miedo. Había llegado el momento. Seguí el protocolo. Pedí a mis hombres que dejaran de descargar el equipo y que formaran tras de mi. Me coloqué delante. Los lilas, como les habíamos bautizado cuando vimos las primeras fotografías detalladas de la superficie, se acercaron en un grupo desorganizado. Andaban encorvados y olisqueaban el aire. Me sorprendió el grave cloqueo en el que parecían comunicarse. Cumplí la ceremonia y levante la mano derecha, con la palma hacia ellos, y extendí la izquierda en gesto de ofrecimiento. Uno de los lilas se irguió y se acercó aún más. Entendí que era el líder. Medía no más de metro y medio. Pude ver en su cuello tres aberturas que mostraban tres gargantas. Emitió unos sonidos guturales y las tres oquedades se abrieron y cerraron con una complejidad fascinante. Ladeó la cabeza en un gesto que me pareció adorable y colocó su mano, lisa y brillante como la de una salamandra, sobre la mía.
En ese momento sonó un trueno. Todos, humanos y lilas, miramos hacia arriba. Rayos atravesaban el cielo iluminándolo de verde. La gigantesca nube cubría ya casi todo el firmamento que alcanzábamos a ver. Al principio no comprendí lo que sucedió a continuación. Los lilas agachaban sus cabezas como si alguien invisible les golpeara y sacudían sus extremidades en espasmos. Pequeñas vetas de humo salían de sus cuerpos. Algo les estaba quemando. Mire hacia mis hombres. Seguían en línea. Le pedí a O´Neil que comprobara las lecturas. Está lloviendo, capitán. El cloqueo de los lilas era ensordecedor. Parecía que sus tres traqueas iban a romperse. Huyeron dando grandes zancadas. A lo lejos creí ver que uno caía al suelo y no volvía a levantarse. Pero la lluvia no solo era tóxica para ellos. Al contacto con el suelo, aquel líquido producía un vapor que iba haciéndose más y más denso. Resultaba difícil ver. Encendimos los focos y nuestras linternas de mano, pero había tantas partículas en suspensión que apenas iluminaban. Pregunte a Chwe si la lluvia era peligrosa. No lo sé capitán, dijo, los trajes parecen aguantar, pero espere, el equipo… ¡se está fundiendo! Horrorizados, corrimos a llevar los contenedores de vuelta al módulo. El metal de las cubiertas estaba corroyéndose. La lluvia estaba también manchando el fuselaje con unas marcas negras grandes como puños. Al poco, pedazos de la cubierta comenzaron a caer sobre nosotros y tuvimos que abandonar la nave apresuradamente. Lo dejamos todo atrás. Nos resignamos a contemplar cómo nuestro equipo se convertía en un esqueleto primero, y en un charco oscuro y cenagoso después. Nuestras linternas se apagaron, fundidas también por aquella sustancia. La niebla verdosa lo cubría ya todo. Por fortuna los intercomunicadores aún funcionaban. Ordené a los hombres que reunieran en el bloque de arbustos en el que habían aparecido por primera vez los lilas. Los matojos se habían convertido en un légamo morado. Capitán, ¿qué hacemos ahora?
No sabía qué responder. No había dónde ir. La oscuridad era completa. Podía escuchar la respiración ansiosa de mis hombres. Asustados. Mudos. Quietos. En grupo, espalda contra espalda. Pensé en el infortunio, en la avería, en la trayectoria mal calculada, en el accidente, en que seguramente habíamos destruido aquel mundo. Pero nada de ello importaba. El suelo comenzó a ceder. Pensé en mis últimas palabras.
]]>He caído sobre un lecho de piedras y mi cuerpo, aunque lo siento dormido por completo, debe de haber quedado extendido en una postura retorcida y grotesca. Arriba, el cielo entra blanco por la abertura de la sima. Su fulgor me hace daño. Cierro los ojos. Tengo mucho sueño. Intento mantenerme despierto. No debo dormir. No todavía.
Como un fogonazo me veo en la sala de ceremonias, en tercera persona, como si no fuera yo mismo, colgando nuestras insignias en la pared que hay detrás de los asientos de honor. Los sirvientes del Lama entran portando platillos. Sonríen, hacen una reverencia, los dejan sobre la mesa y se marchan. Pequeños montocillos de arroz y carne. Veo cómo giro la cabeza hacia la puerta. Alguien me está hablando desde allí. Es Schafer. Vuelvo a sentir pánico al verle.
Por qué está colgando eso.
Esta expedición está organizada por las SS, le guste o no. Dígale a Krauser que saque fotos durante el banquete. Después las enviaremos a Berlín. El Reichsfuhrer quedará impresionado.
Schafer calló. Durante las semanas que había pasado con él había aprendido que solo funcionaba responderle en sus mismos términos.
Usted y su Reichsfuhrer, nunca se lo quita de la boca, dijo antes de irse.
Schafer me despreciaba.
Yo había sospechado de él desde mucho antes de que partiéramos de Alemania. Era sabido que Schafer no era un entusiasta, que en reuniones sociales ridiculizaba nuestras creencias. No creía en la existencia de la Raza Maestra, ni en el cataclismo que hundió la Atlántida y obligó a nuestros nobles antepasados a esparcirse por todos los rincones del mundo. Era escéptico pese a las pruebas irrefutables. Sé que se reía de los muros que descubrí en Bolivia, tan perfectos y precisos que solo la Raza Maestra pudo haberlos construido. Y pese a todo, el Reichsfuhrer le quería a su lado. Schafer era famoso, era respetado. Schafer era un aventurero, un caradura, un mujeriego, arrogante, encantador, cruel, bellísimo. Schafer había seducido a industriales, comerciantes y millonarios para que financiaran la expedicion. Schafer había seducido a los británicos para que le permitieran atravesar la India entera y a los lamas para que le dejaran llegar hasta Lhasa, en la que ningún occidental había puesto el pie en trescientos años. Schafer había seducido al mismo Himmler y me había seducido a mi. Yo le temía y le odiaba y al mismo tiempo no podía evitar pensar en él más de lo debido. Era maravilloso verle cazar, celebrar sus trofeos sosteniendo orgulloso sus presas delante de la cámara de Krauser. Cabras, alpacas, enormes osos blancos. Era insaciable. Parecía como si quisiera cazar el Tibet entero hasta no dejar un solo animal vivo. Nada más parecía importarle. Me pregunto si ese ansía de cazador constituía su venganza. Porque cuando parecía que por fin había sentado la cabeza, Schafer mató a su esposa en un accidente de caza. Un traspiés, un disparo en el vientre. Llevaban solo cuatro meses casados. Se negó a cancelar la expedición. Al contrario, la abrazó.
Ahora vuelvo a verle seduciendo a los reyes del Tibet , como si nada le hubiera sucedido unos meses atrás, feliz, cortés, reverenciándoles con total humildad, aunque mida dos cabezas más que ellos, mientras se quita el sombrero con las dos manos y se flexiona ante ellos una y otra vez. Los lamas están muy satisfechos, encantados de recibir a tan importante emisario del Rey de Alemania, como ellos dicen, y le invitan a entrar en el palacio con todos los honores. Antes de que se lo lleven, me acerco a él.
Schafer, no olvide por lo que hemos venido. En cuanto tenga ocasión pregúnteles por Shambala y por Agharti. Ellos saben dónde está la Ciudad Perdida.
No sea ridículo. ¿Usted les ha mirado bien? Esta gente no desciende de sus queridos dioses.
Le advierto. Si continua negándose a cumplir con la misión le reportaré a Berlín.
Déjeme en paz, haga lo que quiera.
Las imágenes se mezclan caprichosas y salta ahora el recuerdo de una noche en la que Schafer se apartó del fuego, dejó el campamento y se perdió entre las sombras llevando solo una linterna. Vi como su luz se iba encogiendo poco a poco mientras él subía hasta lo alto del pequeño desfiladero que nos cobijaba. Aquel día había sido muy duro. Estuvimos muy cerca de perder todas nuestras provisiones por culpa de Beger. Beger si creía en la Raza Maestra. Demasiado. Estaba obsesionado. Aparte de detenernos a menudo para recoger plantas y rocas aprovechaba para hacer moldes anatómicos cada vez que encontrábamos un villorrio. En una ocasión casi mata de asfixia a un pobre pastor mientras hacia un molde de su cara. Se acercaba a los nativos blandiendo su calibre, midiendo sus cráneos y sus pies. Todas esas muestras y moldes iban añadiéndose a nuestra carga. Por eso las mulas estaban extenuadas y sobrecargadas. Aquel día, cuando atravesábamos un endeble puente sobre un torrente del deshielo, los tablones se quebraron. Dos bestias quedaron con sus patas atrapadas. No dejaban de rebuznar de pánico. Los porteadores se gritaban los unos a los otros sin hacer nada. Perdimos el resto del día en sacar a las mulas del puente y en acabar de cruzarlo. Terminamos agotados. Schafer permaneció en silencio durante todo el incidente. Era su reproche. Era su forma de odiarnos.
Esa noche decidí atreverme. Tomé otra lámpara y le seguí. Aún no había oscurecido por completo. Las últimas luces del anochecer azulaban los picos nevados y los recortaba sobre el negro todavía rosado del cielo.
Allí, entre esas cumbres, está Shambala, la Ciudad Perdida, esperándonos.
Qué hace usted aquí, respondió. No puedo disfrutar de un momento de paz.
Perdone, no era mi intención molestarle. Solo quería decirle que me siento muy orgulloso de participar junto a usted en esta expedición para gloria del Reich. Sepa que admiro enormemente su valor y su valentía, en especial después de lo ocurrido con su esposa. Sepa también que lamento mucho su pérdida. Comprendo su dolor y la soledad que debe sentir en estos momentos. Pero, ¿sabe?, allá en la Ciudad Perdida no hay enfermedad ni muerte. La felicidad reina.
Entonces, le tomé del brazo. Schafer me miró y quedé paralizado. En la oscuridad sus ojos brillaban como los de un jaguar.
Kiss, se lo diré claramente. Usted no debería estar aquí. Es usted un lastre para esta expedición. Está gordo y viejo. Y aunque finja ser un científico, usted no es más que un fanático que cree en supercherías Mi gran fracaso es no haber impedido que viniera. Agradézcaselo a su querido Himmler. Y no necesito ninguna Ciudad Perdida para ser feliz. Solo que usted no interfiera y que se mantenga todo lo lejos posible de mi. Tenga buenas noches.
Ahora que ya no sé muy bien si he dormido por fin o si continúo despierto, las imágenes me llevan a hasta hace cinco minutos, o quizá sean cinco horas, porque he perdido el sentido del tiempo. Regresan a mis oídos los gritos de Schafer, como si no estuvieran dirigidos a mí, como si los escuchara desde una habitación contigua.
Qué ha hecho, Kiss, qué ha hecho.
Lo que tenía que hacerse. Obtener información.
Noto los empujones de Schafer, la presión de sus grandes manos en mi pecho.
Ha entrado en su Biblioteca Sagrada sin permiso. Se da cuenta de lo que significa ¡Es un sacrilegio!
Schafer continúa gritándome y dándome empellones. Beger intenta calmarle, interponiéndose entre nosotros, pero es demasiado fuerte para los dos y Schafer le aparta de un manotazo sin el menor esfuerzo.
La culpa es de usted, alcancé a responderle, si hubiera obedecido las ordenes no hubiera habido necesidad.
¡Ya no nos respetarán! Tendremos suerte si salimos de aquí vivos. Diga adiós a su Ciudad Perdida. Ya no le dirán nada.
No me importa. Usted se ha aprovechado del Reich. Solo buscaba fama y fortuna personal. Tenga muy claro que informare de todo esto al Reichsfuhrer. Sus días de gloria han terminado.
Schafer me agarra de las solapas y me eleva. Las puntas de mis pies apenas tocan el suelo.
Viejo maricón resentido, dice mientras me empuja.
Pierdo el equilibrio. Noto como el terreno cede. Voy a caer de espaldas. Levanto la vista y veo a Beger extendiendo sus brazos hacia mí, queriendo agarrarme. Por su gesto y su grito, que no escucho, comprendo que hay algo detrás de mí. Mientras sigo cayendo, moviendo las piernas cada vez más rápido, vuelvo la cabeza y veo una grieta oscura y enorme a mi espalda, un despeñadero, una caída incalculable. El peso me arrastra. Miro por última vez a Schafer. Su expresión es severa. Extiendo mis brazos hacia él pero ya es demasiado tarde.
Aunque no sienta mi cuerpo, sé que estoy cansado. Mis ojos se cierran. El pedazo de cielo que puedo ver desde aquí parece haberse nublado. Creo que dormiré. Ha llegado la hora de ceder al sueño. Sé que allí la alcanzaré. Entraré en la Ciudad Perdida.
]]>Reconozco que por aquel entonces visitaba Las Misiones. Reconozco que antes de La Transparencia, al menos una vez al día cerraba la puerta de mi despacho, pedía que no me pasaran llamadas y me llenaba de porno. Todos lo hacíamos. Estaba aceptado. Era una forma de liberarnos del estrés. Los jefes lo admitían, los jefes lo aprobaban porque al contrario que los rollos de una noche durante las convivencias de empresa, masturbarse o incluso automutilarse (como la jefa de cuentas, se decía) era inofensivo y nos hacía más productivos una vez liberados. Pero La Transparencia acabó con todo aquello. Cuando puedes elegir, cuando puedes decidir si hoy te apetecen morenas, tetudas, embarazadas o niñas, según te lo dicte el temperamento o los nervios, recurrir a la imaginación o al recuerdo neblinoso de algún polvo mal ejecutado ya no sirve. Para eso estaban Las Misiones.
Las Misiones eran lugares clandestinos en los que conectarse sin complicaciones. Sótanos de comercios, comedores de restaurantes chinos, pisos francos, trasteros de iglesias, en los que alguien había juntado cuatro o cinco terminales ilegales y cobraba por suministrarte el Código de Identidad Ciudadana de algún recién difunto o de algún pobre diablo que había vendido el suyo por unos pocos billetes. Aquellos eran lugares sofocantes, con teclados borrados y grasientos, con ordenadores parcheados como creaciones monstruosas y con el ventilador en permanente funcionamiento. Las más sofisticadas ofrecían separaciones con cortinas de hospital, biombos raídos o cabinas individuales, como aquella Misión a la que yo acudía. Una residencia de ancianos como tapadera.
Era un martes, malo, uno de esos días de cuerpo a tierra en la que uno no parece acertar nada. Había perdido un contrato, unos cuantos millones, una cuenta torcida desde el principió que se canceló sin previo aviso. Me había marchado de la oficina sin despedirme de nadie, no quería falsas broncas paternales, ni quería volver a casa y darle explicaciones a Ella. Había estado bebiendo, bastante creo, y antes de entrar en La Misión no me preocupé de arreglarme la corbata y la camisa para no despertar sospechas. Pareció lo que era. Un ejecutivo borracho entrando en un hogar de ancianos.
Bruno, el tipo de recepción y que llevaba La Misión no parecía muy contento de verme en ese estado. Sin mirarme, enfiló el pasillo, siguiendo los mínimos pasos que seguían nuestras transacciones. Tras varios giros por corredores entramos en la consulta, dividida en secciones por mamparas traslúcidas de oficina. Abrió el gabinete número 4.
Haz el favor, no vomites.
Le aseguré con mi voz más profunda que no iba tan bebido, le di los billetes correspondientes y él a cambió me tendió un papel doblado. Después se marchó por donde habíamos venido con cara de no haberme creído demasiado.
El 4 era la consulta dental. Allí les sacaban las muelas a los viejos. Olía a la limpieza abrasiva de la química bucal. En la esquina, detrás del sillón de dentista y sus brazos en alto, había un terminal encendido. Al lado, unos guantes de látex y unos kleenex. Me senté enfrente de la pantalla. Desdoblé el papel cuadrado. Una combinación de diecisiete letras y números garabateados. Reconocí la secuencia como un Código. Lo introduje. Escribí en el navegador la dirección, LiveOrquídeas.com, chicas con webcam y chat en vivo. La página de portada era un catálogo de fotos. Cuál elegir. La negra de labios fucsia enormes, la morena con pendientes de aros, la rubia delgada tendida sobre la cama. Esa. Pinché. La página fue cargándose. En la pantalla del vídeo solo había negro, después una cortina roja, una colcha, un cojín amarillo. Pero la imagen estaba vacía, la rubia no estaba. Aquello era muy extraño. Escribí en la ventana del chat “hola, estás ahí?” Ningún cambio. “Hola?”, de nuevo. Podría haberme ido, podría haber pinchado en otra chica, pero aquella ausencia me intrigaba. Así transcurrió un minuto durante el que no pude apartar la vista de la pantalla. De repente el encuadre vibró, se movió la cámara y apareció la rubia, mucho más delgada que en la foto. Llevaba un sujetador con estampado de cebra que le estaba algo grande y unos calcetines largos rojos subidos hasta la rodilla. Parecía incómoda. Estaba despeinada. Sus mejillas parecían muy rojas, demasiado rojas, quizá por la calidad de la webcam, quizá por el maquillaje. Comenzó a teclear. Su primer mensaje tardó en aparecer. Escribía y borraba una y otra vez.
Perdona. Hola, cómo estás guapo, ¿quieres pasarlo bien?, escribió.
No quería preámbulos. Le pedí que empezara. Se tumbó en la cama mirando hacia mi. Abrió las piernas. Empezó a tocar por encima de la ropa interior con gesto ausente. Le pedí que bailara, le pedí que se desnudara para mí. No se hizo de rogar. Mientras cambiaba de postura miró hacia la izquierda, como si hubiera algo allí, alguien, que yo no alcanzaba a ver. Su rostro se tensó. Contoneó las caderas, se acarició la cintura, los pechos. No funcionaba. Sus movimientos eran rutinarios. Ella no escribía nada, ni siquiera el habitual “¿te gusta así?” Se subió de nuevo a la cama, se arrodilló, echó su cuerpo hacia atrás y metió la mano por dentro de sus bragas. No estaba excitado. No podía concentrarme. Ella miraba de vez en cuando hacia fuera de la imagen. ¿Qué le preocupaba tanto? ¿Había alguien más con ella en la habitación? Yo contemplaba sus movimientos con la misma emoción con la que se contempla a una robot industrial embotellando cervezas o empaquetando verduras. Se quitó el sujetador. Se colocó a cuatro patas, con su cara muy cerca de la cámara. Tenía el rimmel corrido. Con una mano se apretó un pecho, el pezón asomaba entre los dedos. Abrió la boca, fingió dar un gemido. Entonces fue cuando lo hizo. Pronunció una palabra. No la entendí al principio. La repitió de nuevo. En sus labios leí “ayúdame”. Dos veces más. “Ayúdame”. Dejó de moverse. Se quedó mirando fijamente a la cámara, mirándome. Estaba asustada. Me estremecí. De pronto sus ojos se volvieron a desviar a la izquierda. Su rostro se llenó de pánico. Alguien o algo se acercaba a ella. Quiso apartarse. Entonces la imagen se cortó y volvió al negro.
Me levanté bruscamente. Me quedé de pie paralizado. No sabía qué hacer. Pensé en buscar ayuda. Salí de la consulta, mire a un lado y a otro. Todas las puertas blancas estaban cerradas. Creí distinguir la silueta de una persona dentro de otro gabinete al fondo del pasillo. Llamé, pedí ayuda, intenté abrir. Estaba cerrada por dentro. La figura no se movió. Me di por vencido. Seguía viendo la cara horrorizada de la chica. Pensé en Bruno, pero estaba desorientado y borracho, no recordaba cómo habíamos llegado hasta allí. Caminé. Me perdí por entre los pasillos. Le llamé a gritos. Al poco apareció enfadado, vociferando qué coño pasa. Una chica, la webcam, está en problemas, hay que ayudarla, balbuceé. Bruno bufó de fastidio. Se abrochó la chaqueta, se recolocó la chapa dorada con su nombre y me respondió con desprecio.
No es mi problema. Ni el tuyo.
]]>R arquea la espalda y se corre.
Estoy cansada.
Nos acostamos. Aún es pronto. La noche se resiste a oscurecer. Las Luces del Norte son irreductibles. Mañana repetiremos esta rutina. Desayunar deprisa, repasar verbos irregulares, caminar juntos cuesta arriba. Despedirnos avergonzados, encontrarnos de nuevo, andar de vuelta a casa. Y regresaremos a este punto, terminaremos aquí mismo, en esta cama. Miro al techo. No tengo sueño. R descansa de costado, dándome la espalda. Toma mi mano y me atrae hacia ella.
Ven. Abrázame. Cuéntame un cuento.
]]>El móvil sonó cuando estaba parado en un semáforo. Pasé la llamada al manos libres.
Diga Alemany.
Buenas tardes inspector, ¿le molesto?
Estoy de camino al instituto forense. Cuénteme. Deme buenas noticias.
Lo siento, señor, pero los chicos han revisado el tejado del edificio de enfrente y no han encontrado nada. Ni casquillos, ni restos, ni marcas. Nada. Por si acaso la chica se equivocó en su declaración, hemos registrado también las viviendas del último piso. Tampoco hemos encontrado nada.
En realidad nada de lo que Alemany me estaba diciendo me pillaba de sorpresa.
No importa, le respondí. La novia del chico dijo que lo vio muy arriba. Sería el reflejo del sol en alguna antena. ¿Sabe si Balguera se encarga del caso?
Sí. El tampoco se ha ido de vacaciones.
Bien. Haga que me manden el dossier completo a comisaría cuanto antes. Quiero tenerlo sobre mi mesa cuando vuelva.
Allí lo tendrá sin falta. Buenas tardes, señor.
Adiós Alemany.
Aunque podría haber esperado a leer el informe de Balguera, preferí escuchar su opinión en directo. De paso le preguntaría sobre el caso del tipo que se había convertido en polvo .Tal vez él pudiera darme una explicación más satisfactoria que las que había escuchado hasta el momento. Es decir, ninguna.
Llevaba unos cuantos años sin pisar el forense. Ya no recordaba el olor a productos químicos, ni las superficies de metal relucientes, demasiado limpias, como cuando alguien se empeña en borrar pruebas. Por el intercomunicador de recepción Balguera me pidió que esperara fuera. Yo tampoco tenía demasiado interés por entrar en la morgue y contemplar el cuerpo recosido del chaval. Con ver sus piernas cubiertas por una sábana desde la antesala tenía más que suficiente. El viejo doctor tardó veinte minutos en aparecer por la puerta. Llevaba una carpeta de cartulina en la mano.
Podías tener alguna revista para entretener al personal mientras espera.
Aquí ya estamos todos muy entretenidos, Griso. Qué tal, hombre, dijo tendiéndome la mano, cómo estás, que ya no dices ni hola. Dichosos los ojos que te ven.
Bien, sí, hace tiempo. Qué me cuentas del chaval.
Balguera se quedó parado unos segundos. Supongo que estaba deseando hablar con alguien, no tenía demasiadas oportunidades allá dentro, pero a mi charlar no me apetecía lo más mínimo. Reaccionó y se colocó las gafas que llevaba colgando del cuello. Vi las arrugas alrededor de su ojos, las bolsas a los lados de su boca, su papada. Di gracias por haber envejecido mejor que él.
No hay mucho que decir, Griso. El chico tiene un agujero en el cráneo de unos tres centímetros de diámetro, con entrada por el lóbulo frontal y trayectoria descendente en un ángulo muy acusado. La perforación no ha sido causada por ningún proyectil o al menos por ninguno que hayamos podido recuperar. Tampoco hay rastros que sugieran que, de existir, este se haya descompuesto.
¿Ningún proyectil? ¿Estás seguro?
Espera, no me interrumpas, déjame que siga. Dónde estaba, sí, aquí. La causa de la perforación es desconocida pero dada la cauterización extrema de los tejidos en el interior… de hecho, Balguera se interrumpió a sí mismo, es alucinante Griso, la masa ósea en las paredes del boquete es pura ceniza. Cuando la tocas se convierte en polvo. Y tendrías ver el hipotálamo. Está carbónizado.
Perdona que no comparta tu entusiasmo forense. Continúa.
Dada la cauterización extrema de los tejidos en el interior, la herida fue probablemente causada por la aplicación muy localizada, y muy intensa, de una cantidad, indeterminada de calor.
Calor, un reflejo.
Pero qué me estás diciendo Balguera, ¿que lo mató un rayo divino?
Bueno, es una explicación no peor que cualquier otra. Igual hizo algo malo y Dios le castigó por sus pecados, dijo riendo.
No me jodas. Tiene que haber una explicación mejor. ¡Tiene que haberla!
Pues si la hay, yo no la tengo. Griso. Llevo ya más de treinta años rajando cuerpos, como decís vosotros. Me voy a jubilar después del verano. He visto mucho, mucho, en serio. Carnicerías autenticas, ajustes de cuentas, cuerpos con los que se han ensañado de mil formas, ultrajados, mutilados, despedazados, hechos pulpa. Cuando el accidente del 83 tuve que identificar a personas de las que el resto más grande recuperado era un dedo meñique. He abierto niños, mujeres embarazadas, enfermos terminales, podridos por dentro, de todo. Pero esto es distinto. No es terrible. Es limpio. Es inexplicable. Al contrario que en todos esos casos, no puedo decirte qué mató a este infeliz. No había visto nunca nada igual. Hasta hace unas semanas, claro.
¿Lo dices por el tipo hecho polvo? ¿Qué me puedes contar sobre él?
Cuéntamelo tú. No había mucho que pudiéramos analizar. Aquí solo nos llegó una bolsa negra con polvo. Lo tuvimos que mandar al laboratorio directamente. Las pruebas del espectrógrafo solo decían “material orgánico”. Muy informativo como ves.
Yo tampoco puedo decirte mucho. Nos llamaron diciendo que había muerto alguien en un supermercado pero que no era causa natural. Muy raro. Deberías haber visto la cara de los clientes. Una mujer había visto al desgraciado pidiendo ayuda. No dejaba de repetir “sus piernas, sus piernas” y que le había visto en el suelo cortado por la mitad. Yo pensaba que estaba delirando. No pudimos sacarle mucho más porque la pobre estaba en estado de shock. Después me dicen que el cadáver está al fondo, en la sección de congelados. Pero cuando llego allí no hay ningún cuerpo. Solo un montón de polvo. Un polvo grisáceo, muy fino, de ese que no te puedes limpiar. La única prueba de que ahí había habido una persona eran las ropas que estaban tiradas por el suelo y rellenas de más polvo aún. Eso y que la silueta que esa mierda gris dibujaba en el suelo recordaba vagamente a un torso y unos brazos extendidos. No veas que espectáculo cuando el juez llegó. Mas que levantar el cadáver tuvimos que barrerlo. Balguera, tiene que haber una explicación para todo esto. Tengo que encontrarla. No me importa siquiera saber quién les mató, o siquiera si les mató alguien. Solo quiero saber qué coño pasó.
Mira. Que no seamos capaces de encontrar una explicación a estas muertes no significa que no exista. Solo significa que no podemos verla, tal vez porque no tenemos los medios o porque no sabemos lo suficiente. Por ejemplo, si las pruebas de ADN hubieran existido en el 57 el “Canibal de Malasaña”, aquel loco que mataba coristas y después se las comía, podría haber sido detenido mucho antes y a saber cuántas vidas se habrían salvado. No es culpa nuestra, Griso. Hacemos lo que podemos.
No me sirve, Balguera, dije mientras tomaba la carpeta de sus manos. Esto es más importante de lo que crees. No puede quedarse así. Tengo que saber qué ha pasado. Nos vemos.
Adiós. Oye, y a ver si nos tomamos algo y hablamos con calma algún día de estos.
Claro. Adiós.
Volví al coche. Ya estaba empezando a oscurecer. El cielo comenzaba a anaranjarse y podían verse las primeras luces en los edificios de la parte baja. El calor del día remitía y la ciudad parecía respirar por fin aliviada. Las persianas se abrían. Dejé el informe de Balguera en el asiento del copiloto. Solté un bufido. Estaba enfadado. Sus consuelos no me servían, no. Él no entendía. Pero claro, él no conocía la existencia del tercer caso.
3.
Bajé por el Paralelo. Apenas había tráfico. Aquella noche la selección jugaba partido. Giré a la izquierda en la esquina del Café Retiro sin importarme los cuatro tipos que cruzaban sin mirar la calle. Dejé el coche en el parking de la comisaría. Subí. Todo estaba muy tranquilo. En uno de los cubículos, una guiri madurita y entrada en carnes a la que seguramente le habían robado el bolso trataba de hacerse entender con un compañero sin demasiado éxito. Pasé a mi oficina sin responder a los saludos. Colgué la chaqueta en la percha. El dossier no estaba sobre mi mesa. Llamaron a la puerta. Era Marta.
Aquí tiene el informe del caso del puerto, dijo cerrando tras de sí. Alemany quería ver el partido así que le he dicho que se fuera con los compañeros, que ya me encargaba yo de hacértelo llegar. Ah, me pidió que te dijera que mires la fotografía diecisiete.
Gracias.
Cogí el dossier y me senté detrás de mi mesa. Lo abrí. Mientras buscaba el sobre con las fotografías noté que Marta se había quedado de pie, mirándome.
¿Te veré esta noche?
Levanté la vista y me fijé en ella. La coleta no hacía justicia a sus facciones. En cambio el uniforme no conseguía disimular el tamaño de sus tetas. La comidilla de los compañeros. Cuando follábamos, a veces obligaba a Marta a que se dejara la chaqueta del uniforme puesta.
No creo, estoy muy ocupado.
Anda, solo una copa. No nos vemos desde hace tres semanas. Te echo de menos.
Están siendo unos días muy complicados.
Eso dices siempre, dijo enfadándose. Me estás evitando, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dices a las claras?
¡Quieres hacer el favor de dejarme en paz! ¿Crees que solo puedo estar pendiente de ti? ¿Es que no ves que tengo otras cosas que hacer? ¡Puta egocéntrica!
Sin decir nada, Marta se dio media vuelta y salió de mi despacho dando un portazo que levanto mis papeles. Al menos se había ido. Me estaba resultando insoportable. Llevaba días acosándome con sus lamentos. Estaba harto. Abrí el sobre de las fotografías. Encontré la etiquetada con el número diecisiete. Al principio no sabía muy bien cómo orientarla. Era una foto del dintel de la puerta del bar. Había una muesca en el borde, una incisión perpendicular de unos diez centímetros de largo, calculé. Madera quemada. Negra. Lo que sea que había alcanzado al chico, había dejado su marca allí. Necesitaba pensar. Necesitaba un garbeo.
Salí. Caminé sin un rumbo claro. Un chico con el cerebro achicharrado por un rayo divino. Un tipo reducido a polvo en el pasillo de un supermercado. Y luego estaba el caso del suicidio del doble. Había sucedido un par de meses atrás. Balguera no había oído hablar de él porque nadie le había dado demasiada importancia. A primera vista parecía simplemente la historia de un hombre con un brote psicótico que un buen día sale al balcón de su casa dando voces y que se corta el cuello con un cuchillo de cocina delante de los peatones que tienen la mala fortuna de pasar por allí en ese momento. Desagradable, pero no fuera de lo imaginable. No muchos prestaron atención a los testigos que aseguraban que el pobre diablo antes de rajarse gritaba desesperado que alguien le iba a asesinar. Tampoco nadie se tomó muy en serio a la familia. La esposa declaró que su marido llevaba unas semanas bastante cambiado, en estado paranoico, diciendo que tenía un doble, que alguien físicamente idéntico le estaba acosando, haciéndole la vida imposible, y que iba terminar matándole. Cuando se comprobó que el desgraciado no tenía ningún hermano gemelo el caso se archivó con la convicción de que el tipo estaba como un cencerro. Pero yo insistí. Un tipo de lo más normal, con una familia que le aodraba, sin problemas económicos, me olió muy raro. Miré, investigué, perseguí a sus compañeros y a sus amigos, hasta que concluí que, en efecto, debía existir un hombre con su misma apariencia. En total, tres casos inexplicables, tan seguidos. Demasiada casualidad. Algo estaba sucediendo.
Pasé por delante de las obras del hotel de lujo. Un nuevo intento del ayuntamiento por adecentar la zona. El cartel mostraba cómo iba a quedar el edificio una vez estuviera terminado. Enorme, cilíndrico, un monstruo violeta varado en medio de los edificios cochambrosos, visible desde cualquier parte del barrio. Los bárbaros no tardarían en asediarlo, trapicheando en su misma puerta, desvalijando a los turistas en cuanto torcieran la primera esquina. Un sinsentido. Putos políticos. Entré en la Calle Hospital. Bullía. El Bar Mediterráneo estaba lleno de moros sudorosos, vestidos con camisetas de fútbol, mirando la tele colocada en lo alto de un rincón. En ese momento nos debieron de marcar un gol porque todos ellos lo celebraron, saltando como monos locos. Salían del bar bramando, agitando sus brazos, abrazándose los unos a los otros. Aquello era Morolandia. Aquello era el puto Tánger. Necesitaba encontrar un bar tranquilo, un bar sin televisión. Me metí por calles más estrechas. Buscaba el Iberia.
4.
Ponme un Ballantine’s con limón.
El Iberia era un bar oscuro, únicamente iluminado por las lamparitas que colgaban a poca altura sobre la barra. Las paredes pardas no tenían decoración alguna. La única ventana que daba a la calle era un rectángulo tan pequeño que el bar estaba en penumbra a todas horas. Además, el cristal era de espejo, lo que permitía mirar afuera sin ser visto. Un lugar perfecto para policías, en el que no tenías que esforzarte para no parecerlo, en el que el camarero no se molestaba en recordar tu nombre y en el que nadie se interesaba por conocerte ni te daba conversación aunque quisieras. El Iberia no era el tipo de sitio en el que quedas con alguien para contarle tus problemas. Al fondo, subiendo tres escalones, había un reservado con algunas mesitas bajas y sillones de escai negro, menos iluminado incluso que la entrada. A veces me metía allí con Marta. Como he dicho, el Iberia no era el tipo de bar en el que quedas para hablar.
Quería concentrarme en poner todas las piezas juntas. Encontrar algún detalle que se me hubiera ido, un precedente que se me hubiera olvidado, no sé, algo a lo que aferrarme. Pero era imposible. De primeras, las víctimas no tenían ninguna relación entre sí. Ni siquiera yo tenía la certeza de que les relacionara algo más que lo inexplicable de sus muertes. Ni siquiera tenía una hipótesis de trabajo a la que darle vuelta y más vueltas. Solo imágenes, que volvían una y otra vez como una película en sesión continua. Las marcas de sangre sobre la acera, el montón de polvo en el supermercado, el boquete en la frente del chico. Y vuelta a empezar. Le di un sorbo muy largo al cubata, casi me bebí la mitad. Quería emboracharme. Tal vez Balguera tuviera razón. Tal vez fuera imposible averiguar nada más de momento. Tal vez tendría que morir más gente antes de que pudiéramos encontrar un patrón.
Se abrió la puerta del bar. Entró un viejo mendigo. Me lo había encontrado varias veces por el barrio, pidiendo en la calle a los grupos de guiris, que solían reírse o apartarse de él con la excusa de no entenderle, o entrando en los bares de modernos de los que terminaban echándole por lo general con buenos modos. Siempre que lo había visto llevaba una bolsa blanca arrugada con papeles debajo del brazo. Y siempre la misma ropa. Una americana gruesa y pantalones marrones de invierno. Se fue acercando a los dos o tres parroquianos que había en el Iberia a aquella hora. Todos le negaban con la mano. Se acercó hasta mí.
Perdona, ¿tienes un cigarrillo?
Claro, abuelo. Es negro, ¿eh?
Es el que me gusta, hijo, muchas gracias.
Le ofrecí la cajetilla. Tomó un Ducados. Tenía amarillas las yemas de los dedos. Su chaqueta estaba sucia. Apestaba a sudor y mugre. Resultaba difícil respirar a su lado. Le ofrecí el mechero. Lo intentó encender. Le temblaban las manos.
Esos cabrones…
¿Quién?
Ellos, ellos, los que me vienen siguiendo.
¿Te vienen siguiendo, abuelo?, le pregunté sonriendo.
Sí, sí, saben que lo sé. Antes no me prestaban atención, no sabían que yo les había visto, pensaban que no me enteraba. Pero yo me voy fijando siempre. He visto lo que hacen.
¿Y qué hacen?
El viejo tosió y se tapó con el puño. Las manos le seguían temblando. Su tos grave reverberó en el local. Aspiró aire por la boca.
Cosas raras, cosas raras por todas partes. Es su plan, ¿sabes?
Me quedé petrificado.
¿Qué tipo de cosas raras?
Cosas fantásticas, de no creérselas, dijo el viejo en voz baja, cosas de las de curas de antes, como lo de los panes y los peces o lo de los ángeles y los demonios, toda esa mandanga, ya me entiendes. Ahora las hacen ellos. Verás, hacen cosas que parecen imposibles y las dejan ahí para que las veamos. Ellos pueden hacerlas porque tienen máquinas modernas y todo el dinero que existe. Es una cosa mundial, no te creas, lo han decidido los gobiernos en secreto, para controlarnos, pero la gente no quiere enterarse, ven las noticias, se asustan como borregos y luego se meten en su casa a ver el fútbol. Mientras tanto, ellos siguen con el plan. Yo les he visto ir de aquí y allá con sus coches negros, les he escuchado contarse cosas porque como creían que no me enteraba no se callaban delante de mí. Pero yo sí me enteraba, claro que me enteraba. Ahora lo saben y por eso me persiguen.
Cosas imposibles. Aquello no podía ser. Pero, ¿y si fuera?
Abuelo, ¿están ahí fuera?
Sí, sí, por eso me he metido aquí. En un rato se irán, no te preocupes.
Vamos a verlo.
¡No! ¡No salgas! ¡Es peligroso! ¡Oye!
Estaba decidido. Dejé al viejo atrás, gritándome para que no saliera. Abrí la puerta, salí a la calle y miré por todas partes. En las aceras no había nadie, en las ventanas solo había ropa colgada. El callejón estaba tan muerto como si le hubieran metido un tiro en la cabeza. Pero al fondo, en la esquina, ví a dos tipos de pie. Me vieron. Me quedé mirándoles. Ellos tampoco dejaron de mirarme. ¡Eh, vosotros!, les grité. Fui hacia ellos andando cada vez más rápido, después corriendo. Eché mano a la pistola. Cuando estaba a unos veinte metros se dijeron algo entre ellos y echaron a correr. Aceleré. Llegué a la esquina. No vi a nadie.
En ese momento sonó el móvil. Un mensaje nuevo. De Marta. Decía “eres un gilipollas”.
(Santi Pagés se despide hasta el sábado 8 de Mayo, en el que comenzará una nueva temporada de Pura Coincidencia. Aquí, en Libro de Notas, su canal favorito. Permanezcan en sintonía.)
]]>Julio, las dos de la tarde, por qué coño la gente elegirá matar a estas horas, me dije.
Lo siento, pero será mejor que venga, inspector, me había dicho Alemany un minuto antes por teléfono
Había ocurrido en el barrio de las tiendas de decomisos, al extremo del puerto. Normalmente esa zona es intransitable cuando los comercios están abiertos, con la música a tope, los neones parpadeantes, los escaparates repletos de cachivaches, teléfonos, radiocasetes, relojes, los pakis, y los chinos, los turcos, vociferan entre ellos, como si nunca se cansaran de estar de mala hostia, saliendo, entrando, gritando ofertas, echándose encima de los grupos de chavales, tuneros, poligoneros, bakalas, que merodean por las calles en busca del mejor precio, del modelo con el que presumir ante los colegas. Afortunadamente a esas horas todo estaba cerrado, todas las tiendas habían echado sus persianas grafiteadas. Aún así, cuando me abrieron paso a través del primer cordón, apenas pude avanzar unos metros. Un tumulto de curiosos se había reunido alrededor del bar y los compañeros no parecían estar por la labor de guardar el perímetro como es debido. Lo último que me apetecía era salir del coche y abandonar el aire acondicionado. Fuera hacía un calor que partía las piedras, de ese que se te mete en los pantalones y se queda ahí, haciéndote sudar las pelotas, haciéndote sentir como una bestia. Reuní valor y bajé. Edificios antiguos, gris sucio, balcones abiertos, con las persianas colgando por encima de las barandillas. Miradas desde dentro. En una terraza distinguí a una mora con pañuelo verde cubriéndole la cabeza. En otra entreví a un hombre en silla de ruedas. Juraría que llevaba una mascarilla de oxígeno y una bombona en su regazo. Sin pudor ninguno, un viejo en camiseta imperio, calzoncillos largos y calcetines se asomaba y comía una manzana con cuchillo como si estuviera viendo las noticias en el salón de su casa. Por encima del gentío vi a los tipos de emergencias metidos en su ambulancia, tíos listos, dentro, bien fresquitos, esperando a que viniera el juez a levantar el cadáver. Yo en cambio tuve que abrirme paso entre aquella muchedumbre sudorosa.
Alemany, qué mierda me ha montado aquí. Descongestione esto un poco, abra sitio que mire como se le ha puesto esto de gente.
Mientras le echo la bronca a Alemany, señalo el corro que se ha formado al otro lado de la cintas amarillas y me fijo en una panda de guiris rosados, altísimos, en primera fila, que sobresalen muy por encima del resto. Una de ellos era una jamelga de cuidado, tan larga que las tetas debían de nacerle a la altura del ombligo. Muy follable.
Perdone, inspector, ahora ponemos orden. ¿Le informo?
Sí, venga, cuente, pero vayamos a la sombra.
Nos refugiamos del sol en el umbral de las puertas del bar, entre los dos portones entreabiertos. Cuando mis ojos se acostumbraron al cambio de luz pude ver que el interior estaba forrado de madera oscura. Del techo colgaban decenas de jamones. Las paredes estaban cubiertas con carteles de pizarra con las ofertas del día, cava a tres euros, no está nada mal. Mesas altas para comer de pié aquí y allá y unos toneles gigantes que cubrían el lateral opuesto a la barra, demasiado grandes como para no ser mera decoración. Todo olía a una mezcla de grasa y tabaco. El suelo estaba repleto de servilletas de papel arrugadas y restos de comida, sobre todo trozos de pan. En el centro una sábana de film dorado cubría un cuerpo.
Qué ha pasado aquí.
Verá inspector, no lo tenemos muy claro. Por lo que sabemos, este chaval, Ferrán Ramoneda, estudiante, 26 años, se desplomó súbitamente al suelo. Cuando le atendieron ya estaba muerto. Los clientes echaron a correr al poco, vaciaron el local, solo quedaron los tres camareros, el cocinero y la novia del chico. Ahora está atendiéndola el psicólogo.
Alemany me señaló un rincón entre uno de los toneles y una escalera que daba a un altillo. Una chica rubia sentada en un taburete se tapaba la cara con las manos mientras el loquero del cuerpo la consolaba.
¿Cómo que los clientes echaron a correr? ¿Hubo disparos?
No, señor. No hubo disparos. Ese es el problema. No sabemos aún la causa de la muerte. Nadie vio nada. Uno de los camareros dice que solo recuerda haber visto un reflejo del sol muy fuerte que entró por la puerta y que pensó que había sido un camión pasando por delante del local. Lo siguiente que recuerda son los gritos de la novia.
¿Pero qué me está contando? A ver, Alemany, ¿de verdad estamos seguros de que no ha sido muerte natural?
Juzgue usted mismo, inspector. Mírelo. En la frente.
Me acerqué al cuerpo. Noté que la novia del chaval me seguía con la mirada. Me acuclillé, levanté un poco la sábana. En la frente del chico había un agujero del tamaño de una moneda de dos euros.
Le tapé. Intenté recomponerme. Miré a Alemany. Creo que notó mi desconcierto. Volví a destaparle, un poco más. El chaval llevaba una camiseta con la cara de Maradona impresa. Estaba sucia, con marcas de zapatos. Llevaba gafas de pasta. Estaban rotas y descolocadas. La cara enrojecida. No tenía buena pinta.
Bien, explíqueme qué dicen los otros camareros.
Otro de ellos y el cocinero estaban ocupados detrás de la barra y no vieron nada. El tercero estaba bajando del almacén del segundo piso trayendo unas botellas. Dice que el bar estaba de bote en bote. Desde arriba vio que el chaval se cayó de repente al suelo como peso muerto. La novia fue a socorrerle. Se abrió un corro alrededor suyo. Una mujer se acercó a la chica para ayudarla, pero cuando vio el boquete debió de asustarse y gritó. Y ya se lo imagina, se formó un guirigay, la gente chillaba, pánico, caídas, empujones, hasta que todos los clientes salieron a corriendo del local.
Ya veo. Por eso el chaval tiene la cara y el cuerpo hechos polvo.
Sí. Los de emergencias dicen que la novia esta bastante magullada también. Literalmente les pasaron por encima.
Quiero hablar con ella.
Nos acercamos al rincón. El loquero nos dejó solos con la chica. Llevaba un vestido verde de verano. Sus brazos estaban llenos de moratones y eran muy flacos. Con siete u ocho kilos más habría estado bastante buena.
Hola, soy el inspector Griso. Ya se que te han tomado declaración pero tengo que hacerte unas preguntas. ¿Te importa?
Se sorbió la nariz un par de veces. Había estado llorando, aunque tampoco mucho. Sus ojos no estaban muy hinchados. El shock, supuse. Respiró hondo. Cerró los ojos mientras se ponía una mano en la frente.
Sí, diga.
¿Pudiste ver lo que le pasó a tu novio?
No lo sé… estábamos bebiendo cava, comiendo tan tranquilos, haciendo bromas. En un momento dado se cayó él sólo. No respondía…
¿Pero no viste ni escuchaste nada de nada? Intenta hacer memoria, por favor.
Bueno… sí, algo vi, pero… es que no puede ser…
Parecía que se iba a echar a llorar.
Sigue. Puede ser importante.
No sabría cómo decírselo. Ferrán estaba de cara a la puerta. Contó un chiste, bueno, una tontería de las suyas, nos reímos y cuando fui a abrazarle hubo una luz muy fuerte, como un reflejo, que venía como de arriba, de por encima del edificio de enfrente. Después noté su peso. Se desplomó en mis brazos. No dio un grito ni nada. Al principio pensé que estaba haciendo el tonto, como siempre. Luego pensé que le había dado algo por el calor y que se había desmayado. Luego vi lo que tenía en la frente… Dios.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Giró la cara hacia un lado y comenzó a sollozar. El loquero apareció de la nada y me pidió que la dejara tranquila unos minutos. Pero yo ya había escuchado suficiente. Le dí las gracias y me dirigí a la puerta.
Alemany, sabe cuándo va a venir el juez.
Está al caer. ¿Quiere que le avise cuando lleven el cuerpo al forense?
Si, haga el favor. Luego le veo.
Cuando ya me marchaba, Alemany me agarró levemente del brazo.
Inspector.
Diga.
Esto es raro de cojones, ¿verdad?
Y que lo diga. Venga, despéjeme esto. Hablamos.
Salí. El sol caía aún más fuerte, asfixiante, como una pasta densa. Miré el edificio de enfrente. Cuatro plantas. En nada diferente a los otros. Antenas de televisión sobresalían por encima de los bordes de la terraza. ¿Habría sido desde allí arriba? Pero ¿quién?. Levanté la cinta amarilla y pasé por debajo. Los guiris ya se habían ido. La falta de actividad y la solana habían desanimado a unos cuantos. Estaba deseando regresar al aire acondicionado. Entré en el coche. Di al contacto. Me quité la chaqueta y me apoyé contra el volante. Pensé en el chico, en el agujero, en aquel círculo perfecto, en la sangre cauterizada de los bordes, en su interior negro. No podía ser. No otra vez. Lo último que necesitaba era otro caso raro.
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