Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
¿Puedo ver al Sr Krueger?, pregunté a la secretaria.
Por supuesto. Le anuncio. Pase, dijo señalando hacia el pasillo que conducía al despacho del director.
Aquello demostraba la grandeza del Sr Krueger. Su disponibilidad permanente. No eran necesarias citas o esperas para verle. Era el primero en llegar y el último en marcharse del CIC. Era un jefe ejemplar. Entregado pero serio, firme pero amable. Profesaba por él una profunda admiración. Por eso no podía entender lo que estaba sucediendo, el desprecio que el Centro parecía mostrar hacia mi trabajo.
La secretaria levantó el teléfono para informar al director de mi presencia y yo enfilé el pasillo, largo, muy largo, decorado con fotografías enmarcadas, imágenes de algunos de los éxitos de Krueger durante su tiempo como observador. Newton dando clase en un anfiteatro universitario, desafiante, con las manos agarradas a las solapas de su chaqueta. Rembrandt en su estudio, subido a un taburete enclenque, pintando sobre el enorme lienzo de lo que un día llegaría a ser la La ronda de noche. En otra instantánea reconocí la familiar figura de un Rudolph Hess ya anciano, inclinado sobre unas macetas dentro del invernadero de su prisión. Aquello me hizo recordar de nuevo al traidor de Gunner. Aún podía escuchar los bramidos de los otros observadores felicitándole por su nueva asignación. Aceleré el paso. Llamé a la puerta. La voz del director me invitó a pasar y entré. No era la primera vez que visitaba su despacho. Allí me había recibido cinco años antes para comunicarme de manera oficial mi ascenso a observador de segunda clase. Era una estancia grande, bastante más que cualquier otro despacho que hubiera visto en el CIC. La luz del sol se filtraba por entre las cortinas y se reflejaba en la madera clara de los muebles creando una calidez que proporcionaba paz de espíritu. De inmediato me sentí más calmado.
Buenos días Sr Brünner, cuánto tiempo sin verle, ¿cómo está?, siéntese por favor, dígame en qué puedo ayudarle.
Me acerqué a su escritorio y antes de tomar asiento me llamó la atención la fotografía en blanco y negro que Krueger sostenía entre las manos.
Veo que se ha fijado usted en esto, dijo tendiéndomela.
Se trataba del retrato un hombre joven de labios gruesos. Sus ojos eran pequeños e intensos.
Se llamaba Ettore Majorana, continuó el director. Un físico teórico extraordinario, contemporáneo de nuestro querido Enrico Fermi, tal vez más formidable que él. Un genio inconsciente. Él fue el auténtico descubridor del neutrón y sin embargo no se molestó en publicar sus resultados porque creía que eran obvios. ¿Puede creerlo? Habría ganado el premio Nobel antes de cumplir los cuarenta. Si no hubiera sido porque…
¿Qué pasó?, dije tomando el evidente pie que el director me había ofrecido.
Pues que un buen día se subió en un barco que iba de Palermo a Nápoles. El barco llegó a puerto pero Majorana se esfumó. No se supo nunca más de él. ¿Qué le parece?
Francamente interesante, dije disimulando mi indiferencia.
¿Verdad? Eso me parece a mí también. Algunos dicen que fue secuestrado por los servicios secretos pero lo más probable es que abandonara su carrera científica. Y eso es lo que más me intriga. ¿Por qué alguien renunciaría a un futuro tan prometedor? ¿Se suicidó? ¿Se metió a monje? En fin. Como ve es un caso que me apasiona aunque por desgracia no se encuentra entre las prioridades del CIC en este momento. Aún así podría asignárselo a un observador brillante, alguien de confianza, dijo pensativo, y su mirada se se perdió en algún lugar de la habitación, por encima de mi cabeza.
Señor, de algo parecido venía a hablarle. Acabo de enterarme de que se ha asignado el caso de la muerte de los Baader-Meinhof al observador Gunner y…
Me detuve. El gesto del director cambió de pronto, como si una careta invisible se le hubiera caído del rostro. Apretaba los labios. Su cuerpo había adquirido la rigidez del mármol.
¿Y?, dijo.
Bueno… verá… es una asignación muy importante y me gustaría que estuviese en las mejores manos.
¿Está cuestionando mi decisión, Sr Brünner?, dijo sin dejarme terminar.
En aquel punto me sentía aterrorizado.
No, no, en absoluto Señor Director, pero usted sabe que yo me encargué con diligencia del caso Hess hasta que usted…
Y sabe que se lo agradezco, dijo Krueger algo más relajado. Ha de saber que el ministro quedó muy satisfecho con su trabajo en el caso del telegrama Zimmermann. Venga relájese, hombre. Gunner es un buen compañero y usted sabe tan bien como yo que hará un buen trabajo. Viene recomendado directamente por el director del departamento de IH que le tiene en gran estima. Los equipos de calculadores también están encantados con él. Entienda mi decisión. Dados esos antecedentes usted hubiera hecho la mismo. Es una suerte que podamos contar en el CIC con observadores excelentes como el Sr Gunner y como usted mismo. Por cierto, cuénteme, ¿en que anda metido últimamente?
Su gentileza casi me habia anulado.
Ese es el otro asunto del que quería informarle señor. He recibido un pedido, una asignación sumamente extraña.
¿Extraña? ¿Qué quiere decir extraña? Es una palabra inusual de boca de un observador. Explíquese.
Es difícil de decir. El informe inicial apenas contenía preliminares. Tampoco incluía la fecha ni la localización del escenario. Se trata de un concierto de piano pero no en un auditorio ni en un teatro sino en un apartamento, bastante modesto añadiría. Se me pide que observe a una pareja sin identificar. Tengo dos posibles candidatas pero…
¿Pero?
Es que verá, Señor, no parece que haya nada que sea relevante en esa escena. El pianista merecería estar en un frenopático, eso sin duda. Toca de una manera demencial, como si le poseyeran los demonios, pero más allá de eso no hay nada inusual ni nada que parezca de interés histórico.
Krueger forzó una sonrisa leve, quizá condescendiente.
Pero señor mío, confíe en el Departamento de Cronologías. Confíe. Si le han enviado esa asignación, si la han seleccionado para la cronovisión ha de ser por algo. No dude del sistema. Sabe que nuestros investigadores son los mejores. ¿Ha considerado la posibilidad de que el problema resida en usted?
¿Qué quiere decir?, dije sorprendido.
Por favor, no se lo tome a mal, Brünner, pero en este punto he de hablarle con total franqueza. Usted es un observador brillante y estoy seguro de que tiene un gran porvenir en la cronovisión. Pero también sufre usted de un defecto. He leído sus informes y son todos de una precisión impecable, magnifica. Muestran un amor por el detalle que alcanza la obsesión. Son formidables compendios de información. Muy valiosos. Pero son… como lo diría, demasiado factuales. Usted proporciona prolijas descripciones del escenario y de los objetivos pero nunca entra en su psicología o sus motivaciones. Se limita a describir lo que hacen, qué comen, qué llevan puesto, si suben o bajan. Pero la cronovisión no se trata solo de eso. ¿Qué piensan esas personas? ¿Por qué hacen lo que hacen? ¿Están tristes, alegres, tienen miedo, están preocupados? Si algún día quiere llegar a observador de primera deberá introducirse en la mente de sus objetivos. Para la mayor parte de las asignaciones eso no es necesario pero las más complicadas suelen requerir esta habilidad. Y lamento decirle que Gunner sí la posee.
Aquello me dejó helado. El director no solo se reafirmaba en su decisión sino que además había confesado que Gunner estaba por delante de mi en la carrera por el ascenso. Krueger debió de ver el abatimiento en mi cara y quiso consolarme.
Por favor, no se entristezca. Estoy convencido de que usted puede llevar a buen término esta asignación. Déjeme que le de un consejo. Vaya a casa. Relájese. No recuerdo si estaba usted casado pero supongo que será así. Converse con su mujer, hable de temas intrascendentes con ella. Juegue con sus hijos. No piense más en el CIC ni en todos nosotros. Y cuando vuelva mañana a su puesto mire las imágenes del cronovisor con ojos nuevos. Busque detalles, gestos, actitudes. La pareja que menciona, ¿se hablan? ¿Ha averiguado qué dicen? ¿Cómo se miran? ¿Se tocan? Todo eso es importante y puede ayudarle a encontrar la solución. Cuando lo haga, avíseme por favor. Quisiera saber como termina el asunto.
Alcancé a despedirme de él y regresé cabizbajo a la S20. Apagué el cronovisor y sin ordenar mi mesa recogí mi gabardina del perchero y me marché a casa. Los muchachos aún seguían celebrando la asignación de Gunner. Habían abierto una botella de champán. Tomé el tranvía en Richtung. Me sorprendió la cantidad de escolares que viajaban en él. No estaba acostumbrado a tomarlo a esas horas. Tardó poco en vaciarse. Cuando llegó a mi parada apenas quedábamos cinco viajeros.
Abrí la verja, entré en el recibidor y recogí del suelo los coloridos folletos de restaurantes chinos y turcos que alguien se había molestado en introducir por el buzón de la puerta. Servimos a domicilio. Sin gastos. Las 24 horas. Colgué la gabardina del perchero y dejé las llaves en el cuenquito donde también dejo el suelto que acumulo. No sabía muy bien qué hacer en casa tan pronto. Decidí que comer algo me entretendría. Abrí la nevera en busca de las sobras del día anterior. Un poco de puré de patatas y una salchicha y media. Las introduje en el microondas. El horno se encendió y comenzaron a dar vueltas. Mientras se calentaban pensé en las palabras del director Krueger. Nunca había pensado que la cronovisión pudiera ser como una novela de Dostoyevski. Recordé el entusiasmo del director al hablar de aquel físico italiano. Seguía sin poder comprenderlo. No entendía su fascinación por un personaje que, al fin y al cabo, había tenido una mínima importancia histórica.
El timbre del microondas sonó tres veces, tres pitidos que siempre me han recordado a los de los árbitros cuando decretan el final del partido. Saqué el plato humeante. Lo coloqué sobre la mesa de la cocina y encendí el pequeño fluorescente que yo mismo instale juto encima para no tener que usar el grande. Reconozco que su luz daba a la carne del bratwurst un tono macilento. Comí sin gana. No podía evitar volver a la idea de que si quería obtener el ascenso tendría que entrar en la mente de aquellas personas. Saber no solo quiénes eran o habian sido sino también qué deseaban, qué sentían, qué buscaban. La idea me resultaba incómoda, incluso algo repugnante. Pero era evidente que si quería llegar a ser observador de primera tendría que seguir los consejos del director. Ademas, si Gunner era capaz yo también sabría hacerlo. Finalmente lo había comprendido. Aquella asignación era una prueba, un examen que me había impuesto el destino. Si lo pasaba, me promocionarían. Lo conseguiría. Ya no tenía ninguna duda. El ascenso sería mío. Y cuando llegara a ser observador de primera podría elegir yo mismo las asignaciones. Sería libre para observar lo que quisiera. Lo primero que haría, pensé, sería colocar un aleph en medio del estadio olímpico de Munich y sentarme a ver la final de la Copa de Europa que el Borussia Dortmund ganó a la Juventus en 1997. Qué gran partido. Qué maravilla. Llevo al Borussia en mi corazón, en mi sangre. Desde niño, cuando mi padre me llevaba de la mano al estadio. Era pitar el comienzo y erizárseme el vello. Mi corazón empezaba a latir tan fuerte que creía que iba a desmayarme. Notaba mis oídos vibrar cada vez que la multitud gritaba. Cada gol era un estallido de placer casi insoportable. Por supuesto no llegué a vivir la edad de oro del Borussia, aquella época a finales del siglo pasado con Otmar Hitzfeld dirigiendo desde el banquillo y en la que lo ganamos todo. Tres ligas, cuatro supercopas, una copa de Europa y una copa Intercontinental. Mi padre era un adolescente por entonces y a menudo me hablaba de lo maravillosos que habían sido esos tiempos. Se refería a Hitzfield con mucho respeto, el hombre tranquilo le llamaba, siempre serio, elegante, con su gabardina marrón, y me describía uno a uno a ese puñado de jugadores bravos, Klos, Sammer, Kohler, Kree, Reuter, Heinrich, Lambert, Paulo Sousa, Möller, Riedle, Chapuisat, ay, aún los recuerdo, que doblegaron a la todopoderosa Juventus en la que jugaba un italiano menudo votado como el mejor jugador de Europa y un francés que según decían obligaba al balón a hacer cabriolas imposibles entre sus pies. Sí. Lo primero que haría como observador de primera sería regresar a aquella final histórica, verla desde ese punto preciso desde el que aquel chico cuyo nombre ningún aficionado del Borussia hemos olvidado, Ricken, y que tan solo llevaba dieciséis segundos en el campo, dio un patadón a la pelota que se elevó y se elevó superando al portero, batiéndole, hasta besar la red y llevarnos a la gloria.