Libro de notas

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Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El pastor contratado (Parte 1)

Me llamo Walter Brünner, tengo 42 años y soy observador de segunda clase en el Centro de Investigaciones Cronológicas (CIC) de Dusseldorf, Alemania. Me siento muy orgulloso de trabajar en el centro de Dusseldorf, el tercero más importante del mundo (aunque solo haya tres). Obtuve un puesto allí hace once años y desde entonces he sido promocionado dos veces. Mi especialidad es el siglo XX y en esa sección desempeño mi labor desde hace cinco. Comencé mi aprendizaje como ayudante del ahora director, el Sr Krueger, en la sección dedicada al siglo XVII (S17) y formé parte del equipo que le ayudó en su logro más importante: la descripción íntegra del proceso que llevó a Sir Isaac Newton a formular la Ley de la Gravitación Universal. Aquellos fueron unos días gloriosos y emocionantes. Para comprender hasta el último detalle la evolución del pensamiento del genial físico inglés tuvimos que elaborar una completa cronología de siete años de su vida. Le seguimos a todas partes. Vigilamos hasta el aspecto más ínfimo de su existencia. Le vimos dormir, comer, hacer sus necesidades y otras actividades que no relataré. Quizá les sorprenda, pero el examen a conciencia de la cotidianeidad de los sujetos es muy frecuente en mi oficio. De hecho, lo primero que se aprende como observador, y así lo aprendí entonces, es que la vida de las personas no es más que una concatenación de rutinas banales y tiempos muertos.

Volviendo al caso Newton, aunque la mayoría de la población lo desconozca, la cronovisión opera en tiempo real lo que nos obligó a establecer varios focos de observación y a emplear turnos rotatorios con el fin de comprimir esos siete años suyos en un intervalo razonable de nuestro tiempo. Eran jornadas tan intensas que hasta llegamos a dormir en el CIC. En total fueron treinta y siete meses agotadores. Pero gracias al liderazgo del Sr Krueger el resultado fue impecable. Sin embargo al público eso no le importó en absoluto. Se ignoró el magnífico informe de mil doscientas páginas que elaboramos. El proyecto dejó de importarle a nadie fuera del CIC en cuanto se supo que Newton no había obtenido su brillante idea gracias al legendario incidente de la manzana. Aquella experiencia me enseñó otra gran verdad sobre la cronovisión: Nadie quiere que la Historia le estropee un buen mito.

No exagero si digo que existe una gran incomprensión en la sociedad hacia nuestra profesión. El público ya no nos aprecia. Los historiadores nos odian. Varias religiones nos temen. Los políticos tratan de utilizarnos y los medios de comunicación solo quieren exprimirnos titulares. Al menos las editoriales de libros de texto nos adoran. Y no crean que la vida privada de un observador de segunda clase como yo es mucho mejor. No se nos respeta. No se valoran nuestros años de estudio, los enormes temarios aprendidos, nuestros vastos conocimientos de Historia, Geografía y Antropología. La mayor parte de la gente ahí fuera es muy ignorante y ahora que creen que las “grandes cuestiones históricas” ya han sido resueltas solo somos para ellos unos funcionarios más, parásitos con un sueldo excesivo y un puesto de por vida. Su incomprensión es irritante pero el excesivo interés puede resultar peor. Por ejemplo, siempre anticipé con angustia cada fiesta de amigos a la que se me invitaba. Era inevitable que llegara el momento en el que alguien me preguntaba qué haces, cómo te ganas la vida, y que cuando respondiera todos los invitados se giraran hacia mi y empezaran a pedirme chismorreos sobre tal o cual persona famosa de la que yo nunca había oído hablar, y de nada servía decirles que hay impuesta una moratoria de observación sobre los últimos diez años, una prohibición a la que llamamos El Muro y por la que no se nos permite observar el pasado reciente. No, no sirve de nada. Por eso ya no voy a ninguna fiesta. Supongo que por eso ya no tengo muchos amigos.

Pero me temo que me estoy desviando del tema. Para que puedan entender mejor mi caso creo necesario explicar con algo de detenimiento cómo funciona la cronovisión. Al menos hasta donde yo conozco sobre su funcionamiento. Si desean detalles técnicos será mejor que pregunten a los calculadores.

En un principio el mundo se mostró escéptico ante la afirmación del Padre Pierluigi Ernesti de que en su poder obraba el único prototipo jamás fabricado del cronovisor, que él habría robado de las profundidades de los sótanos del Vaticano aprovechando un descuido de la guardia suiza. Por su traición el Padre Ernesti nunca llegó a ser procesado criminalmente aunque sí fue excomulgado en secreto por Pablo VI. Y es que el Vaticano siempre negó la existencia de aquel aparato con el que según el renegado sacerdote era posible observar el pasado. El artefacto habría sido desarrollado décadas atrás por el célebre físico Enrico Fermi, hombre devoto y pío educado en su infancia por los jesuitas del Colegio de Roma, con el fin de ayudar al Santo Padre a investigar la veracidad histórica de la figura de Jesús de Nazaret e incluso registrar si fuera posible sus ultimas palabras. Las conclusiones de los primeros análisis de veracidad encargados al célebre Profesor Feinberg resultaron alucinantes: aunque rudimentario, aquel aparato era capaz de producir, utilizando enormes cantidades de energía, un haz de taquiones, partículas capaces de viajar más rápido que la luz, y por tanto hacia atrás en el tiempo, cuya existencia el mismo Feinberg había conjeturado teóricamente en su artículo de 1967 titulado On the possibility of Faster-Than-Light Particles, pero cuya demostración experimental se le había resistido en innumerables reveses. Feinberg llegó a una deducción inapelable: El cronovisor podía iluminar el pasado. Si el haz era dirigido y sincronizado para que coincidiera con el punto preciso que la Tierra había ocupado durante su viaje espacial en un determinado momento de la historia sería posible observar lo que allí había sucedido.

Fueron necesarios años de investigaciones, pruebas y fracasos para que se perfeccionara el uso del cronovisor. Su proceso de operación es en apariencia sencillo. Para observar un momento del pasado un equipo de calculadores computa el punto de la trayectoria ya transitada por la Tierra al que se ha de dirigir el haz. Este es disparado y con el impacto se crea una singularidad en el espacio-tiempo a la que se bautizó con el pomposo nombre de aleph. Cuando el aleph está ya colocado es posible adquirir una visión de 360º grados alrededor de ese punto. Se puede mirar a la izquierda, hacia la derecha, arriba o abajo, aunque su emplazamiento no puede ser alterado. Los cálculos han de ser infinitamente precisos. Si los taquiones atraviesan una zona donde orbita (u orbitaba, mejor dicho) una supernova o una nube de materia oscura el haz se comba como una lona tensa bajo el peso una piedra. Como resultado el aleph puede terminar colocado en la ionosfera, en medio del mar, en el interior de una roca o incluso en Marte. Depende de lo diestro que sea el equipo de calculadores con sus correcciones. En este punto me veo en la penosa obligación de denunciar que la calidad de su trabajo ha descendido desde que entré en el CIC. Antes acertaban casi siempre y eran extremadamente profesionales. Ahora es cada vez más frecuente que fallen en sus cálculos y que el observador se quede con cara de tonto mirando una pantalla en negro.

Pero vuelvo a desviarme del tema.

Cuando el cronovisor se declaró operativo al ciento por ciento el revuelo fue enorme. La humanidad estaba ansiosa por saber cómo habían ocurrido realmente la crucifixión, el primer desembarco de Cristóbal Colón en América, la toma de Constantinopla. Querían imágenes del descubrimiento del fuego, de la toma de La Bastilla, del suicidio de Hitler. De repente parecía que la Historia se había hecho visible por completo, que se había convertido en una inmensidad repleta de cajas de regalo esperando a ser abiertas, cajas llenas de secretos de diversa consideración, a veces grandes, otras mundanos. Los profesionales de la observación pronto comprendimos que no era así. Por un lado estaba El Muro, una contención necesaria para evitar las tremendas repercusiones que la posibilidad de observar cualquier evento que acaba de suceder podía desencadenar. Por otro lado estaban las limitaciones de la cronovisión misma. No crean a quienes sostienen que no se ha observado la muerte de Jesús o la vida de Mahoma o la de Siddharta por motivos religiosos o políticos. Lo cierto es que el cronovisor es muy poco útil para analizar la Antigüedad, aunque seguro que todavía recuerdan la publicación en los medios las sangrientas fotografías del asesinato de Julio Cesar o del espectacular incendio de Persépolis a manos de Alejandro Magno. Por lo general las localizaciones que nos ofrecen las crónicas o los textos sagrados son demasiado vagas o están equivocadas o, las más veces, son del todo inventadas (pronto se hizo evidente que Herodoto y Jenofonte no escribían más que cuentos y leyendas). La cronovisión solo es efectiva cuando se trata de observar lugares conocidos. Si no, es una tarea tan imposible como buscar una aguja en el pajar de la eternidad.

Por eso la cronovisión funciona mejor para observar los tiempos modernos. Y eso es precisamente lo que la gente quiere: Averiguar quién asesinó a Kennedy (como casi siempre una revelación decepcionante). Comprobar cómo la ineptitud derrotó a Napoleón en Waterloo. Obtener las dramáticas imágenes de los últimos momentos de Scott en su pugna por alcanzar el Polo Norte. Resolver el enigma de Kaspar Hauser o examinar los increíbles contenidos del equipaje que Lenin portaba en el tren que le llevó a Rusia en 1917. En comparación, descubrir que a Winston Churchill le gustaba vestirse de mujer por las noches resultaba un hallazgo ridículo.

Eso, lo descubrí yo.

Santi Pagés | 13 de agosto de 2011

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