Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Un día de rebajas cualquiera, los almacenes, grandes y exclusivos, muestran sus piezas a un puñado de personas que como visitantes de museo caminan lentamente por sus galerías vacías, explorando con curiosidad cada estante etiquetado con su autor apropiado, Gucci, von Furstenberg, Cavalli, como si se trataran de Monet o Goya, sintiendo ante ellos similar admiración. Las telas insólitas, los ropajes suntuosos, y también la mediocridad más pura, componen estos restos de una raza extinta, de un linaje de seres míticos, de titanes que según cuentan las leyendas podían permitirse las tres cifras, en ocasiones cuatro, de aquellos precios primeros de la Edad de Oro. No queda sin embargo de ellos rastro alguno. Solo pueden divisarse, aparte de antropólogos aficionados como R y yo, carroñeros avariciosos que ansían los sucesivos tachones en rojo, la cuenta descendiente de números de las etiquetas.
Pero al otro lado de la calle, en el templo de la raza efímera, en el almacén de altas paredes blancas, atiborrado y estentóreo, los sacerdotes de lo instantáneo muestran sus retablos repletos de colores estridentes y combinaciones imposibles, de tallas vestidas de atrevimientos feroces e ingenuidad lasciva.
Ya no tengo edad para esta ropa, me dice R con la sorpresa de quien comprueba que le han birlado la realidad en un pestañeo, de quien se siente apartado del mundo de repente.
Bienvenida a la raza de los aburridos, de los redundantes, de los mansos.