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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

Escrituras en verano II

Una de piratas

Hombre, lo más divertido de la polémica es que tenían razón, pretendía hacer daño. Si de algo me arrepiento es de no haber hecho el suficiente. Todo lo demás fue regocijo: que se me considere un traidor, un hombre sin fe en la comunidad, me acerca a esa figura tan querida por mí del apátrida, que desapareció al tiempo que desaparecía el mundo que la hacía posible, el mundo dual que conocimos con el nombre de guerra fría. En un mundo dual todo era más fácil: la traición era más dulce, la fidelidad más expectante, y existía la posibilidad de un tertium datur, incluso de un cuarto, y aún más: occcidental, oriental, no alineado, apátrida, nómada, solitario, único. La lógica aristotélica podía ser desafiada; ahora vivimos en esa forma de restricción lógica que llamamos globalización, en la que secundum non datur. Ahora hay refugiados o asilados, pero no apátridas. Hay filtraciones, pero no hay espías. Un muchacho ante un ordenador descargando información y difundiéndola a su vez no es un espía. No hay secreto, no hay coacción, no hay violencia en ese acto. Ni siquiera hay desafío al poder, porque no es verdad que exista eso. El poder. Existe la violencia y la coacción, que muchas veces confundimos con el poder, o abstraemos mediante ese concepto. Poco importa por qué medios alguien adquiere la capacidad para ejercer la fuerza, para dirigir, para castigar, para coaccionar. La democracia es en sí misma una escenificación del orden, la palabra de escape de quienes ejercen el dominio sobre los demás. La gente celebra el orden mediante los rituales democráticos, pero incluso desde las instituciones se desdramatiza el poder, su consecución o su pérdida, enfocando exclusivamente su carácter ritual, la fiesta de la democracia, durante la cual los políticos compiten entre sí por una precedencia visible. No son disputas políticas; están preocupados por el status, no por el proceso. Lo mismo puede decirse sobre la actitud de las grandes empresas y los grandes empresarios hacia sus dominios: riqueza para ser usada suntuariamente, para ser descrita en cualquier medio de comunicación, para ser exhibida, al fin. Y esa exhibición no es sólo dispendio, gasto, lujo o posición. Son actos de poder. La democracia o las revoluciones son la rueda de la fortuna con que restablecemos la desigualdad, son un ejercicio mancomunado de violencia y coacción, pero lo que cambia es quién lo ejerce, no lo que sucede. Tendemos a creer que la corrupción consiste en un ejercicio abusivo del gobierno, como un subproducto indeseable de una democracia de baja calidad, y no como lo que es: el ejercicio de la violencia y la coacción, el ejercicio del poder en su forma más pura. Y claro que nos gusta que caigan los poderosos, que sean a su vez violentados y coaccionados –«la gent s’alegra de novitats, majorment de novella senyoria»–, porque el orden presupone la disparidad y la prelación, y si éstas desaparecen, el orden, en realidad, ya no ordena nada, y desaparece su capacidad consolatoria.

Josep Izquierdo | 12 de julio de 2013

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