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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

¿Privacidad? Esperen, que me da la risa

Había misterios. Teológicamente hablando, un misterio es lo que Dios sabe y el hombre no. La inmortalidad del alma era un misterio, y el inicio de la vida humana, el momento en que se unían el cuerpo y el alma, era otro misterio. La Gracia de Dios era uno más: por eso los reyes eran reyes por su gracia, y sus decisiones no podían ser discutidas porque concernían al misterio del poder real. Hasta que llegó la revolución americana y mandó a parar: los gobernantes republicanos podían confiar en Dios, pero la confianza en Dios no es ningun misterio divino, a lo sumo uno muy humano. Las repúblicas y las democracias modernas dejan de ejercer el poder con la coartada del misterio (de reyes por la gracia de Dios a presidentes por la voluntad popular), y el misterio se seculariza. El misterio ya no es el conocimiento divino, sino algo aparentemente sobrenatural e inexplicable cuya causa y razón será evidente cuando se lo observe con la suficiente acuidad: Poe lo pondrá blanco sobre negro en sus narraciones, poniendo (él y Arthur Conan Doyle, y Wilkie Collins…) la primera piedra de la imbricación, durante la modernidad, de la ciencia con la policía y con el poder, instaurando la novela policial como el género novelístico por antonomasia de la modernidad popular. Hasta nuestros días, en que, con todas las mutaciones y transformaciones pertinentes, sigue reinando.


Con la forma republicana de gobierno el misterio divino se convirtió en publicidad, que originalmente designa aquello que es público, conocido por todos, como no puede ser de otra forma en una democracia. Lo contrario de la publicidad, en este sentido, es el secreto. El secreto es secular, profano, siempre temporal. La variante de la novela policial que es la novela de espías se ampara en este cambio, y adquiere alguna de sus características señeras: los espías son seres siempre al borde del abismo existencial por su naturaleza contradictoria. Su labor es la protección del secreto propio y el desvelamiento del ajeno en democracia, en un estado de publicidad, en el que se supone que no debería haber secretos que proteger ni secretos que desvelar. De ahí también, la variante “espia bueno, perteneciente a los servicios secretos de una democracia occidental que trata de desvelar los secretos de una dictadura”. Toda la literatura de espías que produjo la guerra fría se puede incluir en esa variante, y en los problemas que conllevaba (Graham Greene, John Le Carré…), que a su vez podemos resumir, con el título del cuento de Borges, como el Tema del traidor y del héroe.


Es curioso que Europa en general conserve sin demasiado pudor léxico la dicotomía entre publicidad y secreto (expresiones como Top secret, instituciones como la Comisión de Secretos Oficiales…) mientras que en el origen de nuestras democracias modernas, la democracia americana, el secreto tiene un eufemismo que se ha hecho popular entre nosotros con posterioridad gracias a su fenomenal maquinaria audiovisual. Allí, oficialmente, los asuntos no son “secretos”, sino que están “clasificados”. Clasificados como secreto, obvio, pero no se enuncia el resultado, sino la acción. Los americanos son conscientes, incluso cuando lo ejercen, de la contradicción inherente al secreto de estado si se trata de un estado democrático.


Si para las democracias modernas, al menos en su origen, la publicidad (eso que ahora llamamos transparencia) es una característica fundacional del contrato social democrático, la privacidad ya es otro cantar. Para empezar, recordemos que el concepto “privado”, o “vida privada”, no ha existido como tal hasta mediados del siglo XIX, o incluso más tarde, y sólo aparece como derecho que debe ser defendido muy a finales de ese mismo siglo. La conocida Historia de la vida privada de Ariès y Duby fue acusada tempranamente de proyectar sobre el pasado un concepto exclusivamente decimonónico por razones puramente comerciales. Los títulos que mejor encajaban con su contenido, Historia de la vida cotidiana, o Historia de la vida doméstica no tenía la capacidad de evocación que en la clase media educada (en la burguesía moderna) tenía el primero, como su éxito comercial demostró.


La privacidad es el producto de las revoluciones burguesas alimentadas por el romanticismo rompiendo con el antiguo régimen y el comunitarismo que lo caracterizaba. Frente al pueblo comunal, indistinto, del antiguo régimen se enfatizaba ahora la individualidad, la familia nuclear y, sobre todo, la soberanía personal, que progresivamente chocarán con la publicidad inherente a los nuevos regímenes democráticos y con las novedades tecnológicas que la hacen posible. El manifiesto fundacional del derecho a la privacidad, publicado en la Harvard Review of Law en 1890 por Warren y Brandeis suena increíblemente contemporáneo:


"La intensidad y la complejidad de la vida que acompañan el avance de la civilización, han hecho necesario cierto retiro del mundo, y el hombre, bajo la influencia refinadora de la cultura, se ha vuelto más sensible a la publicidad, por lo que la soledad y la privacidad se han vuelto más esenciales para el individuo; pero la empresa moderna y la invención [esto es, las innovaciones tecnológicas], a través de invasiones de su vida privada, lo han sometido al dolor mental y el sufrimiento, mucho mayor que el que le pudiera ser infligido mediante meras lesiones corporales (…) Las fotografías instantáneas y las empresas de periódicos han invadido el recinto sagrado de la vida privada y doméstica, y numerosos dispositivos mecánicos amenazan con hacer buena la predicción de que ‘lo que se susurra en el armario, se proclamará desde las azoteas’.”


No puedo dejar de notar la clarividencia de los autores, que, conscientes o no, ligan publicidad, empresa e innovación tecnológica como signo de los tiempos modernos, aunque lo que alegan contra ellas, la intensidad y la complejidad de esos mismos tiempos, sea también la condición necesaria para la aparición de la economía industrial del XIX y del XX. Dicho de otro modo, son las dos caras de la misma moneda. No hay privacidad sin publicidad, y viceversa, y por ello ambas fueron fundamentales para la implementación de lo hemos convenido en llamar la modernidad económica y social.


Pero, esa dicotomía entre publicidad y privacidad, ¿sigue siendo necesaria para la vida tras la modernidad? A mi me da que no. Que ya no es necesaria, y que la publicidad avanza con paso firme laminando a su paso los jirones de privacidad que todavía conservamos como reliquias de la modernidad, como los estados democráticos conservan a través del secreto algo de su esencia teológica fundacional. Nuestra privacidad se desvanece en la red con nuestra activa colaboración, pero también la de los estados, incapaces de poner puertas al campo (o de ponerlas solo a título de inventario). Puede que la privacidad moderna haya sido un paréntesis, necesario pero reversible, en un devenir humano que ha prescindido de ella durante miles de años y que parece abocado a prescindir de ella en el futuro. Y no es que me alegre, pero, como hombre moderno, puede que simplemente sea demasiado viejo, y esté demasiado cansado, para entender el mundo que vendrá.

Josep Izquierdo | 28 de junio de 2013

Comentarios

  1. Cayetano
    2013-06-29 18:24

    Solo un dato, más de 70% del tráfico en la Red son datos inaccesibles al control de los gobiernos y subiendo.

  2. Cayetano
    2013-06-29 23:41

    Yo empezaría a preocuparme: Datos sanitarios públicos en manos de aseguradoras privadas


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