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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

¡Danzad, danzad, malditos!

Una reciente sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Valencia ha establecido definitivamente que el Teatro Romano de Sagunto, la más bella de cuantas infraestructuras culturales se han construido en Valencia desde el advenimiento de la democracia, no será derribado. Que la obra de los arquitectos Grassi y Portaceli permanezca incólume aún es prácticamente un milagro, después de que el PP de la Comunidad Valenciana hiciese bandera de su derribo cuando era oposición, y que le haya costado catorce años rectificar. Ahora bien, todo apunta a una muerte cercana, al momento en que un teatro dejará de ser un teatro para convertirse, con suerte, en una sala de baile. Parece que el PP, tras reclamar su derribo, prefiere que el zombi viva lo suficiente como para ser ellos mismos quienes le propinen el tiro de gracia, por su propia mano, del mismo modo y por la misma razón por la que se mata a los caballos cojos: por piedad, pero no la que sentimos por el animal, sino la que sentimos hacia nosotros mismos, incapaces de contemplar el dolor.

En Valencia, el caballo cojo se llama teatro. Un hermoso caballo hacia finales de los 60 y los 70, que con la llegada de la democracia y juntamente con ella de los medios de masas, fue languideciendo durante los años de gobierno socialista hasta llegar en condiciones calamitosas, pero aún con algún aliento, a los gobiernos populares. Más hubiese valido que una mano amiga le hubiese dado el tiro de gracia entonces, porque lo que vino después fue una condena a muerte por inanición. Peor, una suerte de pena infernal en que el teatro valenciano era obligado a contemplar como los recursos se utilizaban para engordar a las orondas compañías teatrales foráneas, y los circuitos teatrales para mantener en sus puestos de trabajo a programadores cuya única divisa y mérito era llenar salas con espectadores encandilados con espectáculos y actores directamente sacados de la televisión o del cine.

¿Qué le molesta al PP valenciano del teatro? Sin duda, la palabra. Tras años poniendo y quitando directores generales de teatro a medida que éstos caían en la cuenta, y decían, que a sus jefes el teatro les importaba una higa siempre y cuando no pusiera en cuestión su modelo político, social y cultural, en cuyo caso era sumamente importante cortar cabezas, por fin encontraron la solución: la danza. Es bonita, es minoritaria y, sobre todo, es muda, con lo cual puedes atribuirle cualquier significado. Incluso el primero que te pase por la cabeza en cuanto el periodista te mete el micro con alevosía. Y así te evitas el bochorno de decir cosas como ésta: “Hamlet es un texto soberbio, obra clave de la dramaturgia de Shakespeare, salpicado de temas con calado sobre los que el espectador no puede dejar de reflexionar”.

Tal vez “reflexionar” sea la palabra clave. Sloterdijk traza una línea para medir la moralidad de nuestras acciones, y establece un imperativo ético que distingue a aquellos que fluyen con la corriente mediática y son meros transmisores de energía que jamás controlan, de aquellos que “interrumpen” la corriente y modifican o redireccionan la energía; es decir, la línea entre el individuo y la masa: “Es precisamente aquí donde cabe cifrar la misión del filósofo en la sociedad, si se me permite por un instante hablar en unos términos tan enfáticos: demostrar que un sujeto puede ser interruptor de la in¬formación, y no un simple canal de transmisión que sirve de paso a las epidemias temáticas y oleadas de excitación. Los clásicos expre¬saban esto con la palabra reflexión. “ Puede que a la directora de Teatres de la Generalitat, Inmaculada Gil-Lázaro, no le sea exigible el arte filosófico, pero sí algo de reflexión. De redireccionamiento de la energía, de control de su flujo, vaya. O puede que sí lo haya, que exista reflexión, y que ésta sea que el teatro es un tostón insoportable que exige escuchar e interpretar lo escuchado, con lo cual me aprendo una fórmula que igual sirve para Shakespeare que para Muñoz Seca. O para el infausto Calderón que programó en febrero en el Teatro Principal de Valencia, indigno incluso de una gira pueblerina.

Por si alguien tuviese interés en denunciar la situación desde la escena, en convertirse en modificador o redireccionador de esta corriente de energía negativa, les ofrezco el argumento de una obra:

Valencia 2009, en plena crisis económica, está en boga un cruel espectáculo, los maratones de baile, durante los cuales multitud de desempleados desesperados bailan durante días atraídos más que por el dinero del premio para quienes resistan más, la mera posibilidad de tener la comida asegurada al menos mientras dure el concurso.

En uno de estos espectáculos, organizados y presentados por el ambiguo empresario mediático Xavier Sardá, en un plató televisivo ambientado como salón de baile en el muelle de Valencia, participan Gloria, una joven que ya ha sido derrotada por la vida, Alfonso, que participa a pesar de sí mismo y aparece casi por casualidad cuando Gloria se ha quedado sin pareja, y un grupo de aspirantes a actores, que incluyen a la argentina Alicia, vestida de noche con un brillante traje color platino, como Jean Harlow, un hombre en uniforme de marinero, visiblemente mayor que sus contrincantes, y una mujer embarazada y su marido, que han sido desahuciados.

El concurso, que comenzó con cien parejas, continúa durante varios días y se convierte en una masacre, en la que los competidores llegan a sus límites físicos y psicológicos, hasta el completo agotamiento, hasta el punto de continuar en un estado de semiconsciencia, un cuerpo apoyado en el otro, sin que puedan realmente relajarse durante las pausas breves, en un sombrío dormitorio, mientras que las comidas se consumen en la pista de baile. Sardá utiliza cualquier oportunidad para reavivar lo que Alfonso dice explícitamente que es un espectáculo, no un concurso. Inventa un pasado a los concursantes, organiza números musicales más o menos improvisados, y les obliga a participar en la más devastadora de las pruebas, el “derby”, diez minutos de carrera de eliminación.

Superadas las mil horas (más de cuarenta días), la pareja Gloria-Alfonso se divide cuando ella cree que ha hecho el amor con Alicia (aunque en realidad tan sólo se ha mantenido pasivo ante el atrevimiento de la argentina), se confiesa a Sardá, quien la ha adoptado desde el principio, y deja a Alfonso por el compañero de Alicia, pero se queda sola cuando éste se retira porque le han ofrecido un trabajo de figurante en La alquería blanca. El colapso de la pareja del marinero le permite continuar la carrera con él hasta el dramático derby de las 12.00 horas, cuando literalmente lo arrastra hasta la línea de meta sin darse cuenta de que había muerto de un ataque al corazón. Mientras Sardá oculta lo sucedido a la opinión pública, Alicia, agotada psicológicamente, se conmociona por la tragedia que ha visto y tiene una violenta crisis nerviosa.

Por lo tanto, Gloria y Alfonso se encuentran juntos de nuevo, una situación que Sardá quiere aprovechar para impulsar el espectáculo, incluso intenta conseguir que se casen en la pista. Pero antes de llegar a este punto, Gloria descubre que el último premio es un timo (los ganadores han de pagar los gastos ocasionados a la organización para su mantenimiento) y, tras comprender que ha sufrido la enésima derrota de su vida, no sólo decide retirarse de la carrera, sino acabar con su vida. Para ese último gesto de desafío pide a Alfonso que sea él quien apriete el gatillo por ella.

Preguntado por la razón de que accediera, Alfonso contesta: “¿no lo hacemos con los caballos?”, mientras la maratón sigue como si nada hubiera pasado, aún con cuatro parejas en la pista.

Incluso se puede vender como un remaque teatral de ¡Danzad, danzad, malditos!, de Sidney Pollack (1969), originalmente titulada They Shoot Horses, Don’t They?. De hecho, lo es.

Josep Izquierdo | 01 de mayo de 2009

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