A través de sprites polvorientos y bajo viejos y olvidados comandos de basic, Francisco José Palomares, arqueólogo de los 8 bits y soñador profesional, nos trae los días 9 de cada mes el fruto de sus investigaciones, centradas en la búsqueda del rastro del legendario héroe Johnny Jones. Su intención: reconstruir lo más fielmente posible la memoria sentimental de una generación fascinada por los gráficos simples, los casetes llenos de pitidos y la música en MIDI.
Diez años atrás, si alguien me hubiera dicho que saldría en la foto de mi perfil en LdN con una camiseta de Iced Earth, no me lo habría creído. Bueno, de hecho mi reacción inicial habría sido más bien del estilo de “¿la foto de mi perfil en el libro de quién?”. Hace diez años LdN no existía, al igual que la mayoría de piezas que forman esa maraña de información que hoy conocemos como Internet. Ni siquiera existían cosas que parecen tan básicas hoy en día como Wikipedia o Google. En el 1996, año de mi ingreso en la universidad, tanto Internet como mis gustos musicales estaban en plena evolución, para mejor o para peor.
Antes de mi llegada a mi querida (y a veces odiada) UAB, la banda sonora de mi vida era más bien poco variada, y desde luego tenía poquito que ver con el heavy metal. En el cassette del coche de mis padres lo más duro que se podía escuchar era un viejo recopilatorio de los Beatles, y los Greatest Hits de Queen, aunque lo más normal era que sonara gente como Mecano o Víctor Manuel. Mis favoritos por entonces eran Queen, gracias tanto a la guitarra de Brian May como a la voz prodigiosa de Freddie Mercury. A partir de ahí, gracias en buena parte a la colección de discos en préstamo de la biblioteca de mi pueblo, fui ampliando un poco mis horizontes musicales, añadiendo a mis favoritos a gente con sonidos tan dispares como Mike Oldfield, Dire Straits, The Offspring, o Smashing Pumpkins. En 1996, un grupo ligeramente famoso del que quizás os suene el nombre llamado Metallica sacó al mercado su primer disco de estudio en cinco años. Nunca me habían interesado especialmente, pero después de ver el video de Until It Sleeps en la tele (siempre, siempre es culpa de la tele), me llamaron la atención. Mis oídos se habían ido acostumbrando poco a poco a guitarras cada vez más potentes y a voces cada vez menos melódicas (de eso se encargó Billy Corgan, a quien mi madre confundió una vez con un gato sometido a tortura), por lo que el choque cultural no fue tan fuerte. Load fue mi primer disco de metal, y poco después le siguió Reload.
Y entonces llegó la universidad. Nuevas materias, nuevos profesores, y sobre todo, nuevos amigos con nuevos gustos musicales. No tardé demasiado en conocer a algunos de los metaleros de la facultad, que accedieron a ayudarme a conocer mejor el mundillo del heavy con la gracia y finura que caracteriza generalmente a los amantes de este género músical (“¿Pero cómo escuchas esa basura de discos? ¡Metallica no han hecho nada más que mierda desde que murió Cliff! Ya te enseñaré yo lo que es el metal de verdad...”). Lo más triste es que tenían razón: resulta que mis discos de iniciación en el rock duro eran más bien malos, y definitivamente horrendos si se los comparaba con casi todo lo que Metallica habían hecho en su época dorada de los 80. Gracias a estos nuevos amigos, conocí otros grupos y otros subgéneros del heavy, y poco a poco me fui poniendo al día.
Vale, ya podéis decirlo: “¿Qué narices tiene todo esto que ver con una columna sobre videojuegos?”. Paciencia, jóvenes padawans, todo tiene su explicación.
Ese mismo año fue el de mi primer contacto con Internet, gracias a las salas de ordenadores de la facultad de ciencias de la UAB. Trasteando con aquellos aparatejos que aún funcionaban bajo MS-DOS y Windows 3.11, aprendí qué era un e-mail, una página web, un chat o un MUD (cuántas horas perdidas…). En aquella época en que tener un módem en casa era una rareza, las grabadoras de CD eran un lujo, la tarifa plana no existía, y las redes P2P no habían sido inventadas, se convirtió en costumbre ir arrastrando una caja de 10 diskettes vacíos de casa a la universidad, y llevarlos de vuelta cargaditos de material lúdico descargado (legalmente o no) de la red de redes. Bueno, y alguna que otra práctica de alguna asignatura de vez en cuando.
Uno de esos días, paseando por la “pecera” en busca de un ordenador libre, vi algo curioso en una de las pantallas: una especie de laberinto formado por caracteres ASCII por el que se movía una arroba. En un principo pensé que se trataba de una práctica de alguna asignatura avanzada, pero cuando me acerqué y miré con más atención, vi que otras letras también se movían por la pantalla, que en un lateral aparecían una serie de números y textos sospechosamente parecidos a una ficha de personaje de un juego de rol, y que en la parte superior se podían leer mensajes sobre combates, tesoros y niveles ganados. No había duda, aquella cosa extraña era un juego. Y el juego en cuestión se llamaba Angband.
Investigando con la ayuda del vetusto Netscape Navigator (ya por entonces Internet Explorer era una mala opción) y del buscador de moda de la época, Altavista, averigüé de qué iba aquello. Angband era uno más de una gran familia de juegos que se remonta hasta el 1980, año de aparición de Rogue. Rogue era un sencillo juego de rol para sistemas Unix (más tarde adaptado a prácticamente todos los sistemas de la época), en el que el jugador debía descender niveles de una mazmorra hasta alcanzar el fondo, donde se hallaba el Amuleto de Yendor, recogerlo y llevarlo de vuelta a la superficie. Por el camino, por supuesto, monstruos variados harían lo posible por merendarse un rico snack de aventurero, tesoros y objetos de todo tipo esperarían con paciencia infinita que alguien los encontrara y utilizara, y alguna que otra trampa se reiría por lo bajo, pensando en lo gracioso que quedaría ese guerrero que se acercaba sigilosamente esparcido a lo largo de los doce metros de largo de la pared de enfrente. El día a día de cualquier mazmorra que se precie, vamos.