A través de sprites polvorientos y bajo viejos y olvidados comandos de basic, Francisco José Palomares, arqueólogo de los 8 bits y soñador profesional, nos trae los días 9 de cada mes el fruto de sus investigaciones, centradas en la búsqueda del rastro del legendario héroe Johnny Jones. Su intención: reconstruir lo más fielmente posible la memoria sentimental de una generación fascinada por los gráficos simples, los casetes llenos de pitidos y la música en MIDI.
Últimamente da la sensación de que cada vez que soplamos sobre la proverbial capa de polvo que cubre a nuestras antiguallas videojueguiles favoritas, lo que encontramos debajo es un montón de huesos viejos, algún que otro sarcófago lleno de arena y cierto olor a muerto. No por los juegos en sí, por supuesto, los clásicos son clásicos precisamente porque siguen vivos y vigentes hoy en día. Pero las compañías y equipos de desarrollo que los crearon sí tienen cierta tendencia a haber pasado a mejor vida, o a haber sido fagocitados por el megagigante industrial del entretenimiento digital de turno, o a haberse convertido en poco más que una sombra de su anterior gloria. Da un poco de penita, la verdad.
Por suerte, hoy toca invertir esa tendencia. La compañía de la que hablaremos hoy no sólo sigue vivita y coleando, sino que mantiene su independencia y sigue logrando grandes éxitos de crítica y venta en la actualidad. Hay que reconocer, sin embargo, que la capa de polvo que cubre los primeros títulos de nuestros protagonistas de este mes es bastante más fina que lo que se acostumbra a ver por estos lares. Vamos, que hoy dejaremos un poco de lado la Edad Dorada (así, con mayúsculas) de los ochenta para centrarnos en la década de los noventa, en la que los ordenadores y consolas de 16 bits empezaban a dominar el mercado casi completamente, arrinconando a los obsoletos pero nunca olvidados 8 bits.
El cambio generacional estaba en marcha, y en ese convulso escenario del año 1991 en el que muchas compañías clásicas nada preparadas para adaptarse al nuevo entorno encontraron su fin, surgió un pequeño estudio de desarrollo afincado en Los Ángeles llamado Silicon & Synapse. Sus fundadores eran tres recién graduados de UCLA llamados Michael Morhaime, Allen Adham y Frank Pearce, y sus primeros meses como compañía del sector fueron dedicados a adaptar algunos títulos de éxito a los sistemas que empezaban a dominar el mercado bajo el paraguas de _Interplay. Suyas son, por ejemplo, las versiones Amiga de Battle Chess II, J.R.R. Tolkien’s The Lord of the Rings, Vol. I y Castles. Pronto llegaron sus primeros títulos originales, empezando con RPM Racing, un algo mediocre juego de carreras violentas para Super Nintendo, y continuando con los que serían sus primeros grandes éxitos: Rock n’ Roll Racing y The Lost Vikings.
El primero seguramente sea recordado por muchos jugadores de consola de la época como uno de los mejores juegos de carreras que el propietario de una Super Nintendo se pudo echar a la boca. Divertido, completo y lleno de variedad, incluía una banda sonora con clásicos del rock como Highway Star o Born to be Wild. Sin embargo, su fama palidece ante la de su inmediato predecesor, The Lost Vikings, uno de esos pequeños clásicos de principios de los noventa cuya influencia aún se deja notar hoy en día en éxitos como Trine y su reciente secuela. Igual que en su sucesor espiritual, debemos combinar las distintas habilidades de los tres vikingos protagonistas para superar los diferentes obstáculos que se encontrarán en su camino hacia la libertad, en un curioso y simpático híbrido de juego de plataformas y puzzle que resultó ser todo un soplo de aire fresco para ambos géneros, bastante estancados por entonces.
Con dos éxitos de crítica y ventas en su haber tras sólo dos años de existencia, Silicon & Synapse afrontaban el futuro con optimismo, con nuevos propietarios y con un nuevo nombre, que quizá os suene a todos un poquito más que el original: Blizzard Entertainment. 1994 fue el año clave en la vida de esta compañía, ya que no sólo se rebautizaron entonces, sino que también vio la aparición de sus primeros juegos bajo la nueva etiqueta, y con ellos demostraron que seguían tan finos en lo suyo como antes de cambiar de nombre. Blackthorne, por ejemplo, es un juego de plataformas con toques de aventura de gran calidad, muy en la vena de clásicos como Prince of Persia o Another World aunque con una ambientación futurista y montones de acción y disparos de por medio. No anduvieron tan acertados con The Death and Return of Superman, un juego de acción del montón que aprovechaba el tirón de la muerte más famosa de la historia del cómic de superhéroes, pero aún así imagino que las ventas serían bastante jugosas, como acostumbra a pasar con este tipo de licencias.
Ambos palidecen, sin embargo, cuando se les pone al lado del que sería uno de los bombazos de 1994. Y ojo, que estamos hablando de un año en el que aparecieron medianías del nivel de Doom II, EarthBound, TIE Fighter, Super Metroid, System Shock, Master of Magic, Jagged Alliance, UFO: Enemy Unknown y Sensible World of Soccer, por nombrar a unos cuantos. Pero WarCraft: Orcs & Humans logró por méritos propios codearse con semejante elenco de superestrellas, e incluso superar a muchas de ellas en lo que a influencia, legado y vil metal se refiere. Y es que estamos hablando de uno de los primeros grandes clásicos en un género en plena eclosión por entonces, la estrategia en tiempo real.
Como uno de los pioneros del género que dominaría el mercado en la segunda mitad de los noventa mano a mano con los shooters en primera persona, y siguiendo la estela de _Dune II: the Building of a Dinasty, WarCraft introdujo muchas novedades que se convertirían en estándar de ahí en adelante. Algo tan básico como la necesidad de cosechar dos tipos de recursos diferentes (oro y madera en este caso) se convertiría en algo básico para sus múltiples sucesores e imitadores. Más importante si cabe son sus posibilidades multijugador, algo prácticamente inexistente en sus predecesores y que fue uno de los grandes motivos de su éxito. Sin embargo, la gran baza de WarCraft no fue otra que combinar un género accesible y complejo a la vez como la estrategia en tiempo real con una ambientación e historia típicas de cualquier fantasía épica al más puro estilo Tolkien. En este caso, el jugador debe tomar partido por uno de los dos bandos en una guerra genocida entre orcos y humanos, los primeros invadiendo el reino de Azeroth de los segundos a través de un misterioso portal oscuro.
WarCraft fue mi primer juego de este tipo, llegando en el momento justo en el que di el salto de mi vetusto MSX a mi no tan vetusto 486, y lo recuerdo con especial cariño, pero hay que reconocer que sólo un año después ya se había quedado anticuado. Y no fue sólo porque el género avanzaba a pasos de gigante, ni siquiera porque Westwood reventó el mercado con Command & Conquer, el sucesor espiritual del clásico Dune II. No, la culpa fue de la misma Blizzard, ya que sólo necesitaron de un año para superarse a sí mismos y publicar el que es, sin lugar a dudas, mi juego de estrategia en tiempo real favorito de todos los tiempos. Por supuesto, hablamos de Warcraft II: Tides of Darkness.
Mientras que WarCraft era un título de calidad más que buena, pero al que se le nota mucho hoy en día el haber llegado muy pronto en la vida del género, Warcraft II bebe de la experiencia acumulada por su predecesor, además de mejorarlo en todos los aspectos y de añadir muchas novedades a la mezcla final. Lejos de ser el típico “más de lo mismo” que se podría esperar de una secuela publicada tan cerca en el tiempo del título original, Warcraft II rompe moldes añadiendo unidades aéreas y marítimas, lo que provoca un cambio global en la estrategia a usar tanto contra la máquina como contra otros humanos (¡u orcos!). Hablando de humanos, el componente multijugador fue potenciado aún más, permitiendo partidas de hasta ocho jugadores simultáneos. Y os puedo asegurar que hay pocas cosas más divertidas que un “cuatro contra cuatro” de Warcraft II, sobre todo si da la casualidad de que todos los jugadores están en la misma sala y se pueden insultar en directo. Cuántas horas perdidas después de (y durante) clases en la sala de ordenadores del Centro de Cálculo de la UAB, dios mío…
Probablemente, este fue el comienzo de la Blizzard moderna tal y como la conocemos hoy en día. Con la excepción de la secuela de The Lost Vikings, publicada en 1997, todos los juegos de Blizzard desde Warcraft II hasta nuestros días han sido parte de una de sus tres grandes sagas: Warcraft, que ya conocemos, y que aparte de una bastante buena tercera parte ha generado el juego multijugador online más exitoso de todos los tiempos, World of Warcraft StarCraft, la versión futurista de Warcraft, cuyo éxito como juego multijugador le ha llevado a convertirse en el deporte nacional de Corea del Sur; y Diablo, el homenaje de Blizzard a los roguelikes de toda la vida, pero en tiempo real y con un acabado técnico de aúpa, y el responsable de que más de uno descubriera que el botón izquierdo de su ratón podía romperse por exceso de uso. Yo, en cambio, descubrí esa gran verdad con TIE Fighter. Adelantado que es uno.
Vamos, que Blizzard se han convertido en todos unos especialistas en explotar sus éxitos hasta el infinito y más allá. Pero la verdad es que se lo pueden permitir, y salvo algún que otro tropiezo menor (Diablo III fue bastante decepcionante teniendo en cuenta el tiempo de espera, la verdad) sus juegos han mantenido un nivel de calidad muy alto, lo que les ha llevado a convertirse en unos de los grandes “gurús” del mundillo. Hasta pueden permitirse desarrollar sus juegos durante años y años sin más fecha límite que “cuando esté acabado” y nadie se queja demasiado. Ahora unidos a uno de los grandes monstruos del sector, Activision, y con nuevos potenciales bombazos a la vista como el proyecto Titan (otro MMORPG) o Blizzard All-Stars (su respuesta a DOTA 2 y League of Legends) queda claro que tenemos ventisca para rato. Que ya se agradece un poco de fresquito con los calores del verano, ya…