Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
Parte I: No están todas las que son
La presentación del Diccionario de la Lengua, buque insignia de la Real Academia Española, explica que “especial cuidado ha de poner en [reflejar la evolución de la lengua] el Diccionario académico al que se otorga un valor normativo en todo el mundo de habla española”.
Debe entenderse por “normativo” que todas las palabras que incluye se suponen parte integrante del idioma y que lo son en la forma y concepto que allí se inscribe (diferénciese de un diccionario “de uso”, que atiende al manejo cotidiano y práctico de los vocablos frecuentes antes que a su pureza lingüística, excluyendo rarezas y cultismos).
Pero además, la cualidad de normativo pretende que del léxico registrado han sido voluntariamente excluidos aquellos términos considerados incorrectos o no pertenecientes al idioma. Es decir, que son todos los que están y están todos los que son, y no hay más que hablar.
Loable empeño, sin duda. Pero fallido, a lo que el entendimiento me alcanza.
Dejaré para más adelante mis dudas sobre si absolutamente todo el contenido del Diccionario Usual es parte integrante de mi idioma, e iré antes a lo que considero obvio: que el castellano, entendido como la herramienta en boca de los hablantes, evoluciona, modifica e incorpora las voces a una velocidad que, en la práctica, hace imposible que la tarea de los lexicógrafos progrese al ritmo necesario. Sobremanera en un idioma con una extensión humana y geográfica como el nuestro, en una era de tan vertiginosos cambios sociales y tecnológicos, y sujeto el registro a un metódico protocolo de actualización. Y no argumentaré en contra de éste último, pues entiendo que la labor de otorgar visado a cada palabra debe implicar ciertos filtros; pero si las cosas de palacio van despacio, las de la lengua avanzan echando leches.
Como tampoco puedo dejar de reconocer que de un tiempo a esta parte, y beneficiándose inteligentemente de las herramientas informáticas y de comunicaciones que hoy poseemos, la velocidad de incorporación de nuevos términos al Diccionario (y modificación de los preexistentes) ha aumentado espectacularmente. Más de veinte mil modificaciones a la última edición impresa, año 2001, han venido siendo aprobadas e incorporadas a la versión en línea y todo hace suponer que, de aquí al 2013 –próxima edición prevista- se incorporen unos miles más.
La prensa, por alguna extraña razón, celebra con alborozo cada anuncio de nuevos miembros del idioma, destacando (no sin cierta frivolidad) aquellos más coloquiales o novísimos, como sucedió recientemente con “muslamen” (Muslos de una persona, especialmente los de mujer), ignorando quizá que ya “tetamen” y “caderamen” habían sido incorporados tiempo antes y que aún faltarían “culamen” para poder referirnos a las curvas anatómicas sin salirnos del diccionario (y eso que no faltan referencias, incluso literarias: “Pero ese remeneo de tetas y culamen, …” Zoe Valdés, Te di la vida entera). Cela registró también, para compensar, el “huevamen”, aunque él decía preferir “testiculamen”, que queda más fino.
Pero incluso así, quedan todavía evidentes e ingentes huecos de significantes y significados en las listas de espera de las comisiones académicas, que sería peligroso decretar su exclusión cuando, a todas luces, presentan impecables meritos, incluso superiores a otros aspirantes.
Ya anduvo por esta columna mensual la cándida candidatura de puticlub, que creo firmemente que es parte del tesoro lexicográfico español, como podríamos añadir a geolocalización, identitario, resetear, sobrecoste o gominola entre las incorporaciones; copar (como acaparar), bitácora (como página web) o chatear (conversar mediante mensajes de texto) entre aquellas que han cobrado nuevo significado, o reconocer que el verbo cesar, en contexto laboral-contractual, tiene hoy un uso transitivo.
Peor parecerían tenerlo, dada la trayectoria de la institución, aquellos términos que no pueden negar su origen foráneo, aunque lleven años implantados en el uso común: aftershave, suchi (o sushi), blog/bloguero-ra, bóxer (calzoncillos),… (no desesperemos: top, panti o slip ya son, oficialmente, parte del español).
Y a estas habría que añadir la pléyade de palabras utilizadas en territorio americano; pues todavía, y pese a los esfuerzos por coordinar con las respectivas academias del idioma en aquel continente, existe un considerable abismo entre las expresiones comunes y aquellas que han encontrado silla en el lexicón, mucho más si consideramos que el significado de una buena parte difiere del español europeo. Y, de lo que no me cabe duda, es que son parte del idioma español tanto como las españolas. (En este aspecto, el “Diccionario de Americanismos” impulsado desde la asociación de academias y que vio la luz de imprenta en este año 2010, viene a subsanar buena parte de este desfase, aunque por un lado me consta que aún queda insuficiente, y por otro, para ser justos, me queda la comezón de un “Diccionario de españolismos” donde se reflejen claramente aquellas palabras usadas casi exclusivamente en el español de España que, no se vayan a creer, no son pocas).
Con estas consideraciones, entiéndase que me cuesta aceptar que la condición “normativa” del Diccionario implique que las ausencias se deban necesariamente a una negación activa a la entrada al léxico castellano de estos y otros ejemplos. En realidad estoy seguro de que ni el más acérrimo de los académicos defiende que el Diccionario de la Lengua sea el registro oficial e inapelable del léxico, al menos en tanto en cuanto no se elabore un diccionario excluyente, una “lista negra” donde se expliciten los proscritos, y ya de paso, las razones (algo similar hace ya el Diccionario Panhispánico de Dudas).
Necia queda, en cualquier caso, la afirmación de que una palabra “no existe” por no haberla encontrado en el diccionario normativo. Para empezar, una palabra “existe” si se emplea –aunque sea mal-, pero si además es de uso común, grafía acorde a costumbre, uso necesario y distintivo, o sea y dicho en castizo, una palabra “como Dios manda”, el hecho de que figure o no en el Diccionario de la Lengua, es solo una cuestión de trámite.
(Hay más… )
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Otras opiniones:
Alberto Bustos
Enrique Bernárdez
Ricardo Soca
2010-09-28 14:44
Bra-vo. Sólo una cosa: en mi vida he escuchado “gomino”.
2010-09-28 16:50
Gominola (no gomino) es una golosina de gelatina azucarada, muchas veces con forma de osito o judía. Se le llama también “gomita” en Hispanoamérica; aunque su nombre neutro sería “pastilla de goma”, pues “gominola” es marca registrada por la empresa madrileña Pastor y Canals S.A. (Roypas).
Sin embargo el uso coloquial para referirse a este tipo de dulces, cualquiera que sea el fabricante, se remonta a los años 80, y hay ya abundante presencia en la literatura, especialmente la infantil, pero también la de adultos:
Después de él sólo cabía esperar esa pastilla del tamaño de una gominola (J.J.Millás, Articuentos, 2001)
En mi Madrid lejano y yuppy la gente usa un corazón de gominola (Carmen Rigalt, La vida empieza en lunes, 1996)
Aunque Wikipedia afirma que su no inclusión en el Diccionario está motivada por el hecho de ser marca registrada, son ya muchos los términos incluidos con esta característica como plastilina, rímel, teflón, tergal o sintasol.
2010-09-28 22:27
Enhorabuena por la entrada (post), me parece una reflexión muy interesante. Esperaré la segunda (II) entrega.
Saludos