Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
#RAEconsultas La próxima edición del diccionario académico incluirá el verbo «tuitear», que es regular y se conjuga como «amar».
— RAE (@RAEinforma) 23 de enero de 2013
Según la cuenta oficial en Twitter® de la Real Academia Española, el verbo “tuitear”, así como los sustantivos “tuit”,”tuiteo” y “tuitero” podrían incorporarse a la próxima edición del diccionario oficialista que edita esta entidad.
Pero lo que más me sorprende de la noticia no es que los académicos se hayan apresurado a registrar unos vocablos pertenecientes a una jerga coloquial y que, dada la velocidad con que cambian las tendencias en Internet, bien podrían ser efímeros y haber desaparecido del lenguaje común en cosa de un lustro.
Lo que me ha llamado la atención en este caso es que Twitter Inc., empresa propietaria del servicio y de las patentes asociadas, no haya puesto el grito en el cielo ante el panorama de que su nombre de marca se va a convertir en un vulgar verbo y, además, castellanizado con una grafía que pudiera dar lugar a confusión e incluso fraude.
Al menos tal fue la reacción de Google Inc. cuando, en 2006, el muy prestigioso diccionario angloamericano Merriam-Webster decidió incluir el verbo To google (googlear) en su undécima edición y el propietario de la marca solo consintió bajo la promesa de que la definición citaría expresamente su motor de búsqueda de forma que, propiamente hablando, no es posible “googlear” usando Bing, Yahoo o cualquier otro servicio de búsqueda web (algún tiempo después, el referente británico Oxford Dictionary incorporó el término en idénticas condiciones). De igual forma, la empresa Xerox Corp. luchó durante años para que su nombre no fuera reconocido como sinónimo universal de “fotocopiar” sino, en todo caso, de “xerografiar”: obtener una “xerografía” o “xerocopia”.
Y es que las marcas registradas experimentan sensaciones encontradas cuando su nombre propio pasa a ser común, es decir, a emplearse como denominador genérico de todos los productos similares, pasando por encima de los registros de patentes y marcas.
Pues, por un lado, podría aceptarse como un honor el haber alcanzado en el ideario léxico de toda una comunidad de hablantes el rango de referente predilecto; incluso puede que ello conlleve una consagración y trascendencia a través de los siglos.
Pero, a efectos prácticos e inmediatos, figurar en un diccionario como sustantivo común implica la banalización de una marca (la cual muchas veces supone un importante activo económico para los propietarios) y el riesgo de que el público la vea como una más de la gama y la competencia la incorpore como concepto a sus propios productos. Además, claro, de verse despojada de mayúscula inicial.
Es cierto que la gente no mira en los diccionarios antes de usar un vocablo para comprobar si es nombre común o de marca registrada; pero los tribunales sí, y el hecho de ser un sustantivo “oficialmente” incorporado al lenguaje puede condicionar que prosperen o fracasen demandas de registro, autoría o usurpación de marcas. Así que el empeño no está tanto en impedir que el término sea empleado en la calle como portador del concepto genérico —lo cual, me temo, es inevitable-, como que llegue a las páginas de los diccionarios más representativos de cada idioma; máxime si, como en el caso del DRAE, está formalmente reconocido como catálogo oficial del léxico.
Pero, claro, la opción contraria es negar la mayor: que los hablantes se apropian de las marcas registradas y las incorporan a su habla cotidiana sin hacer miramientos legales de ninguna clase, y su omisión en el tesauro podría suponer una incongruencia lingüística severa. Así, y ante un cierto vacío legal, la Real Academia, como otros editores de diccionarios, han optado por reflejar, cuando sea preciso o formalmente requerido, que la palabra es (o proviene de) una marca registrada. En ocasiones, por si las moscas, incluso tras la desaparición de la marca o del derecho privativo que en su momento le amparaba.
Actualmente son algo menos del centenar (ochenta y tantas) las que figuran en el diccionario del castellano con esta advertencia. Algunas, de uso tan extendido que se sorprende uno de encontrarlas en esa nómina; juzguen ustedes mismos si ven en esta lista alguna que no imaginasen protegida por clausulas legales:
Mención particular merece la palabra “michelín”, obviamente derivada de la industria francesa de neumáticos, pero cuyo significado en castellano coloquial refiere a la “mascota” de la marca, un humanoide formado por bandas de neumáticos (¿blancos?) que semejan a ese “pliegue de gordura que se forma en alguna parte del cuerpo” (definición DRAE) al que ha dado nombre. (Por cierto, el personaje de Michelín tiene también nombre propio y registrado: Bibendum). Este significado algo peyorativo es exclusivo del idioma español, e ignoro qué gracia les hará a los directivos de la marca, pero el término está arraigado en el idioma desde hace ya más de medio siglo:
Pero no olvide mi consejo: haga ejercicio, porque he notado en su cintura un conato de “michelín”. Y a los hombres les gustan los “michelines” en las ruedas de sus coches, pero no en las cinturas de sus esposas. (Álvaro de Laiglesia, “Una pierna de repuesto”, 1960)
En Hispanoamérica, especialmente en Chile, un mentolatum o mentolato es sinónimo de persona o utensilio versátil o polivalente, remedio eficaz para todo, refiriendo a un ungüento medicinal de nombre comercial “Mentholatum”.
Pero, además de los citados, hay una larga lista de nombres de marca frecuentemente usados como nombre común que aún no han recibido el visto bueno de los lexicógrafos, ignoro si por presión legal o porque no los consideran con suficientes méritos: rotring, pladur, martini (cóctel), bimbo (pan), tetrabrik, dónut, clínex o kleenex, colacao, nocilla, casera (gaseosa), cocacola y fanta, wi-fi, barbie, túper o táper (de tupperware), salvaslip, walkman, albal (papel), minipímer o gominola…, muchas de las cuales ya figuran en diccionarios de otros idiomas o editoriales privadas y aparecen sin pudor en el lenguaje literario y periodístico:
… desde que Dios los ha unido el matador no reconoce más salvaslip que los suyos. (Cambio 16, febrero 2003)
Se sienta al volante y arranca por fin, viendo cómo se queda enjugando sus lágrimas de gominola y sal… (Mercedes Castro, “Y punto”, 2010).
Llegué al edificio, me sequé las lágrimas con un clínex, subí las escaleras… (José E. Pacheco, “Las batallas del desierto”, 1980).
María Luisa era una estúpida. Tan decorativa como una Barbie, tan artificial como una Barbie y, a pesar de sus cuatro hijos, con la entrepierna tan enteriza como la de una Barbie. (Ana Rossetti, “Plumas de España”, 1988).
…pero una vez que enviudan se llevan el túper a la ventana (H.Casciari, “Más respeto, que soy tu madre”).
Y a todo eso habría que añadir las perífrasis adjetivas emanadas de la publicidad, como tener “un cuerpo danone”, lucir una “sonrisa profidén” o ser alguien “el primo de Zumosol”: Rajoy ha sugerido el martes que Alemania y otros socios de zumosol impulsen el crecimiento. (Diario de Jerez)
Y es que, repito una vez más, los hablantes son los dueños reales del idioma y, por tanto, de los vocablos que lo componen, y ni conocen límites legales ni esperan a que figuren en los diccionarios para elegirlos y usarlos, ya sea tuitear, googlear o, por supuesto, wasapear.
O—-·-—O—-·-—O—-·-—O—-·-—O—-·-—OMª Ángeles Sastre en El Norte de Castilla
El cementerio de las marcas
Las marcas que mueren de éxito
La RAE y los nombres de marca
Ecónimo
2013-02-11 14:39
Pués yo no me quejaría si un día la RAE incorporara el verbo “eledenotear”, pues ello significaría que somos leidos y merecemos un espacio en nuestro idioma. Y ya puestos, tampoco me importaría que otro idioma adoptara el palabro, por ejemplo “to eldimakenote” sería un buen reconocimiento a nuestro trabajo ;-)
Y ahora en serio, buen trabajo, Miguel!