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Román Paladino por Miguel A. Román

Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.

Y cien.

No creo en las casualidades. Así que no puede ser casualidad que este que leen sea el artículo centésimo de esta etapa de Román Paladino (no se molesten, ya los he contado tres veces).

Y mi asombro, después de estos cien episodios, sigue siendo grande. Desde este lado del texto, el lado del autor, me pregunto por qué siguen ustedes a ese otro lado. ¿Es esto realmente importante? La lingüística es un intento de tabular y entender eso tan espontáneo, intuitivo y personalísimo que es la facultad de hablar. Tal vez un intento vano. Aprendemos a hablar por imitación, no por normativa; es una facultad que llevamos en los genes y la desarrollamos a los escasos meses de haber nacido, mucho antes de aprender a leer y desde luego sin saber nada de sustantivos, adverbios, tiempos verbales, diptongos, ortografía, semántica… Hay lenguas ágrafas, que ni siquiera tienen escritura (de hecho, lo fueron todas antes de que a alguien se le ocurriera trascribir los sonidos a grafos).

¿Por qué entonces ese interés en conocer cómo hablamos? Peor aún: ¿en cómo deberíamos hablar y escribir “correctamente”? ¿Y a qué llamamos habla “correcta”? ¿Y quién lo decide?

Miren: el habla es un producto puramente social. Es más, solo tiene cabida dentro de un conjunto social de individuos. Y, de igual forma, la sociedad humana es, en altísimo porcentaje, resultado de que el habla evolucionó a lengua, esto es, usada bajo reglas comunes aceptadas por los hablantes. Tal como afirma el encabezado de esta sección (¿cien capítulos y nunca te habías leído el encabezado?) el idioma está al servicio de la sociedad. Sin la lengua seguramente nuestra especie seguiría siendo un conjunto de manadas disgregadas constituidas por un puñado de especímenes. El idioma es la sangre de la sociedad, el fluido que transporta las ideas entre sus miembros y les lleva la cultura distintiva que les caracteriza.

Los idiomas son un nexo para los grupos humanos más fuerte que el territorio o la etnia. Los nacionalismos se construyen más fácilmente con una lengua distintiva que con un territorio geográfico; como también existen pueblos y comunidades sin territorio circunscrito pero que se aferran a la lengua vernácula como seña de identidad (las llamadas “lenguas no territoriales”); la lengua es el último bastión cultural de los emigrantes y permanece en sus hogares incluso tras varias generaciones.

Los niños aprenden las lenguas en que sus padres les hablan, incluyendo su fonología o “acento”, y a eso le llamamos “lengua materna”; serán las lenguas en las que “piensan” (y hablo en plural porque hay bilingües y trilingües… ¿sueñan los bilingües con ovejas monolingües?).

Pero incluso nuestro idiolecto es diverso: hablamos distinto en casa, en el trabajo, a los desconocidos, a los amigos. Hablamos diferente de cómo escribimos. Y también usamos palabras bien conocidas para citar conceptos que no sabríamos explicar.

“Hablando se entiende la gente” dice el aforismo español. Al estamento donde se forjan las leyes lo llamamos “parlamento”, a la vía para alcanzar un acuerdo nos referimos como “diálogo”, a la promesa firme le decimos “palabra” y el evangelista habló de su Dios como “el verbo”.

“Sobremesa” y “siesta” son términos exclusivos del español, la “saudade” es patrimonio del portugués como la “morriña” lo es del gallego y el “seny” del catalán. “Komorebi” es, en japonés, la luz del sol filtrada entre el follaje; el “depaysement” es la sensación incómoda de un francés al encontrarse en un país extraño; y un alemán puede contestar a una pregunta con “ja” o “nein” pero también con “doch” (que es un “sí” para contradecir a una pregunta negativa).

En la lengua de los inuit (esquimales) hay una veintena de palabras para “nieve” y en la de los yanomami hay doce para “verde”. Atacola, alguaza, zarria, cincha, penca, tahalí, talabarte, correa, barreta, trabilla, traílla, precinta, guindaleta, rejo, cinturón, badana, tiento, majuela y lonja son algunas de las palabras del castellano para “cinta de cuero”.

En español decimos “buenos días” y no “buena mañana”, decimos “la tarde” aunque casi todos los demás idiomas la dividen en dos o más periodos, decimos “primo/prima” pero en hindi hay un término distinto para la hija del hermano del padre, el hijo de la hermana de la madre, etcétera.

Los angloparlantes solo tienen “you” para la segunda persona, tanto singular como plural, mientras que en japonés te pueden tratar de anata, anta, kijo, otaku, omae, temae, kisama, kimi, on-sha o ki-sha según el grado de cortesía.

El euskera y el persa no tienen género gramatical, el danés tiene dos: común y neutro, y algunas lenguas bantúes distinguen hasta veinte clases nominales.

En ruso hay un tiempo verbal “imperfectivo” para la acción discontinua, en portugués existe un infinitivo personal, el latín tenía un futuro de imperativo y el mandarín no tiene declinación verbal alguna.

Esta diversidad solo es explicable porque cada lengua, cada dialecto, es el reflejo de lo íntimo de cada comunidad; es fruto de su historia, de su entorno, de su clima, de los extranjeros que la colonizaron, de los vecinos con los que comerciaron, de los dioses que han adorado, de los alimentos que comen, el horario que siguen, las profesiones que ejercen, las jerarquías en que se dividen, las convenciones sociales a las que se atienen,…

Idioma es, en definitiva, los pensamientos y sentimientos de un pueblo hechos palabras.

Conocer nuestra lengua implica conocernos a nosotros mismos; respetarla y cuidarla es valorar ese patrimonio inmaterial que nos pertenece por derecho de sangre; enseñarla es difundirla y hacerla fuerte; escribirla es inmortalizarla.

Algo de todo eso he intentado hacer (con mejor o peor fortuna) en estos cien artículos publicados en este espacio que me brindó Marcos Taracido y que se ha mantenido este tiempo bajo su égida y la de Alberto Haj-Saleh, a quienes debo agradecer techo y lumbre.

Ahora que ha llegado el tiempo de volar solo, lo seguiré intentando desde otro punto del universo internet. En la nueva etapa de Román Paladino, en RomanPaladino.maroman.es, a partir del próximo vigésimo octavo día del próximo mes del próximo año, seguiré a este lado del texto, por si quiere usted seguir al otro lado.

Y, en cualquier caso, muchas gracias por su grata compañía.

Miguel A. Román | 20 de diciembre de 2013

Comentarios

  1. Pau Pascual
    2013-12-20 09:30

    Extraordinarias palabras Miguel A. No puedo quedar insensible ante este conocimiento que desbordas y que llega tan adentro.

    Me perdí bastantes de los 99 pero me reconforta saber que allí todavía hay mucho por descubrir, para pensar y para gozar.

    Y esta forma tan bella que tienes para decir las cosas… Para cuando un libro?

  2. rafa galañena
    2013-12-22 05:04

    Olé.
    Fíjate si será verdad lo que dices que hasta la fachona del franquismo y sus herederos del PP y PSOE comprendieron esto meridianamente y lo aplicaron (y aplican, que es peor) a combatir el euskera, ahora, por ejemplo, en Nafarroa, demonizando y mandando a los leones a todo un colectivo de prfoesores euskaldunes. Todo porque saben de sobra que es la lengua (la de los navarros en este caso) lo que identifica a un pueblo.
    Y que conste que a nadie intento mezclar en política, porque esto va más allá. Se le llama opresión a una cultura y lengua milenarias. Son una banda de borregos incultos.


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