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Se publican aquí críticas de libros que por algún motivo —pequeñas editoriales, escasa distribución, desconocimiento del autor, fuera de modas— no aparecen en los medios y publicaciones tradicionales.

Las estaciones del día

Marcos Taracido

Título: Las estaciones del día
Autor: Hilario Barrero
Editorial: Llibros del pexe
Lugar y fecha de edición: Gijón, 2003

Las estaciones del día es muchas cosas. Es un diario, clásico y formal, de los días del año 2001 tal y como pasaron por la vida de Hilario Barrero. Es también un libro de poesía, por cómo captó Barrero la realidad que le rodeó ese año. Es, además, el retrato de una sociedad, la neoyorquina, que sirve como reflejo del mundo. Estamos hablando de uno de los libros más importantes editados en España en este último año por su eclecticidad, su imposible adscripción a un género y la calidad literaria y humana de cada una de sus páginas.

La ópera, el teatro, los recitales, los intercambios epistolares, los diálogos entre amigos, visitas, paseos por parques y ciudades, librerías, museos, viajes, cenas y comidas, restaurantes, lecturas, periódicos, libros, críticas, apuntes, docencia, alumnos… la belleza de una ciudad y de sus habitantes, y la podedumbre, las miserias, la poesía diaria y constante de habitar una ciudad, Nueva York, que es microcosmos inaprensible y escurridizo que, sin embargo, es apresado por las palabras de Hilario Barrero, capaz de navegar entre el lirismo, la reflexión y la prosa descriptiva con esa tensión exacta de una nota sontenida que tememos que en cualquier momento rompa las cuerdas vocales de la diva:

«El otro día el escultor Fritz Koening lloró al ver los restos de su escultura The Sphere, que estaba en medio de las dos Torres y servía de punto de referencia y cita de muchos neoyorquinos y extranjeros. El arte es como nosotros: frágil y nunca más eterno e inmóvil. Quedan los bisones de la Cueva de Altamira que parecen tan frágiles, la luz misteriosa de Las Meninas a punto de oscurecer, la mano de Miguel Ángel casi a punto de estallar, pero sucumbe esta escultura de 27 pies en bronce macizo y sólido que es ahora un montón de hierros retorcidos, posiblemente una obra de arte de la destrucción y el terror.»

Como contrapunto a la crónica más culta y callejera está el diario como declaración de amor, la constatación perenne y emotiva de un amor maduro y hermoso que otorga al libro una dimensión novelística, de historia eterna, configurada como breves confesiones, poemas, manifestaciones de amor salpicando el diario aquí y allá, un amor que sobrevuela por encima de la muerte, niebla que recorre el libro de principio a fin:

«En tiempos de guerra, tu amor es más certero, llega más hondo, cubre más territorio, sabe mejor, se nota sus raíces, quema más fuerte. Un abrazo es de acero, una coraza que me pones para salir al campo de batalla. El beso de la noche o el de la mañana es un aviso, el testimonio que se queda escrito en los labios, un pacto que hacemos por si la bomba estalla. El roce de tu cuerpo con el mío es una contraseña, el testamento que firmamos cada noche en el que nos nombramos herederos de nuestros miedos. En tiempo de paz y en tiempo de guerra tenemos y celebramos una fiesta que nos adelanta la vida y nos frena la muerte.»

Y todo, sin prejuicios, sin tapujos, con verbo claro y frases rotundas, con una mirada abiertamente erótica y sexual, crítica e inocente, leve o profunda, según lo requiera el tema y amanezca el día.

Las estaciones del día es un libro que engancha, que se lee desde dentro, que entusiasma, que estremece, que duele, que conmueve, que excita y provoca la sonrisa, que uno empieza y vive en él hasta que llega al 31 de diciembre del 2001, y entonces puede dejar el libro sobre la mesilla de noche, o en el escritorio, en la cocina o en el bolso, porque podrá acudir a él cuantas veces quiera y abrirlo aleatoriamente y posarse en cualquier párrafo, de nuevo y hasta siempre:

«Miércoles, 25. Le veo sentado en su oficina, rodeado de libros y fijos sus ojos en la pantalla de la computadora. No tiene ninguna ambición académica, su vida en general tiene pocos incentivos y cad vez le hace menos ilusión lo que antes le parecía imprescindible para vivir. Ahora hasta tarda en abrir los regalos, no mira los cuerpos con el fuego que lo hacía. El único deseo que no pasa y que le apetece estrenar y abrir a diario es solo un cuerpo, una sonrisa, un beso y un olor a manzana todavía sin madurar. Esa es su unica ambición.»
Marcos Taracido | 11 de diciembre de 2003

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