Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

En la playa

El reloj del Hotel Balmoral dio las ocho y media, adelantado dos minutos como siempre, aunque no hubiera ya viajeros que le prestaran atención ni a los que ayudar a no perder su tren. Todo estaba iluminado. Los grandes almacenes, las oficinas, el Puente del Norte, que alguien había tenido el ánimo de decorar con guirnaldas fosforescentes, el Balmoral, encendido como si rebosara de huéspedes, y con la estación de Waverley refulgiendo a sus pies como una luciérnaga industrial.
La ciudad se había engalanado aquella noche. Su última noche. Así era como la capital norteña, casi en el borde del mapa, había querido encarar el fin. Así había decidido recibir La Niebla. Las predicciones basadas en la observación minuto a minuto del avance de la masa gris habían concluido que la fatalidad llegaría poco antes del amanecer. Aquellas gentes habían despertado para hacer un último esfuerzo, para ofrecer la energía que les quedaba, para preparar una fiesta en homenaje a un difunto. Ellos mismos.

Cuando llegó hasta la Calle de los Príncipes su amplitud le trajo un viento frío que le hizo refugiarse cuanto pudo en su abrigo. No había nadie más en la avenida. En eso no era diferente de otra noche cualquiera. Las mañanas en cambio sí eran diferentes. Desde hacía días el centro había dejado de atestarse con compras. Llevaba una bolsa pesada de papel marrón que tintineaba cada vez que chocaba con sus rodillas. Aprovechó para comprobar su reflejo en un escaparate. Todos permanecían encendidos. Como si nada hubiera pasado. Como si no fuera a ocurrir nada. Como si tres semanas antes no hubiera quedado claro que el mundo llegaba a su término. Sobre los fondos iluminados, uno tras otro, se recortaban las figuras de maniquíes negros suspendidos en sus poses, cocinas totalmente equipadas, relojes de diseño, la moda otoño-invierno. Mirado así, el mundo aún se mantenía en su sitio. Recordó cómo la normalidad empezó a desmoronarse cuando surgieron los primeros rumores sobre la influencia a distancia de La Niebla. Los síntomas iniciales eran los sueños. Sueños eléctricos que sacudían las noches de unos cuantos los más sensibles, los malditos y que les hacían moverse angustiados, revolverse en la cama, hablar sin sentido. Entrevistados en los noticieros, los que sufrían aquellas pesadillas galvánicas aseguraban ver torrentes de imágenes confusas que se entremezclaban en espirales. Formas vegetales enormes y angulosas como plantas primitivas. Masas acuosas en las que se sentían ahogarse. Remolinos de espuma poblados por formas oscuras que nadaban rápidas entre las corrientes sin llegar nunca a definirse. El segundo y definitivo síntoma de la cercanía de La Niebla era El Letargo. Cuando se acercaba a unas centenas de kilómetros la población iba entrando en un sopor del que casi nadie despertaba. No había un patrón claro en quién dormía. Cualquiera podía caer y no levantarse. Lo único evidente era que el número de durmientes crecía con la cercanía de la amenaza. La parálisis progresiva iba apagando de forma incruenta las ciudades, vaciando las calles, las fábricas, las autopistas. Asientos vacíos en el autobús. Bares que cerraban pronto. Sesiones de cine canceladas. Dormir significaba evaporarse. Nadie sabía muy bien qué ocurría cuando alguien caía en El Letargo. Nadie, ni siquiera los médicos, se atrevía a quedarse mucho tiempo junto a alguien que había pasado al otro lado, que era el eufemismo que se había acordado usar en en los medios para no mencionar la muerte. El Letargo se consideró una enfermedad más, breve y fulminante, y los aún despiertos evitaban acercarse a sus familiaries o amigos caídos por temor a su contagio. Se habló de familias enteras que en una especie de suicidio comunal se administraban somniferos en sincronía y esperaban al Letargo acostados en una misma habitación. Se contaban también casos de ancianos que vivían solos y ponían el televisor a un volumen atroz durante las veinticuatro horas para evitar caer dormidos. Pero el caso es que pese a la certidumbre del fin nunca llegó a haber revueltas, ni saqueos, ni robos. Apenas hubo gestos melodramáticos siquiera. La influencia invisible y a distancia de La Niebla era un silencio que se imponía paulatino, una solución piadosa que nadie osaba impugnar como si la humanidad hubiera aceptado finalmente que merecía desaparecer.
Ellos, los dormidos, eran cobardes, pensó mientras terminaba de recorrer la calle. Ellos hacía días que se habían marchado, que habían bajado los brazos. Él había visto cómo casi todos se desvanecíandía tras día, faltando al trabajo, silenciando su barrio, dejando sin responder sus mensajes, sus llamadas, quitándole una a una las molestías ajenas que definían su vida cotidiana. Otros que como él eran insensibles a ese sopor misterioso y que tampoco tenían valor para acudir a las pastillas o los cortes en las muñecas tendrían que sobrevivir hasta el final. Hasta que La Niebla les envolviera. Permanecerían despiertos hasta averiguar qué les aguardaba al otro lado. Visto así, se dijo, me siento orgulloso de mi mismo.
Mientras este pensamiento le hacía sonreír una chica joven dobló la esquina. Rubia. Un abrigo muy corto con las solapas subidas. Botas negras gruesas. Cuando se cruzaron la muchacha le lanzó una mirada furtiva y asustada. Después evitó cualquier otro contacto visual y pasó de largo sin más. Escuchó cómo el sonido de sus tacones contra el pavimento se iba haciendo más y más lejano. Ya no se encontró con nadie más.

Tomó el Puente del Norte dejando atrás el centro. Antes de terminar de cruzarlo se dio la vuelta para contemplar por última vez, para retener esa imagen antes de internarse por las calles antiguas y empredradas de la Ciudad Vieja que le conducirían hasta la casa de ella. El alumbrado en la zona ya no era bueno. Demasiado angosto. Por suerte conocía bien ese barrio. En contraste con las luces que acababa de dejar atrás, allí los edificios parecían abandonados y huecos como decorados de cartón. Creyó escuchar ruidos de platos rompiéndose. Miró hacia arriba, hacia el único balcón que vio encendido. Después del estropicio oyó el llanto de un bebé. Apretó el paso. No podía perder más tiempo. Tenía aún que subir una buena cuesta. Ella vivía en un ático diminuto al borde del Parque de la Pradera. Era una sola habitación cuya incomodidad era compensada por las vistas y por ella. Ella también seguía despierta. Habían sido amigos durante años. Ahora eran algo más. Sin futuro, sin preocupación. Lo que durase. Él estaba solo. Ella también. Todos los demás, los novios, los amigos, las familias, vivían lejos y llevaban varias semanas dormidos o habían huido hacia el Norte intentando escapar del fin.
Los refugiados eran lo más parecido a un pánico social que había ocurrido desde que La Niebla fuera avistada por primera vez tres meses atrás en el Amazonas. Los primeros y confusos informes mencionaban una cadena de incendios en la selva. De cientos de aldeas aisladas por culpa del humo. Cuando días después llegaron noticias similares desde el Congo y Borneo quedó claro que aquello no era una casualidad. Los primeros periodistas occidentales que alcanzaron aquellas zonas informaban de una calma total. Nadie huía despavorido. No había alarmas ni refugiados. Por eso en un principio no pareció una emergencia. Los corresponsales escuchaban habladurías sobre un humo gris que estaba engullendo la jungla. Leyendas. Los que marcharon a explorar la verdad que podía haber en ellas no escribieron ninguna crónica más. No regresaron nunca. Las redacciones de los medios y los gabinetes de crisis después se sumieron en la frustración. Algo grande estaba sucediendo pero nadie sabía bien el qué. Llegaron noticias de movimientos de tropas en Brasil y Argentina. Se escucharon noticias sobre masas de refugiados subsaharianos agolpándose en los puertos del Norte de África. Después solo hubo silencio. Dejaron de llegar noticias de los paises del Sur. Tampoco llegaban vuelos. El flujo habitual de inmigrantes ilegales se detuvo como si el mar se los hubiera tragado a todos. Los portavoces de gobierno se encogían de hombros en los ruedas de prensa. No sabemos más, decían. Hasta que se filtraron las primeras imágenes tomadas por satélite. En ellas se veía un cinturon oscuro rodeando La Tierra alrededor del Ecuador, un cinturón grueso y opaco que se extendía en apariencia por capricho. Se dijo que los vientos la aceleraban. Que las cordilleras la frenaban. Solo estaba claro que no paraba de avanzar hacia Norte y Sur. En Estados Unidos, Europa y Australia se formaron las primeras caravanas, convoyes que abandonaban las ciudades con la vaga idea de huir en dirección a los polos. Se habló de campos de refugiados instalados por los gobiernos en Tierra de Fuego y en Siberia, en Labrador y en Alaska. Algunos grupos se organizaban y conducían por las calles anunciando con megáfonos el lugar y hora de partida del próximo convoy. Pedían ser puntuales y traer solo lo imprescindible. Pero cuanto más se acercaba La Niebla más exiguo era cada grupo, más breve cada recuento.

Cuando ella abrió la puerta se abrazaron. Buscaron sus labios.
¿Qué has traído?
No me quedaba mucho, dijo él abriendo la bolsa. Unas pocas latas. Dos botellas de vino. ¿Tienes velas?
Sin responder ella desapareció en el salón. Escucho un cajon abrirse y cerrarse. Ella volvió con unas cuantas velas rojas y largas sujetas contra el pecho.
Todas las que quieras, respondió sonriendo.
Colocaron los platos en la mesa mientras charlaban. Sobre el color del mantel, sobre las sardinas en lata o lo estúpidos que pueden llegar a ser los guisantes.
Por favor, saca las copas. Esta es una noche especial.
Él pregunto dónde las guardaba. Había estado en su casa unas cuantas veces pero esa era la primera que cenaban juntos. No habían tenido tiempo para mucho más.
Seguro que nunca habías tenido una cena romántica a base de latas, dijo él mientras abría el aparador siguiendo instrucciones.
Qué problema tienes con las latas, pueden estar exquisitas. Por ejemplo la piña en almíbar. En mi casa nos encanta. Bueno, nos encantaba.
Ella paró de hablar. Sus ojos se quedaron fijos en los platos vacíos. Su mirada se hizo acuosa.
Él pensó que era el momento de encender las velas.
Mira que bonitas quedan.
Sí, dijo ella aún abrumada. Se enjugó las lágrimas con la mano. Carraspeó. Venga, sentémonos. Vamos a servir la comida.

Le sobresaltó un sonido, un chisporroteo. Se despertó. Se maldijo por haberse quedado dormido.
¿Estás bien? Te has quedado fuera de combate en un momento.
Ella le abrazó. Notó la piel de ella ajústandose a la suya. Era agradable sentir de nuevo la suavidad de su cuerpo desnudo. La cama había quedado muy revuelta. La manta colgaba de su lado casi por completo. Apenas les tapaba una sabana arremolinada. Todo les había sobrado.
Sí, no pasa nada. Me ha despertado un ruido. ¿Lo has oído?
Ella negó con la cabeza, pasó su pierna por encima de la de él y reposó sobre su pecho. Empezó a acariciarle el pelo como se tranquiliza a un niño que ha tenido una pesadilla. Él se sintió mejor.
¿Crees que habrá algo? Al otro lado, me refiero.
El buscó sus ojos. No los pudo encontrar en la oscuridad.
No sabía qué decir.
Al comienzo los científicos propusieron múltiples teorías sobre el orígen de La Niebla. Contaminación. Un escape de un gas desconocido desde el interior de La Tierra. Una singularidad de las leyes físicas. La irrupcion de otro universo. Incluso una invasión extraterreste. Luego comenzaron los análisis, las pruebas. Se mandaron robots equipados con cámaras que dejaban de responder órdenes en cuanto se adentraban unos metros en aquella nube imparable y hosca. Se comprendío entonces el destino fatal de los aviones de reconocimiento que días atrás habían sido mandados a investigarla. Después se enviaron hombres embutidos en trajes aislantes, incluso trajes espaciales. Ninguno volvió sobre sus pasos. La Niebla grisácea se los tragó imperturbable. Aquello hizo abandonar cualquier esperanza de luchar contra ella. Todo se perdía allá dentro. Solo se supo de un superviviente, Tommy, un niño de Arizona que pudo ser rescatado tras entrar en La Niebla durante unos segundos por un descuido de sus padres. Su caso ocupó los medios durante unos días. Pero Tommy nunca alcanzó a contar nada sobre su experiencia. Aquellos pocos segundos bastaron para dejarlo en un coma del que no llegó a recuperarse.
Puede que haya algo. Pero me temo que no será mucho.
Cuando iba a añadir algo más para intentar consolarla el sonido de un chisporroteo les hizo callar.
Eso es lo que he escuchado antes.
Suena como los rayos que disparan en las películas de doctores locos, dijo ella.
Se levantaron. Se vistieron deprisa. Miraron por ventana de la terraza sin atreverse a abrirla. Al otro lado vieron cómo la ciudad iba poco a poco apagándose como una ofrenda de velas al viento. Sobre ella se abatía una masa gris, casi negra, que parecía moverse muy despacio como una mancha de tinta densa. Cada farola, cada ventana, cada bombilla que estaba a punto de tragarse parpadeaba varias veces antes de extinguirse.
Se decidieron a abrir. Salieron a la terraza.
La Niebla terminó de engullir el centro de la ciudad y la oscuridad se apoderó de la casi noche por completo. No se veían estrellas. Era como si el cielo hubiera dejado de existir. Se hizo díficil calcular la velocidad con la que la nube se acercaba a ellos. Les pareció que aceleraba. Notaron que el aire se hacia más espeso. Escucharon un crepitar eléctrico cada vez más alto. La Niebla se escurría entre los bloques de pisos, firme, cierta, sin pausa, siguiendo los resquicios de las calles. Después se abalanzaba sobre ellos como una ola gigante. Ahora parecía más líquida. Alcanzó su edificio. La Niebla chocó contra los primeros pisos pero no hubo sacudida. Se asomaron a la barandilla. Miraron hacia abajo. Vieron como La niebla iba acumulándose, escalando. Fue entonces cuando pudieron distinguir las chispas, poblando cada voluta, aquí y allá, chispas que estallaban en pequeños fogonazos, en relámpagos que iluminaban la nube grisácea como mínimas tormentas.
¿Crees que dolerá?
No lo creo.
Se abrazaron.
Cuando La Niebla alcanzó la terraza no los encontró allí.

Santi Pagés | 12 de marzo de 2011

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