Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Clark Gable

Era nuestra costumbre y ni siquiera el invierno iba a cambiarlo. Ella iba a esperarme donde siempre, junto al obús dorado, sin protección ni estufa, en el vestíbulo al final de la estación, donde acababan las vías. Cuando al fin se detuvo el tren me costó trabajo salir del vagón. Un grupo de viajeros impacientes se había acumulado esperando la apertura de las puertas. Una vez fuera respiré hondo, aliviado, pero el aíre estaba tan frío que sentí una punzada en la nariz al inhalarlo. Caminé siguiendo al gentío y su ritmo atrompicado. Subí la rampa, enfilé el puente, aún más atestado incluso, por el lado de la derecha. Me sorteaban hombres con gabardina y maletín que llegaban tarde a alguna parte. A veces solo me rozaban. Otras, iban tan deprisa que no podían esquivarme y terminaban golpeándome con el hombro. No me importaba. No servía de mucho correr. Me preocupaba más la temperatura glacial, mis manos repentinamente heladas, el no poder pararme para abrocharme el abrigo, el retraso, haberla hecho esperar, haber perdido una hora del poco tiempo que podía pasar con ella. Una voz de hombre, confusa y nasal, anunció algo que no entendí por megafonía y todos a mi alrededor apretaron el paso como si hubieran recibido una orden marcial. Aceleré como ellos, como si yo tampoco tuviese voluntad, hasta que conseguí cruzar, apartarme, salir de la corriente y atravesar los tornos.
Ella estaba al otro lado. Como cada dos semanas. Como quedamos. Distraída. Paciente. Con las manos cruzadas sobre el vientre, sosteniendo un bolso negro, apenas más alta que el obús hueco reconvertido en hucha de donativos. Cuando me vió, la saludé levantando la mano.
Hola. Qué alegría verte.
Ella sonrió.
Yo también me alegro mucho de verte.
Nos abrazamos. Llevaba un abrigo de ante con pelo de animal cubriendo el cuello. Me hizo cosquillas. Al rodearla con mis brazos la noté más delgada que la última vez.
¿Has tenido buen viaje?
Hubo un problema con los trenes. Nos cambiaron de vía tres veces y salimos con retraso. Casi no he dormido. Me preocupaba que tuvieras que esperar con este frío. Lo siento.
No te preocupes, vi tu mensaje, he estado bien. Luego duermes. ¿Te ayudo con la maleta?, dijo estirando la mano hacia ella.
No hace falta. No pesa nada, ¿ves?
Levanté la maleta para demostrárselo y aproveché para rodearla con el brazo y atraerla hacia mi otra vez.
Salimos de la estación. Eran las nueve menos cuarto de la mañana.

Ella me llevó a su piso desde el principio. Apenas un cuarto pequeño, un estudio reconvertido creo, sin los típicos muebles angulosos de madera falsa o las lámparas de metal cromado pero en el que aún podía reconocerse una funcionalidad excesiva, una limpieza exagerada, unos espejos demasiado grandes, un armario demasiado pequeño. Más alla de la cocina americana, una cama con un edredón blanquisimo ocupaba la estancía casi en exclusiva. No había fotos suyas en los estantes, ni retratos de amigos, ni de familiares. De las paredes sólo colgaban unos carboncillos abstractos enmarcados. No había nada suyo en realidad y por eso siempre sospeché que debía de vivir en otro lado, que aquel lugar solo le resultaba conveniente. Un ático en la zona de negocios, junto a la estación, luminoso, moderno, con vistas espléndidas a la otra mitad de la ciudad que se derramaba tranquila sobre los montes al otro lado del río, cuyas formas apenas podían disintiguirse al sol de invierno. A la derecha, casi en la desembocadura, se elevaban las columnas de humo blanco de las fábricas y las grúas grises de los astilleros.
Ella abrió la ventana, como hacia siempre, quejándose de que hacía mucho calor y de que la calefacción no podía regularse. Entró una brisa helada que me hizo bien.
¿No tendrás frío?, le dije mientras la desvestía.
No te preocupes, solo abrázame, y me dio un beso en la mejilla.
Hicimos el amor despacio. Yo me notaba algo entumecido aún. Primero bajo el edredón, luego nos sofocamos y lo apartamos. Ella se puso en cuclillas sobre mí apoyando sus manos en mi vientre mientras subía y bajaba. A intervalos miraba como entraba en ella y me tocaba. En otros me miraba a los ojos, seria y severa, como esperando a que yo cumpliera mis deberes. Aparté la mirada y por la ventana vi una gaviota sostenida en el cielo a pocos metros de nosotros. Graznó y se dejó caer llevada por las corrientes. Con cada soplo de brisa podía oler la humedad del estuario. Fantaseé con ella jugando de niña en el jardín, en la playa un día de verano. Fantaseé con ella esperando al autobús bajo el aguanieve, cambiándose de ropa en el gimnasio. Eso fue bastante como para hacerlo llegar y darle paso.
Después nos quedamos callados. Más de media hora diría yo. Tumbados de espaldas, abrazados, mirando cómo la mañana se convertía lentamente en tarde. A menudo nos sumergíamos en esos silencios. Por lo general, ella no hablaba de ningún tema a menos de que yo le preguntara. Al principio no me parecía mal, lo entendía. Creo que incluso me gustaba. Con el tiempo empezó a inquietarme que ella pudiera vivir así, solo viviendo, solo animada cuando yo le daba cuerda. Hubiera preferido que al terminar me contara cómo había estado durante esas dos semanas que no nos habíamos visto, cómo le iban los estudios, por qué estaba más delgada. Si yo era el único al que llevaba allí o si lo hacía también con otros.

Me despertó el ruido del agua de la ducha. Miré el reloj de la mesilla. Era casi la una. Cuando entré en el baño ella ya había terminado y estaba sentada en el borde de la bañera escurriéndose el pelo, vestida con una toalla alrededor del cuerpo. Llené el lavabo con agua fría y me lavé la cara.
Antes no has dicho nada de mi lencería. Es nueva.
Es muy bonita, es verdad, dije mirando a su reflejo. Te la he quitado demasiado deprisa.
Asintió. Me pareció triste.
Ahora deja que me vista.
Claro. Pero no tardes tanto como siempre.
Pareció alegrarse y me sacó la lengua burlona. Empezó a rebuscar en su bolsa de maquillajes. Cuando salí y cerró la puerta tras de mi.
Decidimos ir a comer a un restaurante nuevo por el que ella tenía curiosidad. Era un sótano reformado con las mesas organizadas alrededor de un patio interior con el suelo cubierto por una capa gruesa de cantos rodados entre los que habían plantado varios troncos limpios y gruesos, pintados con líneas blancas como si fueran tótems indios. Velas en vasos de cristal puntuaban cada mesa. Clientes ausentes, camareros ausentes, no había nadie más allí que nosotros y el hilo musical.
He leído que este sitio está muy bien.
Claro, como quieras.
Nos sentamos donde quisimos. Ella se ha cambiado y llevaba un vestido negro muy elegante que no tardó en hacer que un camarero se metarializara de la nada. Tomamos una sopa servida en una taza de espresso y un pescado al horno garabateado por encima con sirope verde.
¿Cómo van los estudios?
Bien, supongo. ¿Cómo están por casa?
No hablamos más. Cuando terminamos, pagué sin querer mirar la cuenta.

Al salir la ciudad parecía nuestra. Apenas cruzaban personas o coches y cada semáforo era una espera inútil. Pasamos junto a un parking enorme y vacío, que subía en torres de espiral y por delante de edificios de oficinas con puertas giratorias que no daban paso a nadie. Sobre el puente que cruzaba el río se podía ver ya la guirnalda de luces rojas formada por los coches que volvían a casa. El sol se estaba marchando y el atardecer se reflejaba en las fachadas acristaladas de los edificios iluminando de rosa el vaho que acompañaba nuestro aliento.
No quería que aquel paseo acabara nunca. Hubiera dado mil vueltas a la ciudad, hubiera subido mil veces sus cuestas por poder seguir a su lado, por seguir cogidos de la mano un poco más. Me sentía bien, me sentía bien sabiéndome con ella, sabiéndome visto con ella. No tanto porque estuviera orgulloso de su atractivo, porque era tan guapa que parecía modelo o actriz, porque en todos los locales nos trataban mejor que al resto. Era poder convivir en el mismo espacio y en el mismo instante. Que ella ocupara el espacio infinito y vacío que solía rodearme. Que su existencia demostrara la mía, que su presencia me convenciera de que no iba a disolverme, de que no todo en mi vida había sido en vano. Era poder extender el brazo y alcanzarla, eran todas esas ocasiones en las que ella buscaba mi mano en mi bolsillo o me subía el cuello del abrigo, eran esos segundos en que ella callaba mientras pensaba una respuesta o la eternidad que tardábamos en decidir qué película ver en el cine para terminar siempre volviendo a su casa.
Esperamos la luz verde de un semáforo, la atraje hacia mí y la besé mientras pensaba en todo aquello.
¿Qué tienes? ¿Estás bien?
Sí, perdona, no sé que me ha dado.
No quería que aquel paseo acabara nunca. Y tampoco era porque la gente con la que nos cruzábamos se volvía para mirarnos y nos sonreía.
Tengo frío, vámonos a casa, dijo ella.
Creía saber lo que pasaría cuando llegáramos. Haríamos el amor una vez más, y estaría bien, muy bien, como siempre. Al poco de acabar, fingiendo interés en mí, ella me preguntaría cuándo sale tu tren de vuelta y yo sabría entonces que esa era la señal que invitaba a retirarme. Pensé en parar el tiempo allí, en detenerlo en ese instante, porque cuando algo ha sucedido tantas veces ya no necesitas esperar a que ocurra. Creía saber lo que pasaría. Pero no fue así.
No sabía muy bien cuándo decírte esto. No me ha llegado el pago.
Estabamos sentados al borde de la cama, ella con las piernas cruzadas por los tobillos, las manos sobre el regazo. Miraba al suelo.
Lo siento mucho, dije. No se qué ha pasado, hice la transferencia antesdeayer, mentí. Si quieres les llamo ahora mismo.
No te preocupes, dijo sujetándome del brazo, no hace falta. A veces estas cosas funcionan mal, supongo.
No quiero que pienses lo que no es. El lunes sin falta hablaré con ellos.
Está bien, solo quería que lo supieras. Yo confío en ti.
Claro.
Nos quedamos callados.
¿Cuándo sale tu tren de vuelta?

Son las cinco y veinte. Entramos por la puerta principal de la estación que es grandiosa y está flanqueada por dos columnas gigantes y clásicas. En la parada no hay ni un solo taxi. Hay redes colgando bajo la bóveda para recoger las molduras que de vez en cuando caen. Nos despedimos, como siempre, junto al obús dorado.
Gracias por acompañarme, gracias por todo. Ha estado muy bien. Como siempre.
No hay de qué. Ten buen viaje de vuelta.
No dice más, ni hace ademán de besarme y eso me desconcierta. No sé muy bien cómo despedirme. Cuando me he decidido a darle un beso y me acerco a ella deja de parecer tan buena idea de repente, me aparto y la abrazo.
Abrígate, le digo.
Cuídate. Saluda en casa. Ciao.
Camino hacia las vías y mientras espero a que el billete salga del torno miro hacia atrás para ver si ella aún está junto al obus. No la veo. Dentro del vagón, cuando ya estoy sentado y el tren se ha puesto en marcha saco el móvil del bolsillo, busco su número en la agenda, dudo solo un segundo, y lo borro.

Santi Pagés | 20 de noviembre de 2010

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